En un reciente artículo publicado en El País de Madrid, Martín Caparrós –el mejor cronista vivo de la generación que se está eclipsando– planteaba, con provocadora ironía pero desamparada sinceridad, que “si la CIA, la KGB y los secretos servicios secretos chinos lo hubieran preparado con toda su presumida inteligencia no les habría salido tan bien: la campaña de destrucción de la izquierda mundial que encaró hace unas décadas la supuesta izquierda latinoamericana es un éxito implacable”1. Dialogaba de manera expresa con Carlos Manuel Álvarez –el mejor cronista vivo de la generación que surgió del renacer de la crónica en los años 2000–, quien, en el mismo periódico, también abordó el impacto de la debacle venezolana y de los autoritarismos conexos en las izquierdas del continente2.

Es verdad que hay casos de éxito, como el de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil o el de Claudia Sheibaum en México, nada menos que en los dos países más poblados del sur del río Bravo. Pero también es cierto que desde el proceso electoral fraudulento llevado adelante por Nicolás Maduro en Venezuela3 hasta los recientes escándalos que tienen como protagonista al exmandatario argentino Alberto Fernández4, pasando por la asfixia de la oposición de todo signo perpetrada por el nicaragüense Daniel Ortega, la agenda de actualidad se ha venido atragantando en la glotis de las fuerzas transformadoras latinoamericanas. Obligadas “a decir” por sus rivales políticos, que ven en Venezuela un jugoso bocado, las dos lengüetas de la fonación política –el archivo y la propuesta– se traban. ¿Cómo seguir emitiendo discurso y generando acción política de izquierda si parece que la voz se ha perdido junto con la iniciativa? El mandatario chileno, Gabriel Boric, optó por vibrar en una cuerda nueva. Sus colegas de Brasil y Colombia eligieron el camino más arduo de negociar. Pero ambas opciones son contingentes. Ni Maduro les ha hecho mayor caso5 ni Ortega se ha privado de tratar a Lula de lacayo6. La pregunta es qué pasa con el fondo.

Caparrós dice que ser de izquierda en la actualidad, en términos socioeconómicos, no es muy distinto de lo que fue siempre: querer “una sociedad donde todos tengamos lo que necesitamos y nadie tenga exageradamente más” y militar por explicarlo a los demás. Para Carlos Manuel Álvarez, cubano de 35 años, disidente por fuera de todas las etiquetas, ser de izquierda también implica, hoy, “defenderse de los que usan el nombre” de la izquierda. Defenderse de Maduro, por ejemplo.

El valor agregado de ambos textos es que buscan salir de la contingencia venezolana para ir a la pregunta esencial sobre la existencia, o no, de una potencialidad transformadora en las herramientas políticas que se dan a sí mismos los sectores populares de los países de la región. Y la encuentran incluso en trayectorias que no se perciben como izquierda (“un conservador también puede capturar el ethos de la revuelta, más poderoso que la doctrina”, dice de forma polémica Carlos Manuel Álvarez respecto de la opositora venezolana María Corina Machado). A esto se podría agregar las mutaciones progresistas de viejas maquinarias expertas en espejismos, como nos han mostrado las distintas variantes del peronismo.

En este número se presentan otros caminos contestatarios, quizá de izquierda, en el mundo real: la peculiarísima variante alemana, que algunos analistas no dudan en tildar de “antiprogresista”, la lavada versión del laborismo británico que gana elecciones perdiendo espesor y la rara mutación panafricana.

¿Y qué pasa con el caso uruguayo? Ni Caparrós ni Álvarez lo mencionan, quizá como consecuencia de la variedad de sabores que estuvieron disponibles en la confitería de los progresismos durante las dos décadas pasadas. Ahí Uruguay ofreció apenas lo más clásico, mientras alrededor se exhibían los manjares más variados (aunque algunos de los ingredientes estuvieran, a veces, rancios, contaminados o procesados de forma artificial).

Sin embargo, ningún análisis sobre supervivencia o colapso estará completo si no se observa hacia esta banda del Río de la Plata. Si esta izquierda sobrevivió al meteorito de la caída del muro de Berlín (que paradójicamente marcó su llegada al poder, en lugar de su extinción), ¿está sobreviviendo también a la erosión que le imprimen los autócratas de su familia ampliada?

Para considerar el caso uruguayo primero habrá que aceptar el desvío de la escala (en cierto modo, todo es más fácil en una penillanura de tres millones de habitantes), la ventaja de correr en una pista predominantemente laica, y la ausencia de grandes recursos naturales que la pongan en la conversación de los intereses globales. No es poco para forjar una singularidad. Quedan entonces dos factores centrales que quien mire desde afuera tendrá que tomar en cuenta para entenderla: la profunda imbricación con el movimiento sindical y la trayectoria unitaria. Quizá, incluso, lo segundo sea consecuencia de lo primero. Baste un caso testigo: la dificultad de la España de dos centrales sindicales para sostener en el tiempo una formación política de centroizquierda. Cría perfilismos y te arrancarán los ojos.

Fustigada por sus rivales políticos (que han apelado a la etiqueta de “FA-PIT” para vincular al Frente Amplio con el Plenario Intersindical del Trabajadores), esta sintonía de clase no sólo parece sacada de los manuales de marxismo, sino que, en cierta manera, ofrece un natural cable a tierra para la acción política (no exento de contradicciones, como lo demuestra el plebiscito de la seguridad social). Por un lado, evita que las discusiones del mundo exterior predominen por sobre asuntos terrenales como el salario o las condiciones de vida que se regulan mediante políticas públicas. Por otro, el propio carácter federado del movimiento obrero recuerda que los liderazgos, para ser verdaderos, están obligados a una revalidación permanente. La asamblea, la movilización, la negociación y, cuando todo lo demás fracasa, la huelga están siempre enredados con lo real, incluso con sus tropezones y burbujas autocomplacientes. La existencia de un movimiento sindical sano, parece decirles a los uruguayos el espejo argentino, resulta esencial para una izquierda política sana. Lo suficientemente sana en lo general (y más allá de luces amarillas como la proliferación artificial de subsectores que se parecen más a la búsqueda de bancas que a la existencia de variantes reales de propuesta política) como para mantener una caparazón que la defiende de las esquirlas de los desastres del madurato, que tanta munición les ha dado a las derechas. Quizá sea por esa buena salud que la izquierda de esta banda, en su demicentenaria alianza con el centro, se encuentre en seria disputa por el gobierno.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.


  1. “La izquierda ha muerto, viva la izquierda”, El País, Madrid, 14-8-2024. 

  2. “La piedra venezolana en el zapato de la izquierda”, El País, Madrid, 4-8-2024. 

  3. Ver la cobertura de portada “Venesola”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, agosto de 2024. 

  4. “El expresidente argentino Alberto Fernández fue imputado por violencia de género contra su expareja”, la diaria, 9-8-2024. 

  5. “El Tribunal Supremo de Venezuela confirma la victoria de Nicolás Maduro en las elecciones del 28 de julio”, Agencia Efe, 22-8-2024. 

  6. “Nicaragua: Daniel Ortega criticó a Lula y Petro por sus posturas sobre las elecciones venezolanas”, la diaria, 26-8-2024.