La debacle del régimen sirio, coronada con la huida de Bashar Al-Assad el domingo 8 de diciembre de 2024, acaparó la atención internacional de tal modo que dejó en un segundo plano la realidad de la Franja de Gaza. Menos de un mes después, los bombardeos sobre Yemen, con el video incluido de la huida in extremis del director general de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Adanom, que estaba en el aeropuerto yemení durante uno de los ataques, opacó por un instante largo las especulaciones sobre los nuevos poderes que se están asentando en Damasco.
Las tres realidades –Siria, Gaza y Yemen– tienen entre sus protagonistas al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu. Parecen ser las piezas de un plan que se hubiera estado armando sin despreciar al azar. Como una “teoría del caos conducida”, si ese concepto pudiera ser tomado de la física y hecho mutar por la realidad de la política internacional. Porque hay factores de imprevisibilidad que, sin embargo, se han alineado de una manera que pudo ser prevista. No podría decirse que ese sistema llamado Medio Oriente es imposible de predecir. Pero sí que tiene en su interior elementos estables –Israel o, en cierta forma, Irán– en contacto con otros dotados de inestabilidad si se los analiza en un arco de tiempo relativamente corto –Siria y Yemen– o incluso mediano –Líbano y Palestina–, a los cuales, y a todos casi a la vez, la política de Netanyahu les imprimió un factor de caos. Tomó un sistema que estaba relativamente estabilizado y le aplicó lo que la física llama “la transformación del panadero”. Ese proceso de hacer la masa que con un movimiento la estira –dicen los artesanos de la panificación que así unen sus elementos– y con otros la pliega repetidamente, para que cada parte de eso que se está volviendo más homogéneo sea manejable en el todo nuevo que se está creando.
Si la teoría más encumbrada nacida en las universidades alemanas de los años 1970 lo tomó de las modestas panaderías –el diagrama del atractor de Rössler parece, en efecto, la ilustración de un manual de amasado–, bien se puede traer de regreso la metáfora al campo de lo profano y mirar, con su auxilio, la política regional del actual gobierno derechista israelí.
Quedará para las investigaciones del futuro saber hasta qué punto la masacre del 7 de octubre de 2023 ejecutada por Hamas en territorio israelí estuvo en conocimiento de mentes maquiavélicas del círculo más cercano a Netanyahu, como afirman sus enemigos más proclives a las miradas conspirativas, o fue fruto de una cadena de malas decisiones de seguridad que desatendieron la frontera de Gaza para concentrarse en Cisjordania.
Más allá de quién gestó ese factor de aceleración, en un conflicto que no nació ese día, lo cierto es que Tel Aviv se ocupó de dar los pasos siguientes en la dirección de plegar repetidamente lo que había a su alrededor para luego estirar el conjunto y que cada segmento se volviera parte de algo nuevo: cambiar el mapa de Medio Oriente, como prometieron los halcones en sus declaraciones iniciales.
No jugó solo ni pudo preverlo todo –a fin de cuentas, estaba en el terreno y no en un laboratorio–, pero tenía la suficiente capacidad militar y apoyos internacionales para saber que podía. Por eso la gigantesca operación de castigo sobre Gaza pareció, en un principio, apurarse a sacar ventaja de la tolerancia de sus aliados y, en cierto modo, de la comunidad internacional como efecto del impacto generado por las muertes y la toma de rehenes del 7 de octubre de 2023. Pronto se vio que más que un segmento era una larga línea de algo mayor y que en esa dirección no había límites. Ni siquiera la Organización de las Naciones Unidas (ONU) estaba a salvo, y a las muertes de su personal en el campo, o al cierre de agencias acusadas de connivencia con Hamas, siguió la declaración de persona non grata del propio secretario general, António Guterres.
Ya fuera por un plan o por la dinámica de los hechos, el genocidio contra los palestinos se evidenció como un elemento que necesitaba, como complemento de seguridad ulterior, el debilitamiento regional de Irán. La afirmación de que Teherán actúa por medio de sus “proxis” es parte de cualquier análisis internacional del Medio Oriente “pre 7 de octubre”. Aunque es cierto que si se aleja la mirada podría verse a Tel Aviv como un proxi de Washington, no deja de ser igualmente veraz que Israel tiene su propia agenda existencial que en situaciones extremas le posibilita un grado de independencia incómodo para sus valedores. ¿O acaso la violencia ejercida sobre Gaza no fue una piedra en el zapato demócrata en plena campaña electoral hacia noviembre de 2024?
Si Irán actuaba mediante sus fuerzas delegadas, Netanyahu las fue poniendo en el punto de mira una tras otra. Con Hamas derrotado militarmente en el plazo inmediato (aunque quizá con una opción aún más radical laudando en los sobrevivientes), el panadero podría haberse detenido en el rearmado de una zona de amortiguamiento. Sin embargo, la masa no estaría lo suficientemente homogénea para que algo nuevo pudiera ser horneado. Quedaba entonces la inesperadamente rápida derrota de Hezbollah. Con la acción sacada de una novela de espías de hacer explotar los dispositivos buscapersonas y walkie talkies en manos de los combatientes enemigos, el 17 de setiembre de 2024, se dio el paso de la desmoralización, complementada, diez días después, por la ejecución a distancia de Hassan Nasrallah, líder máximo de ese partido milicia. La continuación de los bombardeos en casi todo Líbano coronó el trabajo que, como toda acción de ese tipo, no deja de ser una sensación de seguridad provisoria si se la mira en una serie temporal más extensa.
¿Y Siria? No es real que Israel haya sido el actor externo que provocó la caída de Bashar Al-Assad –o al menos no con tanto protagonismo como el que le cupo a Turquía–, aunque es indudable que el debilitamiento de Hezbollah, ayuda militar del régimen, fue un factor importante. Lo que sí hizo Netanyahu fue aprovechar el vacío para alcanzar sus objetivos en el Golán. Estirar, contraer, para estirar y contraer de nuevo. Volver la masa cada vez más homogénea. Puede ser que los hutíes de Yemen sean lo que no estaba tan previsto, al menos en el alcance de sus misiles. Pero no parecen ser un enemigo más duro que los ya derrotados –o debilitados al máximo– Hamas y Hezbollah.
Con sus limitaciones, todo aparenta estar funcionando a pedido de boca para Netanyahu. Cabe recordar, sin embargo, que la teoría del caos tuvo, en sus albores, la inquietante pregunta que planteó el matemático francés Henri Poincaré en el siglo XIX: ¿estamos seguros de que el sistema solar va a ser estable para siempre? La duda puede tener un sostén en la historia relativamente reciente, si se piensa en la obstinación de la resistencia palestina. También anida en el cuestionamiento moral sobre los halcones que hacen algunas voces del progresismo israelí, como David Grossman y, a nivel global, en las reacciones ante la política de Netanyahu. ¿O no es históricamente paradójico que sea la derecha –antisemita de la primera hora y sostén o ejecutora del exterminio de la Shoá– la que más apoya hoy al gobierno de Israel? O que sea la izquierda, esa que estuvo en el maquis junto con los partisanos judíos combatiendo al fascismo, la que más insiste en la calificación de genocidio respecto de lo que está ocurriendo en Gaza. Con un solo ojo, Polifemo sólo ve lo que quiere ver.
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.