Los acontecimientos están siempre en desarrollo. No importa cuándo los enfoquemos en medio del desenfoque permanente de nuestra atención. “Se espera la respuesta de Irán” ante el asesinato en su capital del líder máximo de Hamas. Así como antes se había aguardado por la reacción de Israel al lanzamiento de cohetes desde el sur del Líbano. En el barrio, se espera el devenir de la crisis venezolana, así como antes se contenía la respiración ante la noche electoral y después se seguía con atención el rosario de reacciones de los gobiernos amigos y enemigos de Caracas. No puede establecerse una fecha exacta para una construcción social y mucho menos para un desmoronamiento. Se colocan hitos que no son otra cosa que subrayados. Trazos de un marcador fluorescente sobre un lienzo que es, en esencia, opacidad. El periodismo intenta proponer un modo de entender a medida que todo transcurre. Muchas veces no es más que una mano que se pasa por el vidrio empañado. Deja por un instante un semicírculo que permite entrever algo. Luego la diferencia de temperatura entre el punto de vista propio y lo que sucede afuera vuelve las cosas a su sitio. A partir de ahí el camino es sinuoso. La recepción de lo emitido se vuelve parte de un cóctel de muchas otras cosas, desde ideas preconcebidas hasta comentarios casuales. Lo que pensamos de un acontecimiento también puede ser un acontecimiento en desarrollo. Aunque para segmentarlo se requiera más tiempo y sedimento, hay momentos, situaciones, que hacen mutar las percepciones. Entonces el humor social cambia y el anuario da vuelta una página que puede pesar décadas.
Ante eso, la tregua olímpica. Una pausa en el golpear caótico contra las paredes del flipper. De modo artificial, el tiempo, ya sin articulaciones que lo segmenten, encuentra un episodio global y artificial que lo contiene. El mundo mira hacia la ciudad sede. Mira y se mira. En París 2024 se embarca en el bateau mouche que lleva por el Sena los escombros de la idea del Estado-nación. Ilusa ilusión de que ese uniforme, esa bandera sostenida por dos abanderados, ese instante de la transmisión internacional que multiplica agudos grititos de viaje de egresados, representa la vieja comunidad imaginada. Son escasos los gestos políticos: la delegación de Argelia lanzando flores al Sena en homenaje a los independentistas asesinados en ese mismo río, la seriedad casi hierática del mermado equipo palestino, los deportistas de Níger haciendo la venia en referencia a la junta militar que adelgazó la presencia francesa en el Sahel. Ante la saturación de todo lo demás, casi no se notan. Ajeno a las excepciones, el espectador se abandona a la nostalgia desmedida por la metáfora. Quizá por eso importa tanto una ceremonia.
La que abrió los juegos de París 2024 se vio, en general, en diferido. Su horario encontró al Río de la Plata en pleno día laboral. Eso implica que, para muchos, llegó antes la glosa que el soneto. La pelea en redes sobre la cosa precedió a la cosa misma. E incluso cuando se intentó ir a las imágenes, por ese efecto de sucedáneo pasado de fecha que tiene el diferido, se miró apenas el fragmento y casi nunca la película completa.
Entonces, lo que había comenzado con una sucesión de cuadros al borde del río, lo que enmarcaba el devenir de las delegaciones en partes perfectamente guionadas, con reafirmación y cuestionamiento en porcentajes bastante equilibrados, se desordenó en el caos de la polémica. Para limitarnos a lo más comentado: la complejidad de la ceremonia se redujo a la simplificación interesada del festín queer de un panzón Baco celeste. Los acontecimientos en desarrollo se detuvieron. El episodio cuestionado, que ocurrió en un puente, dejó a los bandos en orillas opuestas del Sena. Se lo festejó desde la rive gauche imaginando la urticaria de los votantes de Marine Le Pen ante todo lo que odiaban y temían. La rive droit los etiquetó enseguida como los “juegos woke”, la degenerada puesta en escena de “la agenda 2030”.
Es en ese sentido que hablamos de tregua olímpica. No porque haga que los bandos en pugna de la guerra cultural -por llamarlos y llamarle de alguna manera- hagan una pausa en un enfrentamiento que abarca desde las vacunas hasta la educación sexual en las escuelas. Es tregua porque detiene el fluir incesante de los acontecimientos que hasta ese momento iban en todas direcciones -sin que hubiera un ágora definida- y fija un escenario. Permite, durante un mes, mirar hacia ese tatami con la seguridad de que los otros -al menos los otros que importan, que son los del otro lado del río- también están mirando, y presentar combate.
Es inútil plantear que el verdadero problema de París 2024 no es el cuadro queer de la ceremonia inaugural. Que la problematización política de un evento de este tipo está en el impacto urbanístico a futuro de las infraestructuras (ver los múltiples videos disponibles en Youtube sobre los yacimientos abandonados de los estadios de Atenas 2004 o Río 2016), en la paradoja de los auspicios (cadenas de comida chatarra en los Juegos Olímpicos, casas de apuestas en la Eurocopa o la Copa América) o en la pregunta de por qué no se permite participar a Rusia y se acepta la presencia de Israel, por poner solo tres ejemplos.
Como acontecimiento global sería deseable que también fuera una tregua en otro sentido. Imaginar que permite, a los enemigos del Estado, darse cuenta de la importancia de los apoyos estatales para la obtención de logros deportivos. O, para quedarnos en la París del Plata, imaginar que erosiona prejuicios libertarios con el primer oro obtenido para Argentina gracias a las piruetas del BMX freestyle de alguien llamado Maligno que nació en Bolivia y hace de su triunfo un desborde de patriagrandismo (al dedicarlo en vivo a “todos los latinoamericanos”). Si pensamos en Uruguay, la tregua podría conectar con un acontecimiento ocurrido lejos de las páginas de deportes: la muerte en la pobreza, en Salto, de la hija nonagenaria de uno de los héroes de la era dorada del fútbol celeste, Leandro Andrade. Debería hacernos pensar en las dificultades de esta sociedad de renta media para abordar la problemática de la vejez con dignidad para el total de sus habitantes.
Los acontecimientos están siempre en desarrollo. Miran de reojo desde la tapa de un diario o desde la captura de pantalla. Desde el análisis profundo o desde la fake conspiranoica. Se necesita una tregua olímpica real -y lo más duradera que aguante nuestra impaciencia- para que la forma de relacionarnos con lo real no sea una figura desquiciada amplificando el grito. Aunque el meme resulte divertido, a la larga daña. Como la comida chatarra.
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.