Fue un cristiano y un sandinista a carta cabal hasta su último aliento. Lo expresó con su vida y también con su poesía. Luchó contra los Somoza, contra los Ortega, contra el papa, contra los filisteos del norte, contra los capangas del sur. Y fue un poeta, uno de los grandes poetas latinoamericanos del siglo XX.
La obra de Ernesto Cardenal, de quien este 20 de enero se cumplen 100 años de su nacimiento, es la mismísima Nicaragua capturada con dulzura, entre palabras, con frases de apariencia sencilla y propuestas radicales. Es una continuidad con José Coronel Urtecho, y de este con el propio Rubén Darío, al punto de que cualquiera de ellos podría haber escrito, ruptura mediante, “Buey que vi en mi niñez echando vaho un día / bajo el nicaragüense sol de encendidos oros”.
Cardenal impregnaba su poesía de un vuelo teológico del que nunca quiso desprenderse del todo, aunque coqueteaba con ello. Su “Oración por Marilyn Monroe” es un ejemplo perfecto de ese vínculo complejo y, a veces, doloroso. Su sólida formación como sacerdote, su compromiso con la Teología de la Liberación y su minucioso conocimiento de la cultura campesina y popular lo llevaron a fundar y profesar en una comunidad casi monástica ubicada en el archipiélago de Solentiname, en unas pequeñas islas del gran Lago de Nicaragua: “Allí oramos, labramos la tierra y cosechamos sus frutos, pintamos y escribimos poesía”.
Con la revolución de 1979 las cosas cambiaron. Lo nombraron ministro de Cultura del gobierno sandinista y se fue a Managua. Traducido y admirado, lo conocían en todo el mundo, pero él andaba siempre con sus pantalones vaqueros deshilachados, su chomba blanca y su melena; hablaba con la gente, iba al mercado, escuchaba los decires populares. En las misas predicaba con energía. Sonaba como un pescador del mar de Galilea. Así de sencillas y profundas eran sus palabras. “Vos que me escuchás, no te ilusiones con lo que tenés”, decía. “Ilusionate con lo que vamos a tener”.
Lo acusaban de comunista. Sus relaciones con el Vaticano se fueron tornando más y más ásperas, hasta que durante una visita oficial a Managua (4-3-1983), el papa polaco le montó a Cardenal una escena de reproche en público que al poeta debió de resultarle muy dolorosa. Arrodillado ante el pontífice, bajo los encendidos oros del sol de Nicaragua, el poeta escuchó con la cabeza erguida la filípica propinada en voz alta por Juan Pablo II.
Fue la ruptura. Pasados 11 meses vino la suspensión a divinis decretada por el papa, que en la práctica significaba la prohibición del ejercicio del sacerdocio. Ernesto Cardenal siguió escribiendo y publicando poesía, siguió discutiendo y militando, se alejó de los Ortega, los repudió en los 2000, le confiscaron la casa, lo obligaron a aislarse. Pasaron los años, Juan Pablo II murió en 2005 y fue electo Benedicto, el alemán. Para el poeta nicaragüense esa era la sentencia definitiva. Tenía amigos por todo el mundo, pero no podía dar misa ni administrar los sacramentos. Sus poemas eran estudiados en muchas universidades, pero no podía ir a decirlos en el patio de una escuelita de Tipitapa. Era algo así como la forma perfecta de un purgatorio orteguista que funcionó durante bastante tiempo.
Sin embargo, se sabe que el espíritu sopla donde quiere. En un gesto insólito, Ratzinger renunció al papado en 2013 y lo sucedió Jorge Bergoglio, un porteño austero y honrado que adoptó el nombre de Francisco. Y una de las cosas que hizo Francisco fue levantarle la suspensión a Cardenal. Lo hizo tarde, pero lo hizo. Fue en febrero de 2019, cuando el obispo auxiliar de Managua fue hasta el hospital donde Cardenal estaba ingresado por una dolencia renal, se arrodilló ante la cama del poeta y le transmitió la decisión del papa Francisco. La fotografía de semejante acto de contrición de la Iglesia católica ante un simple cura ya viejísimo, enfermo y castigado le dio la vuelta al mundo. Fue una victoria de la humildad y la perseverancia sobre el boato y la altanería.
Lo que sigue es un breve fragmento de su poema titulado “Hora 0”, publicado en 1960, durante la dictadura somocista.
¿Qué es aquella luz allá lejos? ¿Es una estrella?
Es la luz de Sandino en la montaña negra.
Allá están él y sus hombres junto a la fogata roja
con sus rifles al hombro y envueltos en sus colchas,
fumando o cantando canciones tristes del Norte,
los hombres sin moverse y moviéndose sus sombras.
Fernando Butazzoni, escritor y periodista.