La bala. De Antonio Ladra. Fin de Siglo; Montevideo, 2025. 152 páginas, 690 pesos.
Ensayo testimonial narrado con el mismo cuidado por el lenguaje que se pondría en una novela, La bala es un ejemplo de la mejor crónica periodística. Tentativamente –todo, en periodismo, es un intento– trata sobre un hombre que, en el momento de su vida que parecía reservado para el amor más profundo, se enfrenta a la muerte; y del largo camino que se recorre para contarlo.
Como ocurre con todos los libros, hay que empezar por el principio que le dio el autor. Segundos afuera, ya habrá tiempo para ir al prólogo o a la media página preliminar que el propio Ladra escribió en cursiva. Ahora hay que dejar de lado cualquier obstáculo que demore el encuentro con la primera línea: “El aire acondicionado de la clínica zumbaba con una monotonía aséptica, como una banda sonora discreta pero constante, un zumbido quirúrgico”. Comienzo de serie negra. El protagonista, de nombre Pedro Cribari, le cuenta al médico que lo está examinando la anécdota que da origen al libro. Hace 50 años tiene una bala alojada en su interior, producto de un disparo recibido cuando se intentó fugar de la tortura. A pesar de que ha pasado medio siglo, el médico le da dos datos decisivos que Cribari no sabía sobre su viejo compañero metálico. A partir de ahí, se desencadena todo. Porque “el cuerpo es un archivo que no se puede quemar”.
Ladra entra y sale de los géneros para acompañar a su personaje, que no sólo es una persona real, es su amigo, lo cual complica las cosas en lugar de facilitarlas. No lo inventa, pero es imposible, como se sabe, que ponga en el libro al “verdadero” Cribari. Por eso, para que entendamos a Cribari, nos muestra el intento de Cribari por entenderse a sí mismo. Testimonian y ficcionan juntos. Lo sigue en su búsqueda de respuestas. Sobre sí mismo. Sobre su militancia. Sobre el mundo que quiso ayudar a cambiar. Sobre los desengaños. Sobre la cárcel. Sobre la salida de la cárcel. Sobre el comienzo del periodismo. Sobre hacer periodismo en publicaciones situadas en los márgenes del sistema de los grandes medios. Sobre cómo golpearon en estas costas los escombros del comunismo que se cayó en pedazos (y ahí Ladra, siendo siempre honesto, no es del todo justo). Sobre la vejez. Sobre la paternidad. Sobre la amistad. Y en cada una de esas preguntas Cribari, a través de Ladra, vuelve una y otra vez a la bala que lo acompaña. Por momentos se desdibujan las fronteras. Por momentos es Ladra, a través de Cribari, quien ingresa en terrenos pantanosos para sí mismo. Ladra y Cribari vivieron demasiadas cosas en común como para no hacerse un poco de daño mientras las cuentan. Dañándose van poniéndose a pensar. Como un tercer personaje dañó y puso a pensar a Cribari, al mismo tiempo y sin saberlo, cuando le arregló una reunión en un café con una supuesta fuente que resultó ser La Momia, el comisario que lo había torturado. El diálogo que crea Ladra para ese encuentro es digno de Manuel Vázquez Montalbán. Preciso, profundo, “nuestro”, si esa palabra significa algo.
Quien se decida a abrir la portada que dibujó para este libro Federico Murro –uno de los pulsos más sólidos de la ilustración política del presente– tendrá el privilegio de recorrer, con la distancia relativamente segura de la literatura, los círculos del infierno y del purgatorio que atravesó Cribari. Porque el Paraíso no existe.