Tantos años temiendo ser Venezuela para terminar eligiendo a un gobierno que quiere convertir a Argentina en Perú. Pero ¿es tan así? ¿Es posible? Y antes que eso: ¿qué significa exactamente “ser Perú”?
Significa, en primer lugar, crecimiento alto y sostenido. Desde el inicio de las reformas neoliberales de Alberto Fujimori en 1990, y en particular desde la sanción de la Constitución de 1993, Perú creció, en promedio, 4,8 por ciento al año. Aunque últimamente el ritmo ha disminuido, el país se ubica a la cabeza de las economías latinoamericanas más dinámicas, por delante de Chile y sólo superada por el milagro de República Dominicana1. Las líneas generales del modelo son conocidas: apertura comercial (Perú firmó 17 tratados de libre comercio, incluyendo uno con Estados Unidos y uno con Asia-Pacífico), privatizaciones, desregulación y una obstinada prudencia fiscal cuyo principal garante es Julio Velarde, el presidente del Banco Central de Reserva, que en casi 20 años en el cargo vio pasar media docena de presidentes sin que los trazos básicos del diseño ortodoxo corrieran peligro. Esto puede ser visto de dos formas: como un signo de la estabilidad macroeconómica imprescindible para el crecimiento o como una demostración de que la voluntad política de la sociedad no encuentra la forma de incidir en el rumbo económico.
Si en la punta de la pirámide de la sociedad peruana habitan unas élites cuya cohesión se remonta hasta la Colonia, por abajo se ha sido generando un mundo de capitalismo popular en el que prosperan personajes como Felicito Yanaqué, el pequeño empresario de transporte piurano que es el “héroe discreto” de la novela de Mario Vargas Llosa (el hecho de que el éxito emprendedor de Yanaqué se vea ensombrecido por la amenaza de unos mafiosos que le exigen que pague por protección es una muestra de las oportunidades que abre el mercado, pero también de los problemas que entraña la desprotección estatal del neoliberalismo). En todo caso, se trata de un sector dinámico y en ascenso, mayoritariamente cholo, que fue tempranamente teorizado por Hernando de Soto, el arquitecto económico de Fujimori, que es el ídolo del presidente argentino, Javier Milei, y que tuvo la sagacidad de ver en esta enorme masa de campesinos migrados a la ciudad no un proletariado prerrevolucionario, sino un gigantesco contingente de microempresarios que prosperaron al calor de las reformas fujimoristas.
La cara oscura del milagro peruano es una estructura productiva primarizada que descansa en la exportación de unos pocos productos de bajo valor agregado: sólo el oro y el cobre explican el 45 por ciento de las exportaciones, y el resto están compuestas por otros minerales, café, frutas y pescado. Como prácticamente no hay industria, las importaciones incluyen maquinarias, artefactos eléctricos, vehículos y otros bienes con alto valor agregado. Esta configuración económica determina altos niveles de desigualdad y, sobre todo, una abrumadora informalidad laboral. Según la Encuesta Nacional de Hogares, 75,7 por ciento de la fuerza laboral se desempeña en empleos informales, 25 o 30 puntos más que en países latinoamericanos comparables en términos de producto interno bruto per cápita, como Colombia o Ecuador2.
Antes que la desigualdad o la pobreza, la marca del modelo peruano es la informalidad, visible por ejemplo en el caos de combis y microbuses que surcan las calles de Lima, con el ayudante del conductor gritando el destino con medio cuerpo fuera de la puerta entreabierta, y que sólo el dogmatismo de Federico Sturzenegger -ministro argentino de Desregulación y Transformación del Estado- puede ver como algo deseable y tratar de imitar con su decreto de desregulación del transporte de pasajeros.
Otra foto
El punto de partida de Argentina es muy distinto. Por más expansión de la frontera agrícola del monocultivo que el país haya experimentado, el complejo sojero explica sólo el 20 por ciento de las exportaciones, seguido por la industria automotriz (13,3), el complejo petrolero-petroquímico (12,6) y el maicero (9,6)3. Todavía hoy, pese a todo, entre 25 y 30 por ciento de las ventas al exterior siguen siendo manufacturas de origen industrial. La desigualdad argentina es relativamente baja en comparación con otros países de la región; la pobreza, si se toman índices comparables, también se sitúa entre las más bajas de América Latina, cerca de Uruguay, Costa Rica y Chile, y la informalidad laboral es de 36,7 por ciento había llegado a 28,7 por ciento en el mejor momento del kirchnerismo)4.
Pero hacia allá vamos. Los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) muestran que, desde la llegada de Milei al gobierno, los sectores que más crecieron fueron la minería, el agro y la intermediación financiera, y que los que más cayeron fueron la construcción y la industria. Según los números oficiales, sólo uno de los 16 rubros que integran el índice de producción industrial manufacturero –refinación de petróleo– creció en comparación con 2023. Esto, a su vez, se refleja en el empleo. Como explica el especialista Luis Campos5, desde que asumió Milei hasta agosto de 2024 los únicos sectores que generaron puestos de trabajo formal fueron el agro, la minería y la pesca, pero no alcanzaron para compensar los empleos en blanco perdidos en la construcción (66.000) y la industria (29.600). En total, en el último año se destruyeron unos 200.000 puestos de trabajo formal, que en su mayoría se reconvirtieron a alguna modalidad desprotegida. Por último, se produjo una caída general de los ingresos de la población, con desplomes fenomenales en el salario docente (29 por ciento de reducción real), el salario mínimo (28 por ciento) y las jubilaciones (25 por ciento), lo que profundizó la disparidad de ingresos: perdieron más los asalariados no registrados y los empleados públicos que los registrados, y dentro del sector privado en blanco sufrieron más los gastronómicos y los trabajadores de la construcción6.
El sesgo antiindustrial, el aumento de la informalidad laboral y la caída general de los ingresos van definiendo el cambio social en ciernes. Aunque es cierto que aún está lejos de Perú, la pregunta es hasta qué punto Argentina puede acercarse, y en este sentido lo central no es tanto la foto de la estructura, que aún muestra diferencias, como la película del proceso.
En su camino de peruanización, el gobierno argentino deberá lidiar con el problema estructural de la economía, que sigue siendo la falta de dólares. Como se sabe, los períodos de crecimiento chocan tarde o temprano con la temida restricción externa. Esto es así por dos motivos. En primer lugar, porque, para expandirse, la industria requiere insumos y bienes de capital importados (de hecho, se calcula que por cada punto adicional de crecimiento las importaciones se incrementan dos por ciento). El segundo, que me interesa subrayar aquí, es social: el crecimiento económico activa una puja distributiva que, gracias a la capacidad de presión de los sindicatos y alimentada por una afianzada memoria de bienestar, lleva a aumentos en los salarios de los trabajadores y las clases medias que automáticamente disparan la demanda de bienes importados o intensivos en dólares: de electrodomésticos a motos, de autos a turismo en el exterior (además, claro, de divisas para ahorro). Después, en una secuencia conocida, mil veces vista, la falta de dólares produce un salto devaluatorio, inmediatamente un bajón recesivo y casi siempre conflicto político.
Esta dinámica (crecimiento-demanda-conflicto) constituye el verdadero nudo del problema argentino, un nudo que ata a la estructura económica con la sociedad y a esta con la política. Es un nudo que está ausente en países con mayores niveles de desigualdad, una demanda social más reprimida y una tasa de sindicalización más baja: en Perú, por citar el caso que nos ocupa, sólo el cinco por ciento de los trabajadores formales está sindicalizado contra 37 por ciento en Argentina. A esto hay que agregar un dato que muchas veces se suele pasar por alto, que es difícil de verificar empíricamente, pero que también contribuye a explicar las diferencias: la cohesión de las élites. En contraste con el consenso ideológico de las clases dominantes de otros países latinoamericanos (un consenso que puede ser de orientación neoliberal, como en Perú o Chile, o más desarrollista, como en Brasil), el poder económico argentino nunca terminó de acordar las líneas básicas de un modelo de desarrollo, lo que dio como resultado sucesivos ciclos de apertura y de protección y una arraigada inestabilidad económica.
Un plan
A pesar de todas las dificultades, Milei tiene un plan, a esta altura bastante claro: utilizar los dólares del blanqueo –y después, eventualmente, los que le aporte el Fondo Monetario Internacional en una renegociación– como un puente temporal hasta que, con el auxilio inestimable del Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones, los complejos hidrocarburífero y minero terminen de despegar. En el camino, el shock devaluatorio habrá hecho su trabajo de licuación de ingresos y reducción del gasto público, mientras que el atraso del tipo de cambio, en combinación con una incipiente apertura comercial, producirá una reconversión productiva que afectará a los sectores menos competitivos, que en general son también deficitarios en divisas. A diferencia de la convertibilidad de los años 1990, que exigía vender empresas estatales o seguir endeudándose para sostener el atraso cambiario, esta vez los dólares serán dólares productivos: Emmanuel Álvarez Agis [viceministro de Economía de la Nación entre 2013 y 2015] estima que en cinco años, con un gobierno libertario, peronista o comunista, las exportaciones aumentarán un 50 por ciento. En el largo plazo, la apuesta del modelo libertario se centra en el agro, los hidrocarburos y la minería, algo de economía del conocimiento, turismo y no mucho más: el sueño de Peruartina es el sueño de un país con menos industria, es decir, menos sindicatos, socialmente más heterogéneo, sin estado de bienestar, con salarios más bajos y mayor informalidad.
No está claro si Milei logrará concretar su programa, pero sí que está orientado por una intuición profunda y una gran audacia política. Como se decía del primer Néstor Kirchner, Milei hizo lo que se pensaba que no se podía hacer, corrió los límites de lo posible: ejecutó su ajuste sin que volara una mosca, despejó las calles del microcentro porteño sin muertos y desafió con su motosierra a sectores que supuestamente gozaban de una alta estima social, como la educación o la ciencia. En un artículo canónico publicado en 1996 en la revista Desarrollo Económico7, Pablo Gerchunoff y Juan Carlos Torre llamaron la atención sobre el hecho de que el expresidente Carlos Menem (1989-1999) firmó el decreto de necesidad y urgencia para limitar el derecho a huelga un 17 de octubre (de 1990), no porque necesitara hacerlo precisamente ese día [fecha clave del justicialismo conocida como Día de la Lealtad Peronista], sino como una forma de mandar una señal, del mismo modo que Milei firmó el veto a la ley de financiamiento universitario en la noche de la segunda marcha de protesta.
Ocurre que, a pesar de su debilidad de origen (o precisamente por eso), Milei está convencido de que no se puede gobernar Argentina desde el centro. Como en su momento Menem y Kirchner, cree que la mejor forma de garantizar la gobernabilidad no es el mítico consenso larretista de mesa de Tabac8, sino el ejercicio del poder desnudo por un líder de voluntad hegemónica, que puede negociar, pero que al final se impone. A la luz del fracaso de los experimentos coalicionistas de Cambiemos [continuación de Juntos por el Cambio, macrista] y del Frente de Todos [que en 2019 llevó a la presidencia al peronista Alberto Fernández], quizás no esté tan equivocado. El periodista Jorge Liotti, cuyas columnas en La Nación siempre vale la pena leer, le atribuye a Santiago Caputo [asesor político de Milei] la hipótesis de que Mauricio Macri (2015-2019) fue un presidente “culpógeno”, porque, mal aconsejado por su ala política, quiso gobernar para el 60 por ciento, acordando con los movimientos sociales y un sector del peronismo, mientras que Milei se propone gobernar con el 40 por ciento. Con eso, dice el asesor, alcanza.
Volvamos al comienzo.
En una conferencia organizada por la Fundación Felipe González que compartimos dos semanas atrás con el expresidente del Gobierno español9, Pablo Gerchunoff disintió con mi diagnóstico de peruanización: “No compararía a nuestro país con Perú ni en el estado de ánimo vital de la sociedad ni en su constitución profunda”, matizó. Yo coincido, pero también creo que, como escribí en diciembre de 2024, la sociedad argentina, consecuencia del fracaso socioeconómico de la última década y del efecto devastador de la pandemia, se parece más a la sociedad peruana de lo que muchos progresistas biempensantes estábamos dispuestos a reconocer. Si Milei ganó las elecciones fue porque supo leer mejor que otros candidatos las transformaciones experimentadas por la sociedad; ahora quiere completarlas. Claro que falta mucho, el camino del Inca es un paso a paso, pero por primera vez en mucho tiempo estamos ante un gobierno que se ha trazado un rumbo y que está decidido a seguirlo.
José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
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Alejandro M. Werner y Alejandro Santos, Perú. Manteniéndose en el camino del éxito económico, FMI, 2015. ↩
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Vanessa Belapatiño, Francisco Grippa y Hugo Perea, “Perú. Informalidad laboral y algunas propuestas para reducirla”, Observatorio Económico Perú, BBVA, 9-1-2017 ↩
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“Complejos exportadores”, Informes técnicos Comercio Exterior, Vol. 8, n° 46, Indec, 2023. ↩
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“Se registró un leve aumento de la informalidad laboral”, La Nación, Buenos Aires, 25-12-2024. ↩
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“Luis Campos: ‘Con la Ley Bases les dieron muchísimo más poder a los empleadores’”, La izquierda diario, Buenos Aires, 9-12-2024. ↩
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Sebastián Etchemendy, Federico Pastrana y Joan Manuel Vezzato, “Ingresos populares bajo el gobierno de Milei: deterioro generalizado y heterogéneo”, Fund.ar, 2-12-2024. ↩
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“La política de liberalizacion económica en la administración de Menem”, Desarrollo Económico, vol. 36, n° 143, octubre-diciembre de 1996. ↩
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Por la confitería de la que es habitué el ex jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, quien antes de perder las primarias de Juntos por el Cambio (coalición del expresidente Mauricio Macri), en agosto de 2023, propuso puentes para atemperar la “grieta” en la política argentina. ↩