En 1916, plena Primera Guerra Mundial, el politólogo sueco Rudolf Kjellén publicó El Estado como forma de vida, un análisis de la relación entre la política y la geografía de su país donde aparecía por primera vez la expresión “geopolítica”. Al poco tiempo, el concepto fue retomado por el académico alemán Karl Haushofer, que con su trabajo en la Universidad de Múnich y su revista de geopolítica terminaría de convertirlo en una verdadera disciplina, aquella que estudia la influencia de los factores geográficos (la ubicación, el territorio, los recursos) en la política de los Estados. Popularizada con rapidez en los círculos rojos europeos de la primera mitad del siglo XX, la geopolítica dio pie a teorías que durante décadas circularon como verdades absolutas, como la tesis del académico británico Halford Mackinder sobre el “Heartland euroasiático”, esa enorme planicie que se extiende desde Polonia a Siberia y cuyo control era, para Mackinder, la clave del poder global: quien domine esa zona, afirmaba, dominará el mundo.1

La geopolítica no era la única perspectiva teórica en boga durante esos años de fuego. El liberalismo wilsoniano [por el presidente estadounidense Woodrow Wilson] soñaba con un mundo pacífico de democracias universales; el internacionalismo marxista creía que la lucha de clases conduciría a la revolución planetaria. Pero fue el marco teórico más popular entre las élites europeas el que organizó la estrategia de los países en un período marcado por el colonialismo, el auge de los imperios y las dos guerras mundiales. Berlín, Versalles, Yalta: un puñado de líderes reunidos en habitaciones cerradas, azules del humo de los cigarros, encorvados sobre grandes mapas, repartiéndose el planeta.

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, la geopolítica fue retirada de los programas académicos, casi diríamos proscripta. Aunque un martillo –una ciencia– puede ser usado para clavar un clavo o romper una cabeza, la geopolítica había quedado demasiado asociada al nazismo, la guerra y sus crímenes. Haushofer, de hecho, fue también uno de los creadores del concepto de Lebensraum, “espacio vital”, la idea de que Alemania necesitaba una cierta extensión territorial para poder sobrevivir, que operó como fundamento del imperialismo alemán y de las guerras de conquista de Adolf Hitler. Unas décadas más tarde, la profundización de la globalización, con su impulso a la liberalización del comercio, la conectividad y el debilitamiento de los Estados-nación, creó la expectativa de una “aldea global” organizada en torno a ciertas reglas y administrada por organismos internacionales neutrales en base a los valores compartidos del libre comercio y la democracia. Así, la geopolítica quedó sepultada bajo el optimismo del nuevo mundo clintoniano.

Repliegue estratégico de Estados Unidos

Un siglo después de su creación, la geopolítica está de regreso. La crisis financiera de 2008 dio inicio a un proceso de desglobalización y fortalecimiento de los Estados-nación, que la pandemia de covid profundizó, interrumpiendo los flujos del comercio y dislocando las cadenas de suministro global. Algunas certezas, como la cooperación pacífica entre países, entraron en duda: en abril de 2020, agentes secretos estadounidenses aprovecharon una escala técnica en Tailandia para arrebatarle a Alemania un lote de barbijos procedente de China con el clásico método de pagar en efectivo y llevárselo en un camión.

Al mismo tiempo, el ascenso de las potencias revisionistas –China, India, Rusia– debilita la hegemonía construida por Washington desde la caída del Muro de Berlín, para lo cual recurren a menudo a las herramientas tradicionales del poder duro: Pekín viene militarizando de forma sistemática las islas artificiales creadas en el Mar del Sur de China, en abierto desafío a la libertad de navegación de Estados Unidos. En febrero de 2022, Rusia invadió Ucrania con aviones, tanques y 200.000 soldados de infantería, una guerra territorial clásica en busca de controlar el acceso al mar Negro y los yacimientos hidrocarburíferos del Donbás.

Aunque conviene descartar las miradas simplonas que reducen la complejidad del análisis a una montaña o un río, del tipo “vienen por el agua” (¿quiénes vienen?, ¿por cuál agua vienen?, ¿cómo se la llevarían?), lo cierto es que atravesamos una etapa en la que los territorios, los recursos, las fronteras y los puertos recobran valor. Vuelve la disputa por las rutas de navegación, que ya no están más abiertas a los flujos del comercio libre, y por el control de los estrechos. Los vínculos de infraestructura dejan de pensarse sólo en función de la eficacia económica, como demuestra la desconexión progresiva de Europa Central de los hidrocarburos rusos, y su reemplazo, a un precio ciertamente mayor, por petróleo y gas estadounidense. Con las guerras de ocupación (Ucrania, Gaza) vuelven también los ejércitos sobre el territorio. El cambio climático derrite los hielos, abriendo pasos donde antes no había y potenciando la competencia por el dominio de los polos. No es exactamente el fin de la globalización, sino un movimiento más sutil: el hecho de que la globalización está cada vez más condicionada por la geopolítica.

De esta forma, justamente, es que actúa el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Como sostiene Julio Burdman,2 Trump mira el mundo con cabeza geopolítica. El presidente estadounidense viene debilitando de manera sistemática la arquitectura de cooperación creada desde la posguerra y profundizada en las últimas tres décadas: ordenó retirar a su país del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, del Acuerdo de París sobre el clima y de la Unesco, cuestiona la vigencia de la Organización de las Naciones Unidas, elude a la Organización Mundial del Comercio. Mientras negocia directamente de Estado a Estado, impone aranceles, construye muros, sueña con fronteras. En una nota publicada en la revista francesa Le Grand Continent,3 Klaus Dodds cree ver detrás de la afición de Trump por los territorios y los mapas el sesgo del antiguo desarrollador inmobiliario.

Por supuesto, Estados Unidos sigue siendo el principal actor global. De hecho, hace menos de tres meses bombardeó nada menos que Irán. Sin embargo, parece evidente que la forma en la que concibe su lugar en el mundo está cambiando, como sugiere la decisión, enmarcada en la consigna de America First [Estados Unidos primero], de minimizar su intervención en regiones remotas: Europa del Este (disminución de la presencia en la Organización del Tratado del Atlántico Norte), Medio Oriente (retiro definitivo de Afganistán e Irak) y el Mar de China (bloqueo al último paquete de asistencia militar a Taiwán).

En esta línea, el influyente sitio web Politico difundió hace unas semanas un borrador de la nueva Estrategia de Defensa Nacional elaborada por el Departamento de Defensa, que prioriza el enfoque nacional y regional por sobre la contención de enemigos lejanos.4 Un “repliegue estratégico” hacia el “hemisferio occidental”, que es como Estados Unidos llama al continente, que comenzó a insinuarse apenas Trump asumió su segundo mandato, cuando anunció sus planes para adueñarse de Groenlandia, recuperar el canal de Panamá e incluso anexar Canadá. Aunque formuladas a su folclórica manera, las intenciones del presidente estadounidense se revelaron menos delirantes de lo que parecían en un primer momento. El control del Ártico y las nuevas rutas navegables que se abren con el deshielo a través de Canadá y Groenlandia, junto con el dominio del principal pasaje bioceánico de las Américas, le garantizarían a Estados Unidos la hegemonía de la navegación mundial, que es el principal factor de interconexión global (el otro es el de las comunicaciones).

Este repliegue implicaría de algún modo reeditar la antigua lógica de las esferas de influencia, aunque con algunas diferencias. Si durante la Guerra Fría el dominio de Estados Unidos y la Unión Soviética se ejercía por medio de la ocupación territorial y la fuerza militar, hoy es más flexible y se construye con ejércitos, pero también, como señaló el internacionalista Esteban Actis,5 con aranceles, inversiones, imposición de tecnologías clave, estrangulamiento logístico, imperialismo de suministros y bloqueos informales, como el que la Marina estadounidense está desplegando en el Caribe oriental, frente a las costas de Venezuela. El hecho de que Trump haya decidido retirar a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud, pero mantenerlo en la Organización Panamericana de la Salud, y la designación de Marco Rubio como el primer secretario de Estado de origen latino refuerzan esta idea: en un nuevo escenario de reparto del mundo, Trump parece aceptar que Rusia mantendrá su proyección sobre Europa del Este y Asia Central, y que China reinará en Asia Oriental, pero no está dispuesto a resignar su patio trasero.

El Séptimo de Caballería

La perspectiva geopolítica y el énfasis hemisférico constituyen el marco para interpretar el inédito apoyo concedido por Trump al presidente argentino, Javier Milei. Si el interés fuera meramente económico, Argentina pasaría desapercibida: ocupa el lugar 35 en la lista de socios comerciales de Estados Unidos, con un intercambio bilateral que el año pasado fue de apenas 16.000 millones de dólares, 50 veces menos que México,6 el otro país que obtuvo una asistencia similar, y el puesto 42 en el ranking de inversiones, con un stock acumulado de inversión estadounidense de sólo 12.600 millones de dólares, 20 veces menos que México. Como sucede con otros países a los que Washington dedica una atención que no guarda relación con su importancia económica –Israel, el más notable–, las razones hay que buscarlas en otro lado.

En primer lugar, Argentina ocupa un lugar único en el continente americano. Controla, junto con Chile, el segundo paso bioceánico (Beagle), la principal vía navegable (Paraná-Paraguay) y el principal acceso al Atlántico sur (Argentina es una potencia antártica, que mantiene presencia continua desde comienzos de siglo, con seis bases permanentes). Dispone del segundo yacimiento de litio del mundo, el segundo de gas no convencional y el cuarto de petróleo no convencional, además de un conjunto de recursos alimenticios que convierten al país en un actor central en la “geopolítica de las proteínas”.

Al igual que el resto de América Latina, Argentina es objeto de la competencia entre Estados Unidos y China, que libran en la región una batalla abierta en las dimensiones múltiples del comercio, la tecnología y las finanzas. Un ejemplo es la desdolarización de los intercambios comerciales, una de las grandes ambiciones de China que Estados Unidos trata de frenar por todos los medios. “El dólar –escribió Federico Merke– es menos una divisa que un régimen. Da lo mismo si el instrumento se llama swap, backstop o fondo de estabilización: su función es política antes que técnica. Quien ofrece dólares no sólo presta; anexa. Por eso el auxilio de Estados Unidos nunca será neutro y el swap chino, tampoco”. Para Merke, el error es ver la relación con alguna de las dos potencias con una lógica excluyente. “En realidad –dice– es un portafolio. Pero los portafolios se ponderan. Si la liquidez crucial proviene de Washington, habrá precio, explícito o tácito, en la otra ventanilla. Si proviene de Pekín, también. Argentina no elige bloques; elige tasas”.7

En una América Latina con mayoría de presidentes de izquierda, Argentina es, junto con El Salvador de Nayib Bukele, el principal aliado de Estados Unidos en su ofensiva anti China, en particular en un momento en el que las relaciones con la gran potencia sudamericana, Brasil, atraviesan una fase crítica. Y en este sentido habrá que admitir que, desde que llegó a la Casa Rosada [sede del Poder Ejecutivo argentino], Milei fue consecuente: optó por los cazas F-16 de origen estadounidense en lugar de los JF-17 sino-paquistaníes, congeló el proyecto de Atucha III, que iba a concretarse con asistencia financiera y tecnológica china, y rechazó el ingreso a los BRICS+ [Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica], en una nueva fase, particularmente exacerbada, de las viejas relaciones carnales.

En suma, es esta combinación de “atributos geopolíticos” argentinos, coyuntura latinoamericana y política exterior libertaria la que explica el salvataje otorgado a Milei, que cuando leyó el tuit de Scott Bessent [secretario del Tesoro de Estados Unidos] estaba en la lona, esperando que el árbitro terminara de contar hasta diez.8 Pero que Estados Unidos esté decidido a sostener al gobierno no garantiza nada. Incluso si quisiera, parece improbable que Milei pueda cumplir con todos los deseos de Washington: imaginemos por un momento las dificultades que encontraría para instalar una base en Tierra del Fuego, que es uno de los sueños estadounidenses, aun si es presentada como una base conjunta de orientación técnica para la exploración antártica: bloqueo legislativo, rechazo local, manifestaciones bajo la consigna “No a la base”. Y, por otro lado, ¿cómo digerirán los gobernadores mineros un eventual intento del gobierno de priorizar a las empresas estadounidenses por sobre las chinas en la explotación del litio, teniendo en cuenta que son las provincias, no el Estado nacional, las dueñas de los recursos? ¿Cómo impactaría en el esquema financiero –ese frágil tinglado– la cancelación del swap con China, que es lo que en su momento le pidió Estados Unidos a Lenín Moreno [presidente de Ecuador entre 2017 y 2021] y lo que seguramente reclamará ahora?

La excitación con la que el oficialismo festejó las declaraciones de Bessent y el encuentro con Trump, que evoca otros momentos de optimismo exagerado del gabinete libertario, como el grito de “¡Flota! ¡Flota!” o el célebre “Comprá, campeón” de Luis Caputo [ministro de Economía argentino], sugieren que el gobierno suele procesar las buenas noticias con un triunfalismo exagerado.9 Los fundamentos del plan económico, aquellos que hicieron necesario el salvataje, siguen ahí, inconmovibles; lo mismo la impericia política, la debilidad legislativa y el malestar social. Hace 15 años, en medio de la crisis del euro, El Roto, genial caricaturista de El País de Madrid, publicó una viñeta que se hizo famosa: “Arriba las manos. Esto es un rescate”.

José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.


  1. Rubén Cuéllar Laureano, “Geopolítica. Origen del concepto y su evolución”, Revista de Relaciones Internacionales de la UNAM, 113, mayo-agosto de 2012. 

  2. “Argentina en la geopolítica de Trump”, fenomenobarrial.net, 14-1-2025. 

  3. “Trump et la Terre: matrice géopolitique d’une présidence impériale”, legrandcontinent.eu, 3-4-2025. 

  4. Paul McLeary y Daniel Lippman, Politico, “Pentagon plan prioritizes homeland over China threat”, 5-9-2025. 

  5. Esteban Actis, El Economista, “Milei, Bessent y el regreso de las esferas de influencia”, 23-9-2025. 

  6. Datos del Departamento de Comercio de Estados Unidos. 

  7. Federico Merke, “Soberanía a 30 días: la geopolítica detrás del salvataje de EE. UU.”, cenital.com, 29-9-2025. 

  8. x.com/SecScottBessent/status/1970821535507026177 

  9. NdR: Ver “Milei y el equipo económico celebran que el dólar flota”, lapoliticaonline.com, 1-8-2025; y “‘Comprá, no te la pierdas, campeón’, la respuesta de Luis Caputo a los que cuestionan el dólar barato”, Clarín, Buenos Aires, 2-7-2025.