El escritor albanés Ismail Kadaré imaginó, en su novela El Palacio de los Sueños, una entidad omnipresente que sostenía el poder de los sultanes. No se basaba en la fuerza militar, sino en el registro y el control de los sueños de los súbditos. No importaba que vivieran en la capital imperial o en una pequeña aldea de las montañas balcánicas, todo lo que las personas soñaban era catalogado y utilizado. De no haber sido publicada en 1981, esta obra, kafkiana y orwelliana al mismo tiempo, podría tenerse por una metáfora del presente. Una metáfora de eso que en varios artículos de este número se llama tecnología autoritaria. Ocurre que las big tech ya no sólo monetizan los datos de sus usuarios, sino que también influyen en sus comportamientos. Llegan al punto de poner sus caballos de Troya en el propio complejo militar industrial. Así, los modos de dominación han mutado y todas las distopías tienen espacio de verosimilitud.

Mientras que el futuro va siendo modelado por el nuevo Tabir Saray (ese es el nombre kadaretiano del mecanismo de control que el sultanato ejerce a través de sus visires y funcionarios), el presente sigue su curso. La realidad internacional experimenta los shocks eléctricos de los estímulos más inconcebibles: desde la tregua epiléptica en Gaza, que se detiene y se reanuda a placer de Tel Aviv, hasta un campo de batalla en pleno Río de Janeiro, donde la supuesta lucha contra un flagelo real, como el narcotráfico, se degrada al nivel de un terrorismo de Estado que se municipaliza. El “bandido” de la favela, como si fuera un lanchero venezolano que puede ser borrado del mapa con un disparo de la principal potencia militar del mundo, importa tan poco como el habitante de Gaza que muere bajo las bombas israelíes. Quedan, sin embargo, como un eco de información. En imágenes macabras o asépticas, según el caso, seguirán vivos en el limbo de los bytes, como los restos de sueños que habían soñado los muertos y que pasan a engrosar las carpetas de los nuevos sueños de los vivos. Sin más capacidad computacional que la habilidad de los “interpretadores”, el Tabir Saray dependía de la paciente acumulación de los siglos para dar lugar al “sueño maestro” que todo lo sostiene.

En la vecina orilla, por ejemplo, mucho hartazgo y frustración ha debido de ponerse encima de la almohada para que las hilachas de lo soñado por sus habitantes dieran forma a ese proyecto colectivo que es el mileísmo. Porque es colectivo, aunque se disfrace de individualismo. Una idea de país que se construye por parte de muchos, aunque piensen que la eligen individualmente, da por resultado una comunidad en la que deberán vivir juntos. Buscando algo mejor que lo que tuvieron, más allá de que se disfrace de un retorno al pasado remoto. Un sueño tolkeniano de nación. Que quienes lo persigan no sean sólo los privilegiados habla mucho del modo de soñar que se ha establecido como camino hacia el “sueño maestro” que nos define. Un sendero en el que cada paso parece estar retocado por inteligencia artificial. Se muta de ciudadanos a avatares en un cosplay permanente donde hablar con perros muertos deja de ser un defecto y pasa a ser una habilidad. El “encantamiento”, alimentado por los estímulos, va más rápido que la decepción. Del otro lado, la incapacidad de construir la apelación a un “nosotros” deja el espacio libre para la avalancha del “yo”. Baste como ejemplo Bolivia y su utopía de consumo y emprendedurismo que acaba de abrazar la consigna inviable del “capitalismo para todos”.

Este número casi no contiene notas esperanzadoras. Incluso al hablar de un proceso político progresista, como el hondureño, lo hace señalando, de modo inevitable, sus limitaciones. Podría haberlas tenido. Haber analizado, por ejemplo, un acierto quizá involuntario de la política exterior de Uruguay. Acierto, sí. Porque en este terreno de la virtualidad como dominación lo palpable adquiere dimensiones casi revolucionarias. Es que ir al Vaticano y regalarle al Papa la escultura de una paloma es dotar de materialidad a la palabra paz. Darle peso. El regalo del 17 de octubre del presidente uruguayo, Yamandú Orsi, al papa León XIV implicó un símbolo que se podía tocar. La paradoja de René Magritte al revés. Si el surrealista belga pudo pintar una pipa y escribir debajo “esto no es una pipa”, para dar por sentado el necesario acto de separar al dibujo del objeto dibujado, hoy se requiere lo contrario. Hoy se necesita tomar la escultura de una paloma y decir: esto sí es una paloma. No sólo eso. Decir “esto es una paloma y significa paz”. Todo ha dejado de ser cierto de una forma tan radical que el viejo engaño del símbolo abstracto se vuelve la más material de las verdades. Una paloma, situada por el gesto proteico de Picasso en el lado izquierdo de la historia, lo resiste todo. Incluso una pésima escultura. Lo resiste todo y permite que se coloque delante de otro su representación y se diga: “esto es una paloma”.

Podría pensarse que, de todas las tambaleantes acciones de política exterior del gobierno, esta es la que tiene el potencial de enderezar el rumbo. Porque acepta nombrar. Antes se dijo “no decimos genocidio porque las palabras no importan, sino las acciones”, y al decirlo se equivocó radicalmente. ¿Podría ser ahora este regalo al Papa, este gesto naif, un modo de rescatarse del loop en que ella misma se había colocado? En buena parte no, por supuesto, porque no hubo intención por detrás. No hubo doble lectura. No va a ir la política exterior uruguaya -por suerte- regalando malas esculturas por el mundo como una forma criolla de la diplomacia del panda que supo hacer Pekín en su momento. Pero en una pequeña parte sí. Y es desde esa pequeña parte, desde esa doble negación que se coloca por sobre la negación de Magritte, que se puede rescatar la idea de la materialidad. Porque incluso en el Tabir Saray había fisuras. Y así como el agua busca la rajadura del techo para enmohecer la casa, el sentido de la materialidad debería saber hacerse un sitio. Debería lograr que lo virtual nos permita levantar la vista después del enésimo reel que nos corre como agua entre los dedos (porque también la política exterior puede estar ensimismada en su propia mecánica, como suele ocurrir). Y ya que no llamó genocidio al genocidio, al menos debería darse por enterada que al obsequiarle una paloma a un Papa está hablando, incluso sin ser totalmente consciente de ello, de la paz picassiana que no esperaba por la esperanza, sino que se lanzaba a organizarla. La materialidad por encima del encantamiento. En medio del blindaje del Tabir Saray, podría no resultar poco.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.