En alguna habitación de una ciudad de Estados Unidos alguien mira con temor por el rabillo del ojo. Al mismo tiempo, en la Casa Blanca, el nuevo presidente de Estados Unidos desata la ira de Narciso. Se mira a sí mismo en sus desmanes más extremos. Se ampara en la supuesta legitimidad de los votos de su segunda elección. Son dos caras de la misma moneda de cambio. Esa que compra ilusiones y las paga con realidades.
En la habitación del miedo se pone todo en la balanza. Si se pasaron tantas penurias para llegar a ese sitio, esta amenaza nueva, la de ahora, debe ser vista como uno más de los obstáculos. ¿Hacia dónde? Esa pregunta importa menos que la anterior: desde dónde. Los migrantes que entraron a Estados Unidos, y permanecen, de manera ilegal no arribaron, en su mayoría, desde una tierra levemente ondulada donde todo llega tarde y diluido. La mayor parte lo hizo escapando de la violencia, la persecución y la pobreza extrema. Así que en la habitación del miedo se sigue adelante, porque atrás no hay nada. Si acaso afectos que proteger con la nostalgia cuando queda algo de tiempo para invocarla después de la dura jornada. Porque no hay día en que no se deje la salud de los huesos como depósito en el nuevo monte de piedad donde todo recibo es digital y se pierde cuando la memoria se agota. Los más optimistas, los que no los quieren expulsados, dicen que llegaron para ponerle el hombro al nuevo país. En verdad vinieron a perder la espalda. Así que desde la habitación del miedo se va de nuevo a trabajar esa mañana del 21 de enero, al otro día de la entrada de Donald Trump en la Casa Blanca. Igual. Con más precauciones si acaso.
Las redadas se amplían, se hacen más visibles, se esgrimen como arma de propaganda y como medida ejemplificante. No necesariamente para que no sigan viniendo ni para que se vayan. Ejemplificante para el resto de los potenciales damnificados de las potenciales medidas de Trump. Si no jugó con este tema, tampoco está jugando cuando habla de recuperar el canal de Panamá o de obtener Groenlandia. Las redadas son más fáciles, es cierto. Hasta la oposición demócrata se pliega en muchos casos. No es necesario reiterar la historia del chivo de la expiación. Ocurrió antes y está ocurriendo ahora. Replica, además, como un tam-tam de viejosecos también en el resto del mundo. La derecha europea se regodea en ese mismo espejo y también sube sus porcentajes de votos a causa del miedo que insufla en sus votantes. Una parte de verdad y muchas partes de mentira son la receta que utilizan. No es nuevo y es nuevo al mismo tiempo. Porque la realidad está fragmentada, y aunque la mayoría viva más cerca de la habitación del miedo, más cerca incluso de lo que piensa, cree estar con los ojos en el mismo espejo hacia donde el poder más profundo orienta la mirada. Así cada pobre diablo desata también, a su modo, su propia ira de Narciso. Todos tenemos una lasca de ese espejo para mirar y mirarnos. Lo que no es nuevo y es nuevo al mismo tiempo ya no necesita de las alianzas con las grandes siderurgias (ah, viejo malnacido de Krupp, que alimentabas los blindajes del Reich y ahora nos muestras tu palacio en las afueras de Essen como una imperdible atracción turística). Ahora la alianza es con la caja opaca del algoritmo. Blanco y lechoso, como una perla, no nos deja ver en su interior y desde ahí nos envuelve con su canto de sirena. No es posible atarse al mástil: el espejo está en la palma de la mano y desde ahí nos imanta la mirada.
Aquella estética de la crueldad que nuestros colegas de la edición Cono Sur de Le Monde diplomatique identificaban como parte de la forma de gobernar del presidente argentino, Javier Milei, adquiere, con Trump, su denominación de origen. Es la crueldad del mundo de los negocios. Un divo de ópera que despedía empleados en un reality show televisivo no puede asombrar a nadie cuando externa esos mismos comportamientos en su ejercicio del poder político.
Cree que para eso lo votaron. Todos creen que para eso los votaron. No importa lo que eso sea. Y nunca es del todo así. Los procesos de decisión del voto son el mayor misterio de la democracia. Por qué se vota a tal candidato y no a otro es un combo de costumbres, enojos e influencias. Se vota más por resentimiento que por convencimiento, podría decirse. En el fondo se vota más por votar como nuestro círculo de pertenencia que por las convicciones más profundas. O en ambos casos todo lo contrario. No se sabe a ciencia cierta, y esa incerteza es lo más científico de la ciencia política. Aunque se gasten horas de aire y bobinas de papel para explicar lo inexplicable. Porque, en el fondo, lo inexplicable puede explicarse si se acepta el camino escabroso de la complejidad antes que la sedosa vía muerta de lo simple.
El votante de Trump no quiere que expulsen a los migrantes o que le cambien de nombre al golfo de México y a la vez lo desea fervientemente. Porque quiere que el mundo sea puesto patas arriba. Que se haga a América grande de nuevo (sin saber que América no es lo que nombra sino, precisamente, el continente que ignora). Que los refinados y ricos demócratas –los Obama, digamos– paguen de una vez por todas el precio que siempre han pagado otros, en especial la “basura blanca”. No es su problema no entender que están más cerca de los problemas de un latino o de un negro pobre que del círculo de multimillonarios que desde la tribuna les señala quién es el enemigo. “El problema no son los pobres que votan a Trump, sino los ricos que no lo votan”, decía alguien. Una buena parte del secreto de las cosas está en esa frase.
Al tiempo que todo eso se desarrolla, algunas cosas empiezan a moverse en la dirección correcta. El jefe del gobierno español, Pedro Sánchez, comienza a hablar de la importancia de que las redes sociales dejen de estar amparadas en el anonimato. Dice que si detrás de cada cuenta hubiera un nombre real, y un documento de identidad real, para hacer a esa persona responsable de sus dichos –que después son actos, dijera el poeta, también español, cantado por Paco Ibáñez–, entonces la erosión democrática que implican estas formas bastardeadas de la comunicación tardaría un poco más en volvernos arena. Algo de eso empezó a tejerse cuando el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, le torció (un poco) el brazo a Elon Musk el año pasado. Por los libros del contador más que con el código penal, como había ocurrido con Al Capone. Que cada palabra tenga detrás una persona real. ¿O acaso los medios (ex) de prensa no deberían ser responsabilizados por lo que dicen los anónimos comentarios al pie de cada noticia? Explorar esos caminos puede hacer (algo de) mella en el principal producto que venden los dueños de los nuevos medios globales como X o Facebook: la posibilidad de tirar la piedra y esconder la mano.
En la habitación del miedo se ha hecho la noche. La jornada de trabajo ha sido dura, como siempre. Cayó la tarde y aún no se han encendido las lámparas. Sólo el reflejo azul sobre la cara del que pasa el dedo sobre la pantalla en un escrol infinito para ampararse del odio, a veces también con el odio. “Sólo” ha perdido la tilde. Se ha fundido, quizá para siempre, la soledad con el solamente. Para separar de nuevo ambos términos, juntarse es el antídoto; pero queda lejos.
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.