Con la actualidad al cuello, este artículo intenta mirar más allá y desde más atrás. Analiza el “autoritarismo caótico” en que ha derivado el chavismo en estos últimos tiempos de Nicolás Maduro, pone el foco en su promesa conservadora de “paz social” y sus recientes concesiones al empresariado. A la vez, explica elementos de su peculiar mecanismo electoral.

Las que se suponía iban a ser las elecciones de la normalización democrática de Venezuela terminaron transformándose en el inicio de un nuevo descenso al abismo de la crisis política y el conflicto social. Al cierre de esta edición, masivas manifestaciones populares tomaban las calles de Caracas y otras ciudades del país, con miles de personas de los barrios populares bajando de los cerros y escenas de derribo de estatuas de Hugo Chávez que remitían a los finales agónicos de los socialismos del siglo XX. Hasta ahora relativamente pacíficas, daba la impresión de que en cualquier momento podían desbordar hacia un escenario violento, como el que atravesó el país en 2014 y 2017.

El origen de las protestas fue la declaración, tarde en la noche del domingo 28, del titular del Consejo Nacional Electoral (CNE), el exdiputado chavista Elvis Amoroso, de un triunfo de Nicolás Maduro por seis puntos de diferencia con el principal candidato opositor, Edmundo González Urrutia, y la apurada proclamación de la reelección del presidente, a la mañana del día siguiente.

En Venezuela el voto es electrónico, con respaldo físico. Es decir que cada persona elige su preferencia en una pantalla en la que figuran todos los postulantes y obtiene un recibo en papel, que mete en una urna. Una vez cerrada la elección, cada mesa envía los resultados a los dos centros totalizadores ubicados en Caracas. Los testigos de mesa (fiscales) obtienen una copia del conteo de cada mesa, de modo que puedan cotejar el documento en su poder con la información difundida, ver si los votos de la mesa X en la escuela Y que publica el CNE en su web coinciden con los del acta. Después, se abre la mitad de las urnas (unas 16.000) y se comprueba que los votos físicos coincidan con los de las actas.

En una elección democrática, los resultados no sólo tienen que ser públicos, también tienen que ser auditables. Hasta ahora, el CNE se limitó a la declaración genérica de su titular y no publicó los datos desagregados por mesa y por centro de votación, lo que impide realizar el cotejo. No se sabe, por ejemplo, cuántos votos sacó Maduro en uno u otro estado ni, insólitamente, qué candidato salió tercero (el titular del CNE se limitó a informar que “otros candidatos” obtuvieron, sumados, 4,2 por ciento). ¿Por qué no lo hizo? El CNE es una caja negra, pero fuentes consultadas para esta nota me explicaron que no dispone de todas las actas, por fallos en la transmisión, y que un porcentaje de las que tiene no son “mostrables”: aquellas en las que no había testigos de mesa de la oposición y el “resultado” enviado fue 100 a 0 a favor de Maduro. Sacando estas actas, que podrían llegar a representar el 15 o 20 por ciento de los votos, la diferencia a favor de Maduro se reduciría a cero o incluso podría terminar favoreciendo al candidato opositor.

La principal líder opositora, María Corina Machado, aseguró que su candidato obtuvo dos tercios de los votos, y construyó una página web en donde se han ido volcando las actas de los fiscales hasta reunir el 73 por ciento del total. Aunque pueda haber dudas, lo cierto es que, sin la información oficial, no hay forma de desmentirlo. Frente al intento opositor por demostrar con datos concretos su victoria, la página web oficial del CNE sigue caída. El gobierno atribuye la demora en la difusión de los datos desagregados a un hackeo originado en Macedonia del Norte, sin ofrecer mayores detalles y aunque la transmisión de las actas no se concreta en internet sino a través de líneas independientes, por lo que, según los expertos, habría sido necesario intervenir una por una.

La mecha

El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, el gobierno de México –en un comunicado de su cancillería–, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, y el de Chile, Gabriel Boric, igual que otros expresidentes progresistas como Ernesto Samper (Colombia) y Leonel Fernández (República Dominicana), todos reclamaron, palabras más o menos, que el CNE publique los datos detallados. Lo mismo el Centro Carter, convocado por el chavismo como observador independiente, un organismo que en el pasado jugó un rol muy constructivo en las elecciones venezolanas (fue, por ejemplo, el que validó el triunfo de Chávez en el revocatorio de 2004 a pesar de las denuncias de fraude de la oposición).

Sin la información desagregada, el resultado sigue en el aire. Si se comprueba la manipulación de los datos, el chavismo habría cruzado una nueva línea roja. La elección se desarrolló en condiciones que, en el mejor de los casos, pueden ser calificadas de semicompetitivas. La principal candidata, Corina Machado, fue inhabilitada. Cuando quiso designar a una sucesora, una filósofa de 70 años que no había ocupado ningún cargo público, también fue prohibida, esta vez por un trámite administrativo que se ejecutó sin fundamentación. González Urrutia fue inscripto sobre la hora, luego de una negociación con el gobierno, y la campaña se desarrolló de manera muy desigual, con todo tipo de obstáculos, desde los más graves (decenas de activistas y organizadores opositores detenidos) hasta los más banales (Machado tiene prohibido desplazarse en avión). Maduro aparece en el tarjetón electoral 13 veces y el candidato opositor, una sola.

Pero el gobierno bolivariano, que en su larga historia en el poder cometió todo tipo de atropellos, nunca había falseado los resultados de una elección nacional. Chávez las ganaba en buena ley, en 2013 Maduro se impuso por una diferencia mínima pero verificable (a pesar de lo cual la oposición denunció fraude) y en 2018 no lo necesitó porque la oposición mayoritaria decidió no presentarse (en buena medida porque sus principales referentes estaban proscriptos). Si las sospechas de fraude se confirman, el chavismo estaría dándole una vuelta más al torniquete autoritario que viene aplicando al menos desde 2015, cuando la oposición ganó las elecciones y obtuvo una mayoría calificada en la Asamblea Legislativa que el gobierno anuló de facto mediante una serie de maniobras con el Tribunal Supremo de Justicia y la convocatoria a una confusa Asamblea Constituyente.

En mi libro Venezuela. Ensayo sobre la descomposición (Debate, 2024) describo en detalle el proceso de desdemocratización que viene atravesando el país e intento avanzar en una caracterización del tipo de régimen, que no es una dictadura clásica, con los tanques ingresando en la Casa de Gobierno y la anulación fulminante de los poderes públicos, pero tampoco, evidentemente, una democracia. Es un sistema que se fue construyendo a los tumbos y que no es producto de una hoja de ruta revolucionaria, como pueden ser los socialismos de la Unión Soviética, China y, con sus idas y vueltas, Cuba, sino un dispositivo que se abre y se cierra, que tiene momentos más democráticos y otros más autoritarios, que es plástico y que juega permanentemente con la hibridez y el recurso a una ambigüedad cínica: lo llamo autoritarismo caótico.

Pero el giro autoritario es sólo una de las puntas del triángulo que conforma la tragedia venezolana. La segunda punta es la crisis económica. Consecuencia de una serie de políticas adoptadas desde el comienzo de la era Chávez (aumento constante del déficit fiscal, incremento de la deuda externa, estatizaciones improductivas), el PIB se redujo a un cuarto en el breve lapso de cinco años: no hay en la historia del capitalismo contemporáneo registro de un desplome de esta magnitud sin que medie una invasión o una guerra. Venezuela sufrió dos hiperinflaciones, se vio obligada a semidolarizar su economía (la dolarización endógena de la que habla Milei) para estabilizar mínimamente su moneda, y expulsó a siete millones y medio de personas, el signo más visible de la tercera punta del triángulo, que es la catástrofe social. El país del socialismo del siglo XXI es hoy uno de los dos o tres más desiguales de América Latina. Mi tesis, que analizo con profundidad en el libro, es que el giro autoritario es responsabilidad de Maduro pero que la debacle socioeconómica es culpa de Chávez (aunque le haya tocado a Maduro lidiar con sus efectos).

Estabilidad

A pesar del panorama posbélico que ofrece hoy Venezuela, nada indica que el gobierno esté dispuesto a abandonar el poder, ni siquiera forzado por las circunstancias. El costo de salida es muy alto, porque no se limitaría a dar un paso tranquilo a la oposición parlamentaria con la expectativa de volver al poder en unos años, sino a una perspectiva más oscura de cárcel o exilio.

Por eso Maduro no se mueve, y por eso la capacidad de incidencia de la comunidad internacional, incluso de aliados como Lula y Petro, es limitada. El chavismo atravesó una etapa de aislamiento diplomático extremo entre 2017 y 2019, presionado por el Grupo de Lima y sancionado por la Unión Europea y Estados Unidos, cuyo presidente de entonces, Donald Trump, evaluó un “ataque quirúrgico” que sus asesores militares lo convencieron de no concretar. En aquel momento, el peor de la historia reciente de Venezuela, con la economía desabastecida (era la época de la escasez de papel higiénico y pasta de dientes) y la producción petrolera reducida a mínimos históricos (400.000 barriles diarios, contra tres millones en su pico máximo), Maduro, pese a todo, aguantó: produjo un ajuste ortodoxo, comenzó a abrir la economía (en una especie de perestroika tropical que se mantiene hasta hoy) y construyó una red de aliados internacionales que persiste, ampliada y mejorada: además de Cuba y Nicaragua, incluye grandes potencias –China, Rusia y más recientemente India– y potencias intermedias como Irán y Turquía, cuyos envíos de combustible, repuestos para la industria petrolera y alimentos resultaron cruciales para capear la crisis.

La Fuerza Armada Nacional Bolivariana se mantiene leal. El esperado quiebre, mil veces anunciado por la oposición, nunca se produjo. Sucede que los militares no son un aliado o un apoyo del gobierno sino parte inherente al dispositivo bolivariano. Controlan resortes estratégicos de la gestión (puertos, policía, aeropuertos, petróleo, acero, fronteras) y están capilarmente distribuidos a lo largo del Estado. Por ejemplo, se ocupan de la provisión minorista de gasolina, clave para la supervivencia cotidiana. “En una bombona cerca de mi casa –me contó un periodista venezolano que vive en el este de Caracas– se vende gasolina a precio subsidiado, que es muy barato: llenas el tanque con menos de tres dólares. La fila, como te imaginarás, es eterna. Pues bien: los militares inventaron una fila paralela, a un precio mayor, digamos diez dólares, pero que va más rápido, con lo que te evitás una espera que puede ser de dos o tres horas. Son militares de rango bajo, tenientes, capitanes. Imaginate la pequeña fortuna diaria que significa para ellos, y el temor a que caiga el gobierno y se acabe el negocio. Este tipo de cosas ayudan a consolidar el apoyo”.

La economía, además, ha mejorado. La dolarización profundizó la desigualdad, pero permitió recuperar el crecimiento (se estima que el PIB crecerá cuatro por ciento este año), habilitó islas de consumo de hiperlujo (en un contexto de precios altísimos, que hace que cenar en un restaurante de Caracas sea más caro que hacerlo en Madrid o París) y dio pie a un boom de emprendedurismo popular que demuestra que Venezuela no es ajena a las grandes tendencias del capitalismo actual y que algunos analistas creen que podría cambiar la histórica cultura rentista del país. En todo caso, como reflejo político de esta bonanza, reciente y acotada pero concreta, el gobierno recompuso su relación con el empresariado nacional (incluyendo a su principal organización, Fedecámaras), al que últimamente le ha hecho varias concesiones, desde la eliminación del impuesto a las grandes transacciones financieras a la silenciosa reprivatización de algunas empresas.

Más que un gobierno u otro, el interés del capital venezolano pasa por mantener el cuadro de estabilidad macroeconómica y paz social logrado en los últimos años, expectativa que, por otra parte, coincide con la de buena parte de la sociedad, que sufrió en carne propia los dos grandes ciclos de protestas sociales, contempló el derrumbe de la economía, vio derretirse el hielo de las heladeras con los apagones y llora por las familias rotas por la migración. De hecho, el eje de la campaña de Maduro no fue la lucha por la igualdad o la reivindicación de las políticas sociales sino la promesa conservadora de paz y estabilidad.

Cómo sigue

Resulta difícil, a dos días de la elección [este artículo se terminó de escribir el martes 30 de julio] y en un panorama en permanente cambio, arriesgar pronósticos sobre el futuro inmediato de Venezuela. Si el CNE finalmente difunde las actas de votación y la victoria de Maduro se comprueba, los organismos de verificación la aceptan y al menos parte de la comunidad internacional la convalida, el chavismo habrá dado otro paso en el camino de normalización que había comenzado a recorrer hace dos años. Pero si sigue retaceando la información y las sospechas de fraude se verifican, el país ingresaría en una nueva era institucional de autoritarismo abierto, que podría llevar a un nuevo impasse político y a una agudización aún mayor del conflicto social.

José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.