El envío uruguayo a la Bienal Internacional de Arte de Venecia vuelve a estar en un gran nivel, luego de algunos años decepcionantes. Situado entre los de Francia y Australia (León de Oro 2024), el pequeño pabellón propio de Uruguay, raro lujo no siempre bien aprovechado, no desentona entre los gigantes que tiene por vecinos en la zona principal de Jardines.
A contrapelo de la tendencia de esta edición número 60, Latente1, de Eduardo Cardozo, es una inmersión sensible en el Renacimiento veneciano. La diana a la que apunta el artista es El Paraíso (1579), de Jacopo Comin, el hombre de los dos apodos: Robusti, por la fuerza de su padre, y Tintoretto, como lo conocería la historia del arte. El diálogo no fue con la obra monumental que puede verse en el Palacio Ducal, sino con el boceto que se conserva en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, recientemente restaurado. Nótese que se acaba de decir la palabra maldita del comentario sobre las artes plásticas, por lo tantas veces repetida y en consecuencia vaciada de sentido: diálogo. Lo que hay en Latente es otra cosa. No es una conversación académica. Tiene algo de ancestral que se hunde como un cuchillo en la garganta de quien se anima, desde la creación propia, a mirarse en ese universo de lava ardiente que es la tradición de un arte, cualquiera que sea. Pero sin enmudecer.
Ingresar en el pabellón es ingresar a una reconstrucción mental del estudio de Cardozo. No es una materialidad literal sino una atmósfera, sobria e intensa a la vez, formada por una pared de telas que alude al dolor y al sudor del trabajo manual que es intrínseco a la pintura. También hay otras texturas. Al comienzo no se entiende del todo lo que son, hasta que se comprende que se trata del dorso de los cuadros de Cardozo situados exactamente enfrente de su interpretación de la obra de Tintoretto. Como si ante la evocación del maestro el artista del presente tuviera pudor de colocar su obra propia visible al visitante.
Para la pared principal de la instalación, Cardozo preparó con paciencia las tintas que recrean los tonos que usaba Tintoretto. Con ellas pintó los materiales que fue torsionando y colocando en el espacio hasta hacerlos coincidir, en su carácter abstracto pero en el lugar preciso, con las vestimentas de los personajes de El Paraíso. Les dio volumen escultórico (podría decirse) ante la imposibilidad humana de reproducir la genialidad de la perspectiva tintorettiana en el plano. Le dio abstracción ante la derrota segura de espejarse en la figuración que lo precedía. No se trató nunca de medirse, sino de rendirse para que de ahí emergiera algo nuevo. Por eso el resultado le debe mucho al carácter de navegación mar adentro de sí mismo que se planteó Cardozo. No en vano, mientras lo usual es aprovechar cada instante de los días que se está en Venecia durante la inauguración para recorrer los otros pabellones, Cardozo hizo una peregrinación laica, iglesia por iglesia, para reencontrar la obra de Tintoretto en los lugares para los que fue pensada. Odisea homérica que necesariamente culmina, kavafianamente, en la Madonna dell’Orto, donde está la Presentación de la Virgen en el templo (1556) y la propia tumba de Tintoretto (1518-1594). “Extranjeros en todas partes” es el lema general de este año. Pese a ir, en apariencia, a contrapelo del rumbo de la mayoría de los pabellones presentes en Venecia, Cardozo lo entendió a la perfección. Así, desde la extranjería esencial de todo artista, fue a buscar fragmentos de su patria al torbellino del pasado más contemporáneo.
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Curadora: Elisa Valerio. Colaborador: Álvaro Zinno. Asesora en restauración: Mechtild Endhart. Comisario: Facundo de Almeida. ↩