Vivió a mil por hora. Escribió poemas, ensayos, reportajes, novelas, libros inclasificables, tuvo hijos, se burlaba de todo, sabía hablar en serio. Dijo que iba a dar su vida por la revolución salvadoreña. A los 39 años lo mataron a traición sus propios compañeros.
Era un escritor travieso y desopilante. Un rebelde lleno de ternura, imprevisible y asimétrico. Era un hombre viajado que parecía un campesino, un hijo natural que fue reconocido tarde por su padre, para gloria del apellido. Se ufanaba de ser descendiente de los hermanos Dalton, unos asaltantes de diligencias famosos en el Misuri del siglo XIX, aunque eso nunca fue probado.
Muchas son las leyendas, algunas de ellas verdaderas, que alimentan la memoria del más querido de los poetas salvadoreños, uno de los más revoltosos de toda Latinoamérica. Sus textos desbordan inteligencia, humor y una polisemia que en muchas ocasiones resulta desconcertante hasta para la propia izquierda de la que él fuera piedra de toque. A modo de ejemplo, va un fragmento del poema “Yo estudiaba en el extranjero en 1953”: “... una tipa de la calle Bandera / no me quiso vender otra cerveza / porque dijo que estaba demasiado borracho / y que la prueba era que yo hablaba harto raro / haciéndome el extranjero / cuando evidentemente era más chileno que los porotos”.
Una leyenda dice que un día se apareció en la Casa de las Américas de La Habana disfrazado de Superman. Otra que habló de forma demasiado heterodoxa durante un congreso de comunistas en Praga, y que esa misma noche cuatro rufianes nunca identificados lo reventaron a patadas en la puerta del hotel, aunque no le robaron nada. Terminó en un hospital, “con más huesos que nunca”.
Estudió en Chile, estuvo preso en El Salvador, lo iban a fusilar pero se escapó a Guatemala, luego fue a Cuba, más tarde a la Unión Soviética y finalmente a Checoslovaquia, antes de volver a Cuba como paso previo a su retorno clandestino a San Salvador. Se comentaba que viajaba mucho (Vietnam del Norte, las dos Coreas, China, las dos Alemanias). Hasta le mandó una carta a Julio Cortázar fechada en Hanói. Falso: siempre estuvo en Cuba, preparando el regreso a su país. Se sometió a una cirugía para modificar un poco su rostro. Su escritura era profunda, y a la vez provocaba irrefrenables carcajadas en quienes la leían. El propio Roque se reía mucho. Ernesto Cardenal lo recordaba como “el poeta más reidor que hubo sobre la tierra”.
Cuentan que durante una recepción alguien le presentó al flamante premio Nobel Pablo Neruda, quien lo saludó afable y distraído. Pero ocurría que ya se lo habían presentado otras cuatro veces esa misma noche. Roque, jodón como era, se lo hizo notar: “Sabe que esta es la quinta vez que nos presentan”. Neruda sonrió y dijo que tenía poca memoria para los rostros. Roque retrucó de inmediato: “No se preocupe, que aquí el único famoso es usted”.
Hay una gran cantidad de trabajos biográficos y ensayísticos sobre Dalton, quizá porque él representa, con una transparencia de vértigo, las vidas de un intelectual revolucionario en la década de los setenta del siglo XX. La obra de Horacio Castellanos Moya (Roque Dalton: correspondencia clandestina) se destaca entre todas por su rigor, su hondura, su apego a las fuentes y sus descubrimientos documentales. Es lo más recomendable para adentrarse en el mundo salvadoreño de ese tiempo. Castellanos Moya disecciona con respeto y astucia cartas inéditas, varias de ellas escritas de puño y letra por el propio Roque, lo que las vuelve tan auténticas como iluminadoras.
Porque ese es otro asunto: los cuestionamientos, la oscuridad y la difamación. Al poeta lo acribilló por la espalda, en las afueras de San Salvador, el “comandante” del Ejército Revolucionario del Pueblo Joaquín Villalobos, y lo hizo por orden del jefe máximo, un tal Rivas Mira. Después de ejecutarlo lo desaparecieron, y después intentaron acribillar su memoria. Dijeron que era un diversionista, o un agente de la CIA o un agente cubano. Huelga decirlo, pero resulta imperioso hacerlo: Roque no fue un diversionista ni un agente secreto. Fue alguien mucho más peligroso: un poeta de verdad.
Su irreverencia es continental y está viva, para su gloria y nuestro gozo. Ese atrevimiento esperanzado él lo subrayó, como una broma desoladora, en su obra Pobrecito poeta que era yo: “Pobrecitos nosotros, íngrimos-íngrimos aun en medio del gential de gente”. Roque Dalton sigue siendo, medio siglo después de su muerte, un poeta divertido y genial.
Fernando Butazzoni, periodista y escritor.