Con la presidencia de Nicolás Maduro Venezuela se ha degradado, al menos desde 2015, como un tipo de régimen claramente no democrático, pero no enteramente dictatorial. Más allá del giro que puedan implicar los comicios de 2024, así lo definía José Natanson en Venezuela. Ensayo sobre la descomposición.
¿Cómo definir, entonces, al régimen venezolano, más allá de la historia y las posibles comparaciones? La mejor manera es hacerlo a partir de una combinación de elementos.
En principio, el autoritario: control total de los poderes del Estado, detenciones ilegales, achicamiento de los espacios de libertad de prensa, gravísimas violaciones de los derechos humanos, persecución política, manipulación electoral, proscripciones, militarización. La represión de opositores, sindicalistas y activistas sociales es selectiva, no es masiva ni incluye a todos, no hay una ESMA [Escuela de Mecánica de la Armada, centro de detención y desaparición de personas en Argentina] ni se ametralla a la gente en los estadios como durante el pinochetismo. Pero es sistemática, en el sentido de que ocurre desde hace años. No es un accidente ni un error, algo que pasó alguna vez, sino una práctica permanente.
Al mismo tiempo es posible encontrar algunos rasgos de tipo más totalitario, en el sentido de un régimen que no se limita a controlar las instituciones políticas, sino que avanza sobre la sociedad y se interna en la vida íntima de las personas: acoso a las figuras públicas opositoras, identificación social de los disidentes —en la famosa Lista Tascón aparecían mencionados los ciudadanos que apoyaron con su firma el referéndum revocatorio de 2004, lo que derivó en casos de discriminación y persecución en el empleo público— . A ello hay que sumar, más cerca en el tiempo, novedosas formas de control biopolítico a través del Carnet de la Patria, la cédula emitida por el Estado, cuyos datos se centralizan en un software importado de China, que permite conectar las preferencias políticas con los beneficios sociales.1 Y, por último, el método conocido como Sippenhaft, un invento de la Alemania Oriental, que consiste en acosar a los familiares de opositores prófugos con el objetivo de quebrarlos emocionalmente para que denuncien el paradero del perseguido; por ejemplo, a la hermana de un militar acusado de conspirar contra el gobierno la detuvieron en su casa y la mantuvieron ocho días presa, le mostraron una foto de su hijo de cinco años y le dijeron que si no confesaba dónde estaba su hermano le cortarían un dedo (hay varios casos parecidos, entre ellos el de la activista Rocío San Miguel, detenida junto con parte de su familia e incluso su exmarido, un empresario sin actividad política con el que ya no tenía ninguna relación).2
Sin embargo, no es un régimen policial total, con sus campos de concentración y su Stasi; uno puede estar tomando una cerveza en la terraza de un bar con un grupo de académicos y miembros de ONG que se ríen de Maduro y cuestionan al gobierno en voz alta sin mayores temores. A diferencia de las sociedades que atravesaron largas dictaduras, donde la gente baja instintivamente la voz cuando cuestiona al presidente, en Venezuela las críticas no se murmuran; se gritan. Al mismo tiempo, muchos se cuidan de expresar esas mismas críticas en grupos de Whatsapp, porque hubo casos de detenidos a los que les mostraron conversaciones interceptadas. Es habitual que la gente borre los mensajes cada una o dos semanas; puede ocurrir que la policía, en un control aleatorio, te pida el teléfono, te obligue a desbloquearlo y se ponga a leer. “Yo, cada vez que viajo, borro todo, porque en una época lo hacían mucho en los aeropuertos”, me cuenta un sociólogo caraqueño que viaja regularmente a Colombia.
También persisten, aunque arrinconados, espacios de libertad. Venezuela, insistamos, no es una dictadura clásica. Además de gobernadores y alcaldes de la oposición, hay marchas y manifestaciones, absolutamente prohibidas en los Estados dictatoriales. Resultaba curioso observar a los candidatos opositores, para la interna en la que resultó elegida María Corina Machado, recorrer el país en caravanas y actos, muchas veces multitudinarios, hablarles a los manifestantes, sacarse selfies, formular declaraciones ante los medios. Si uno no supiera que estaba en Venezuela, daba la impresión de que se trataba de una democracia plena. Por otro lado, no todos los dirigentes opositores van presos; el chavismo nunca se atrevió a detener a [Juan] Guaidó, por ejemplo, ni a Machado. Los grandes medios de comunicación cerraron o fueron alineándose con el chavismo, como Globovisión, que había apoyado el golpe contra [Hugo] Chávez y fue adquirido por empresarios cercanos al oficialismo, o Últimas Noticias, uno de los pocos periódicos impresos que aún circulan. Algunos medios digitales, como Efecto Cocuyo, el diario colombiano El Tiempo o el argentino Infobae, están bloqueados —hay que cambiar la VPN para poder acceder, algo que, por otra parte, todos los venezolanos aprendieron a hacer—. En 2023 se estrenó Simón, la película sobre un líder estudiantil detenido y torturado durante el ciclo de protestas de 2017, proyectada con tremendo éxito de taquilla en los cines del país. A diferencia de países como China, las redes sociales están habilitadas; Twitter, de hecho, se ha convertido en la principal arena pública venezolana.
Por último, el gobierno conserva la adhesión de un sector, minoritario pero significativo, de la población.
—¿Cuánta gente apoya convencida a Maduro? —le pregunto a Ricardo Sucre, un conocido analista político con una gran capacidad para desentrañar y explicar las complejidades de cada situación, mientras tomamos un café en una mesa sobre la vereda de una panadería en Caracas.
—Yo diría que el “chavismo de la convicción” oscila entre el 15 y el 20 por ciento. Después hay un apoyo más situacional, de gente que no está contenta con lo que está pasando, que reconoce la crisis económica, el colapso de los servicios públicos, todo lo que ya sabemos, pero que siente que un cambio de gobierno podría ponerla en una situación peor. Es gente que percibe con razón a la oposición como perteneciente a otra clase social y que siente que, si llegan, les van a quitar lo poco que tienen; los CDI [centros de atención médica integral de la Misión Barrio Adentro, muchos de ellos atendidos por médicos cubanos] están muy mal, las escuelas bolivarianas también, pero están ahí. Y es más el temor a que eso desaparezca que el malestar por la crisis. La idea de muchos es que no sólo vienen por Maduro, sino por nosotros.
—¿Pesa el amor por Chávez, el recuerdo de las misiones y los avances sociales?
—Sí, claro. La mayoría diferencia a Chávez de Maduro.
El caos
Muchas de las medidas y las políticas que dieron forma al singular sistema venezolano fueron respuestas tácticas, en general, pensadas como transitorias, pero que se convirtieron en permanentes. Como en el jazz, el gobierno improvisa sin ajustarse a un modelo previamente diseñado, una hoja de ruta o un proyecto revolucionario —como pueden haber sido el ruso, el chino, e incluso, con sus idas y vueltas iniciales, el cubano—, sino trazando un recorrido largo, tortuoso y, sobre todo, desordenado, muy desordenado.
Esto le imprime al régimen venezolano un último rasgo sobresaliente: el caos. Algunos autores lo definen como un “autoritarismo caótico”,3 un sistema en el que la voluntad autoritaria del gobierno choca contra la fragilidad del Estado y la debilidad de su burocracia, la ineficiencia y la corrupción. Como ya contamos, el Estado no puede asegurar su control sobre toda la población ni sobre la totalidad de territorio, de modo que el autoritarismo se mezcla con una tendencia al laissez-faire en el terreno de la delincuencia económica —el modelo dolarizador es inescindible de la economía ilegal— y una política de zonas liberadas a la violencia ciudadana, cuyo ejemplo más paradigmático es la autogestión del sistema penitenciario por las organizaciones criminales. El autoritarismo caótico supone que no hay una cadena de mandos perfecta que aplique un plan consistente, una autoridad central capaz de controlar verticalmente lo que pasa.4 Por eso, el caos no es un accidente ni un resultado no deseado, sino la paradójica condición de posibilidad de la estabilidad política y de la vigencia del modelo autoritario.
Debate, 2024. Este fragmento se publica con autorización del autor y de Penguin Random House Grupo Editorial.