La crisis política abierta en Venezuela tras la decisión del gobierno de Nicolás Maduro de anunciar un resultado electoral que no puede justificar es un problema para la izquierda latinoamericana, pero también para la democracia.
Para la izquierda, es un problema porque Venezuela fue, sobre todo en los primeros años del siglo XXI, algo así como un faro. Con su temprano triunfo en las elecciones de 1998, Hugo Chávez se convirtió en el padre de la estirpe de presidentes progresistas y en el autor intelectual de un modelo de promesa, la reforma constitucional refundacional, que luego seguirían, en Bolivia y Ecuador, Evo Morales y Rafael Correa (la otra promesa, la lulista, ofrecía mayor continuidad con la etapa anterior).
Dotado de un carisma fuera de serie y de una ambición a la altura de las fabulosas reservas petroleras de su país, Chávez le devolvió la esperanza a una izquierda deprimida tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética, y desencantada por la vacuidad de la “tercera vía” de Tony Blair.
Sin embargo, después de obtener su reelección con el 60 por ciento de los votos, cuando comenzó a hablar de socialismo, por más que le agregara el apellido “del siglo XXI”, ya se estaba yendo un poco para el lado de los tomates. Nadie le creyó mucho a Chávez, y los gobiernos de izquierda más sensatos lo dejaron hacer. Luiz Inácio Lula da Silva y Néstor Kirchner, desde Brasil y Argentina, incluso impulsaron el ingreso de Venezuela al Mercosur, aunque haciendo trampa (Paraguay, que hasta el momento había bloqueado la incorporación bolivariana, fue suspendido del bloque con el argumento de que el impeachment contra Fernando Lugo había roto la cláusula democrática). La tesis, aceptada incluso por Estados Unidos, era que la mejor manera de contener a Chávez era tenerlo cerca. “Nosotros lo manejamos”.
Pero lo central es que, durante esta etapa, a pesar de todos sus enormes problemas institucionales, Venezuela seguía siendo una democracia: la foto que ubicaba en el mismo escenario a Chávez, Lula, Kirchner, Rafael Correa, Evo Morales y Tabaré Vázquez [de Uruguay] era la foto de una misma familia, disfuncional pero unida.
Esa foto está rota. El giro autoritario iniciado por Nicolás Maduro en 2015, cuando le arrebató a la oposición el control de la Asamblea Nacional, y coronado en las elecciones presidenciales del 28 de julio, pone a Venezuela en una escena completamente distinta. Sucede que, más allá de sus dificultades, todos los países latinoamericanos siguen siendo democracias (incluso si, como en el caso de Bolivia, sufrieron una interrupción institucional producto de un golpe de Estado). Venezuela ya no; lo que la ubica en el pequeño club que integran Cuba y Nicaragua, los otros dos regímenes autoritarios de América Latina.
Para el progresismo es un problema, sencillamente porque los tres países se reivindican de izquierda, algo que la derecha se ocupa de recordar cada vez que se acerca una campaña electoral; y también es un problema porque ninguno de estos países puede mostrar grandes éxitos socioeconómicos: el producto interior bruto (PIB) venezolano se redujo a un cuarto en la última década, Nicaragua registra índices de pobreza superiores al 80 por ciento y Cuba atraviesa la crisis económica más profunda desde el Período Especial (y sólo en este último caso la situación es atribuible al bloqueo de Estados Unidos). El fracaso de estas tres experiencias contrasta con los éxitos económicos de los gobiernos de izquierda más moderados y con los milagros transideológicos de Panamá y República Dominicana, de la que se habla poco pero que constituye la economía latinoamericana de mayor crecimiento de los últimos 50 años (si en los años 1960 el país tenía más o menos el mismo PIB que Haití, hoy iguala a Venezuela… con un tercio de sus habitantes)1.
Negacionistas, críticos y equilibristas
Frente a la evidencia del giro autoritario venezolano, la izquierda reaccionó dividida. Cuba y Nicaragua reconocieron rápidamente los resultados, y un pequeño núcleo de intelectuales sigue defendiendo la “victoria” de Maduro, aunque pasan los días y cada vez encuentran más dificultades para explicar lo inexplicable. ¿Por qué, un mes después de las elecciones, todavía no se conocen los datos desglosados por mesa y centro de votación? ¿Por qué, si el Consejo Nacional Electoral entregó las actas al Tribunal Supremo de Justicia, que convalidó los resultados tras una investigación en la que participaron técnicos vestidos de astronautas que manipulaban las papeletas en unas bolsas de plástico, no las hace públicas? ¿Por qué no las difunde el partido oficialista, como hizo en elecciones anteriores? ¿Por qué el Centro Carter, convocado por las autoridades venezolanas por su rol imparcial en otros comicios, esta vez denunció que la elección “no cumplió los estándares democráticos”, y por qué la jefa de la misión dijo que, en base a un cotejo parcial de las actas, el ganador fue el candidato opositor? ¿Por qué el panel de expertos de Naciones Unidas, también invitado por el gobierno, se pronunció en el mismo sentido?
Otro sector de la izquierda latinoamericana, liderado por el presidente chileno Gabriel Boric, denunció desde el primer momento la manipulación de los resultados (en el caso de Boric, la contundencia de su posición probablemente se explique por el hecho de que no tiene una relación previa con el chavismo y por la casualidad de que el primer informe que documenta la violación a los derechos humanos en Venezuela fue escrito en 2018 por Michelle Bachelet, que integra su coalición de gobierno).
El tercer grupo, el más relevante, es el que encabezan Lula y [el presidente de Colombia] Gustavo Petro. Luego del fallo de la Justicia venezolana ratificando el “triunfo” de Maduro, ambos presidentes emitieron un comunicado en el que, midiendo cada palabra, reclaman “la publicación transparente de datos desglosados y verificables”. Con su posición, que es básicamente la misma que vienen sosteniendo desde el comienzo y la que adoptaron también otros actores importantes –como [la expresidenta argentina] Cristina Kirchner–, Lula y Petro buscan mantener la presión sobre Maduro sin quemar los puentes.
Es lógico: por un lado, romper los últimos lazos que unen a Venezuela con las democracias latinoamericanas crearía incentivos para un endurecimiento del régimen y cerraría definitivamente las chances de una negociación. Por otro, ambos países tienen intereses bien concretos que cuidar: el gobierno de Colombia, donde viven casi tres millones de venezolanos, quiere evitar una nueva estampida migratoria, como la que se produjo tras la represión de 2017, y necesita el apoyo de Venezuela para llegar a un acuerdo de paz con el Ejército de Liberación Nacional, en tanto que Brasil también quiere frenar la llegada de más migrantes y depende de la cooperación de Venezuela para mejorar la seguridad en la frontera.
Teodoro Petkoff: in memoriam
Conocí a Teodoro Petkoff en diciembre de 2005, en un almuerzo en Caracas organizado por el periodista venezolano Boris Muñoz, y volví a verlo varias veces a lo largo de los años. En 2007 lo fui a buscar al aeropuerto de San Pablo para llevarlo en auto a Caxambú, una pequeña ciudad termal donde ofreció una conferencia magistral para los cientistas sociales brasileños.
Economista por la Universidad Central, Petkoff militó en el Partido Comunista y luego se sumó a la guerrilla bajo las órdenes del mítico comandante Douglas Bravo. Fue capturado dos veces y las dos veces se escapó: la primera se tomó medio litro de sangre de vaca, logró que lo internaran en el Hospital Militar y huyó descolgándose por una ventana del séptimo piso; y la segunda escapó del cuartel San Carlos a través de un túnel.
En 1969 publicó su libro-huracán, el célebre Checoeslovaquia. El socialismo como problema2. Tomando nota de la represión de la revuelta húngara de 1956, del fracaso de la experiencia insurreccional venezolana y del ingreso de los tanques rusos a Praga en 1968, Petkoff denunciaba, en 150 páginas de estilo borgeano, la burocracia, la estatización y el totalitarismo soviéticos… varios años antes de que el eurocomunismo irrumpiera como intento de conciliar socialismo y democracia. Pero, como diría Octavio Paz, no hay nada más incómodo que una verdad pronunciada antes de tiempo: el libro convirtió a Petkoff en un traidor a la causa de la revolución, a punto tal que [el expremier soviético] Leonid Brezhnev lo ubicó en la selecta lista de “enemigos del pueblo”, al lado de León Trotsky y otros herejes, en el XXIV Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética.
En 1971, Petkoff fundó el Movimiento al Socialismo (MAS), de orientación socialdemócrata, con los fondos del Premio Rómulo Gallegos que le donó su amigo Gabriel García Márquez, fue dos veces candidato presidencial, diputado, ministro y luego creador y director del periódico Tal Cual. Convertido con los años en uno de los intelectuales más influyentes de la izquierda latinoamericana, Petkoff criticó desde el comienzo al chavismo, lo que no le impidió denunciar el golpe de Estado de 2002, al que llamó “pinochetismo light”. En un momento en que la ola progresista reinaba en América Latina, Teodoro solía diferenciar a las izquierdas que lideraron luchas antiautoritarias, como la brasileña o la chilena, de los desbordes de Chávez, al que definía como el mejor representante de la “izquierda borbónica”, aquella que, como la Casa Real, “ni olvida ni aprende”.
Democracias en peligro
Volvamos al presente. A pesar de los esfuerzos, parece difícil que Lula y Petro logren convencer a Maduro de avanzar hacia una transición negociada o una repetición de las elecciones, la última propuesta que rondó por los círculos diplomáticos. La explicación es bastante simple: no tiene motivos (y sí tiene, en cambio, mucho para perder). Como señalamos el mes pasado3, los tres factores que podrían desencadenar un cambio de gobierno no parecen verificarse: el chavismo no sufre un aislamiento internacional total, como el que enfrentó por ejemplo Sudáfrica en tiempos de apartheid, no enfrenta una movilización popular irrefrenable al estilo de las “revoluciones de colores” de Europa del Este, y mantiene el control vertical de las Fuerzas Armadas. En contraste, el costo de salida para una élite que disfruta de la comodidad del poder desde hace 25 años resulta demasiado alto.
Lo cual nos lleva a la segunda parte de esta nota. Venezuela no es sólo un problema para la izquierda latinoamericana, también es un problema para la democracia. Desde el fin del ciclo autoritario, los países de la región se han mostrado bastante atentos a la cuestión democrática, procurando, aunque no siempre con éxito, conjurar los intentos de golpe de Estado –Venezuela 2002, Honduras 2009, Bolivia 2019–, los golpes suaves –Bolivia 2008, Paraguay 2012, Brasil 2016– o la nueva moda trumpista de intentar tomar por asalto los poderes públicos –Brasil 2023–.
En contraste con estos bangs antidemocráticos, el chavismo llegó al poder mediante elecciones libres y se mantuvo ganando en las urnas durante una década y media, pero desde 2015 inició un proceso de desdemocratización cada vez más acelerado. Si la anulación de facto del triunfo opositor en las legislativas de 2015, la convocatoria a una Asamblea Constituyente tramposa en 2017 y el escenario de proscripción bajo el que se realizaron las presidenciales de 2018 ya habían hecho que el país cruzara la línea ardiente que separa una democracia de una no democracia, lo que sucedió el 28 de julio fue muy otra cosa. Hasta el mes pasado, el gobierno bolivariano se había permitido todo tipo de maniobras y engaños, pero nunca había cometido un fraude abierto en una elección nacional, nunca había sucedido que los venezolanos depositaran en las urnas una cosa para que de allí saliera otra distinta.
No es el único caso, ni el peor. En Nicaragua, Daniel Ortega, que en 2006 había regresado al gobierno en comicios democráticos, directamente les prohibió a los candidatos opositores presentarse a las últimas elecciones, tomó por la fuerza las alcaldías enfrentadas al sandinismo y produjo un cierre total del espacio público, incluyendo los medios de comunicación y las organizaciones de la sociedad civil. Y aunque hubo protestas, amenazas y sanciones, sigue en el poder, algo que Maduro debe haber observado bien antes de ordenar la votación de una ley que otorga discrecionalidad al gobierno para regular las organizaciones no gubernamentales (ONG) y otra, llamada Ley contra el Fascismo, Neofascismo y Expresiones Similares, que establece multas, inhabilitaciones y hasta penas de prisión a quienes difundan “mensajes de odio”.
Porque así es como mueren hoy las democracias; silenciosa, lentamente. En 2018, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt publicaron un libro, que se convirtió en un inesperado bestseller académico, donde sostienen que en el siglo XXI el “salto autoritario” no se produce de un único golpe fulminante, un pinochetazo o un 24 de marzo [fecha del golpe de Estado en Argentina, en 1976], sino a través de un proceso que comienza con quejidos apenas audibles y concluye, a veces muchos años después, en una autocracia. Es lo que pasó en Nicaragua, lo que está pasando en Venezuela y lo que podría pasar en otros países, no necesariamente gobernados por la izquierda. Pienso en la actual presidenta de Perú, en el estado de excepción que rige en Honduras y sobre todo en El Salvador, donde Nayib Bukele ingresó al Congreso rodeado de militares, copó el Poder Judicial y reformó la Constitución para reelegirse.
José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
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Pablo Sánchez Arizaleta, “República Dominicana, el país latinoamericano que avanza a más velocidad”, Center for Global Affairs and Strategic Studies, Universidad de Navarra, unav.edu, 26-1-2024. ↩
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Editorial D. Fuentes, reeditado por Monte Ávila en 1990. ↩
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José Natanson, País en descomposición, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, agosto de 2024. ↩