No quién, sino qué. Desde los años 2010, fuera de Uruguay, se puede decir la palabra Mujica sin hablar de la filigrana política del expresidente uruguayo. Mujica no significa ese expresidente determinado y su conjunto de políticas ni su corpus ideológico concreto. Ni siquiera significa “el presidente más pobre del mundo”. Eso es apenas un atributo del nombre. Mujica significa otra cosa. Es un artefacto. Algo que puede tomarse como una piedra y lanzarse contra los vidrios del sistema. Porque va en contra del sistema de forma decisiva. Desde la austeridad contra el consumo que está por volver inviable el planeta, por ejemplo, pero no solamente. Es una construcción simbólica que no depende de la trayectoria real de la persona que le da su nombre. Es más, esa trayectoria se desarma en fichas de lego –la guerrilla, los años de rehén en el aljibe, la chacra, el Volkswagen escarabajo, las frases filosóficas–, se la limpia de lo demasiado contingente –las contradicciones evidentes, las transacciones (in)necesarias para gobernar– y se la vuelve a armar con las fichas que sirven, dejando de lado las que no encajan en la nueva construcción. Así, rearmado, es otra cosa. Ese artefacto resultante, al responder a una necesidad colectiva del campo de lo simbólico, encarna.
Algo similar –pero sólo en el punto de partida– es lo que ocurre con el presidente salvadoreño, Nayib Bukele. Su política de seguridad mesiánica y extrema se ha convertido en una vidriera. El supuesto primer caso de éxito que los amantes de la “mano dura” pueden mostrar. Los candidatos de derecha de cualquier parte del mundo pueden decir Bukele y esa invocación parece eximirles de mayores detalles.
Simplificando al extremo, en la línea directa entre la representación del concepto y lo que ese concepto significa, los celebérrimos significante y significado de los albores de la semiótica, faltaba algo. Pero no había con qué darle. Leíamos la palabra perro y de inmediato se nos aparecía el peludo animal de cuatro patas. Hasta que llegó Mujica y por un accidente con su tractor le pasó por encima a su mascota y lo complicó todo. Demostró que es posible una perra de tres patas. Y dijo más. Dijo que en ese faltante está su potencia. ¿Qué pasó en ese momento? Pasó lo que había pasado siempre. La simplificación era insuficiente. Un químico y astrónomo estadounidense, Charles Sanders Peirce, encontró la fórmula provisional. Había un tercer elemento. Si lo pensamos, nos parece obvio. Por debajo del puente que une la representación del concepto y lo que el concepto significa, hay mucha agua que pasa. Esos remolinos de sentido requerían más que un tercer vértice, claro. Hubo también dos lingüistas británicos del siglo pasado, Charles Kay Ogden e Ivor Armstrong Richards, que propusieron un eslabón perdido en su libro El significado del significado (1923). Complicaron la cuestión diciendo lo obvio: ese triángulo muchas veces es un hexágono, un octaedro, un polígono de la cantidad de lados que podamos imaginar. El artefacto Mujica, en definitiva. Eso que permite tomar un Volkswagen escarabajo, una perra de tres patas y un estilo para volverlos piedras angulares de un edificio simbólico que no es estático, sino que es, al mismo tiempo, la piedra de toque de toda una cadena de movimientos. Sus enemigos políticos creían denostarlo cuando lo caricaturizaban con la frase “como te digo una cosa te digo la otra”. En verdad estaban definiendo una de las encarnaciones más complejas del triángulo de Ogden y Richards. El artefacto Mujica no te dice una cosa sola. Te dice muchas, y en su acumulación y en su contradicción está su potencia de significado. Naturalmente, en términos políticos, no alcanza. Se necesita tomar eso y organizarlo. Por eso el artefacto puede ser pasteurizado. Vaciado de contenido y rellenado de nuevo, todas las veces que la resistencia de los materiales llegue a permitirlo.
Con el artefacto Bukele pasa algo similar. Se pronuncia la palabra y de inmediato aparecen imágenes de pandilleros en paños menores con las manos detrás de la nuca, definitivamente vencidos y guardados bajo siete llaves en una cárcel sin colchones ni teléfonos celulares. Sarcófagos colectivos donde enterrarlos en vida. La combinación perfecta entre el deseo animal de matarlos a todos y la concesión desganada de mantenerlos vivos, pero lejos.
Sin embargo, aunque la explicación sea semiótica, la operación es política. El flamante secretario general de la Presidencia de la República de Brasil, Guilherme Boulos, lo explica en su libro Pra onde vai a esquerda? [¿Hacia dónde va la izquierda?] (Contracorrente, 2025). La ultraderecha logró, primero, generar el chivo expiatorio. El delincuente pobre. Porque no es el delincuente a secas. Es el delincuente pobre. Al delincuente rico se lo suele proteger poniendo obstáculos a las operaciones antilavado (por eso es tan positiva la política que está llevando adelante, en ese campo, el actual gobierno uruguayo). Al delincuente pobre se lo puede encerrar en una favela y masacrar, como pasó recientemente en Río de Janeiro,1 o se lo puede hacer volar por los aires en el Caribe sin juicio alguno, como ha hecho el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, con las supuestas narcolanchas venezolanas. A eso se le suma, afirma Boulos, el trabajo de zapa para cambiar la definición de “sistema”, que pasó de estar en el poder económico a estar en la política [la casta señalada por los libertarios argentinos]. Para hacerlo, agrega el autor brasileño, la ultraderecha ha creado un “ecosistema bélico”. Algo que, según la glosa de Boulos que hace el sociólogo José Mauricio Domingues, autor a su vez de Una izquierda para el siglo XXI (Mauad, 2021), contiene centralización política disfrazada de libre fluir de las ideas más extremas. Ahí hay, dicen, intelectuales orgánicos, militancia virtual, formación en liderazgo y un sistema de recompensas simbólicas y pertenencia. Ni más ni menos, afirman, que un “fascismo del siglo XXI”.2
Ante eso, la izquierda actúa de manera dispersa. ¿Qué hacer, entonces? Boulos dice que lo primero es evitar el atajo del centrismo, ese que implica diluir el programa y las luchas en nombre de la no polarización, que él diferencia de las alianzas con fuerzas del centro político (como la que se tejió con el actual vicepresidente brasileño, Geraldo Alckmin), eso que a veces hay que hacer para establecer un cordón sanitario contra la ultraderecha. Cordón aún innecesario en Uruguay, al menos que se tenga la trasnochada tentación de ayudar a crecer a ese enemigo interno para ampliar un arco democrático que liderar después (tentaciones demiúrgicas que no suelen salir bien). En términos discursivos, continúa Domingues mientras explica las ideas de Boulos, “es necesario revertir el desplazamiento”, ese que el neoliberalismo y la extrema derecha lograron hacer juntos. La izquierda tiene que volver a poner el eje en su sitio. Recordar que el “sistema” es el rico. Y agrega: “Se requiere revertir el uso de los más débiles como chivos expiatorios, devolviendo el foco de la indignación popular hacia los ultramillonarios”. En el corazón de esta mirada, asegura, está la razón de ser de la izquierda: la lucha contra la desigualdad. En otras palabras, volver a decir Mujica, en vez de decir Bukele.
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.
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“La masacre de Río”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, noviembre de 2025. ↩
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José Mauricio Domingues, “Que fazer? Guilherme Boulos e os rumos da esquerda”, Le Monde diplomatique, edición Brasil, 4-11-2025. ↩