La caída del progresismo como fuerza moral hegemónica es el saldo –provisorio, pero ya perfectamente identificable– de las guerras culturales del presente. Es la puesta en cuestión del paradigma de la superioridad de la izquierda: nada define mejor el lado hacia el que sopla el viento de la historia que el apoyo de los jóvenes, que en muchos países hace ya tiempo comenzaron a emigrar hacia la derecha. Arrinconado, lanzando golpes lentos e imprecisos como un boxeador veterano, el progresismo está desorientado; incluso perdió el humor.
¿Qué falló? Resulta difícil todavía entender todas las causas, que podrán ir de la crisis económica global abierta con el crack financiero de 2008 al aumento de la desigualdad, pero habrá que registrar que lo que no funcionó es sobre todo una propuesta: la del “neoliberalismo progresista”, la “tercera vía” de Tony Blair y Bill Clinton [exmandatarios británico y estadounidenses, respectivamente, en los años 1990], que buscaba conciliar desregulación y apertura económica con políticas prodiversidad: la alianza tácita entre Wall Street y Hollywood. Dejando de lado su vocación universalista, herencia directa de la Ilustración, la izquierda global emprendió un giro culturalista bajo la estrategia de reemplazar –un intento vano en pos de compensar– su dificultad para ofrecer mejoras concretas en la calidad de vida de la gente, lo que en el Norte global se define como “agenda woke”, el neologismo al que recurrió el presidente argentino, Javier Milei, en su discurso en Davos.
Esta tendencia mundial –una izquierda más preocupada por la diferencia que por la igualdad– se reflejó también en Argentina, aunque de otra manera. El kirchnerismo, una alianza de hecho entre peronismo y progresismo, logró avances sociales notables, pero hacia 2008-2009, justamente cuando estalló la crisis global, el modelo comenzó a dar las primeras muestras de agotamiento. No debe ser casual que los últimos años de gobierno de Cristina Fernández –de floja performance económica– y la entera gestión del Frente de Todos liderado por Alberto Fernández –que fue directamente mala– se destacaran también por sus políticas progresistas (ley de matrimonio igualitario, ley de identidad de género, aborto). El problema, como dice el periodista español Ricardo Dudda, es una izquierda que se dedica a problematizar el poliamor en lugar de la desigualdad1; o como escribió Martín Rodríguez sobre el final del kirchnerismo: podés cambiar de documento de identidad, pero no podés cambiar de trabajo.
Prefiero de todos modos avanzar con cuidado; el camino es ripioso y no hay que pasarse de rosca con la crítica al progresismo, el vicio del intelectual que cuestiona sólo su propio campo. Veamos por ejemplo el tema de la superioridad moral progresista y su traducción operativa, la tan criticada corrección política. Pero la corrección política nace con un sentido noble, que es denunciar la injusticia por vía de un cambio en el lenguaje y una contención en el uso de las palabras. Si por momentos se convirtió en una policía de la moral, patrullando de modo inquisitorial redes y discursos, no fue porque los problemas que vino a develar se hubieran acabado: los negros siguen siendo discriminados, las mujeres sufren violencia doméstica, los inmigrantes son atacados (algo particularmente sensible en un país de inmigrantes como Argentina). Que por momentos se exceda no significa que el progresismo esté esencialmente equivocado, ni mucho menos que las desigualdades e injusticias hayan desaparecido.
Otro tema interesante es el victimismo como fuente de autoridad. La filósofa estadounidense Susan Neiman explica que históricamente el protagonista –el verdadero sujeto de la historia– era el héroe, que desempeñaba un papel activo y dinámico que hacía avanzar las cosas, pero que desde mediados del siglo XX la centralidad se trasladó a otra figura, en algún sentido opuesta, que es la figura de la víctima2. Este desplazamiento, que Neiman atribuye a la culpa colectiva generada por el Holocausto y la descolonización, tuvo en principio un sentido positivo y reparador, porque apuntaba a darles un lugar a los oprimidos y los desplazados, que sin embargo derivó en lo que la filósofa define como una “sobrecorrección”. El lugar de víctima no otorga un saber automático ni garantiza la verdad en todos los temas. Al mismo tiempo, la autoridad institucional –el maestro, el policía, el jefe del hospital– se diluye. Neiman, judía de izquierda que vive en Potsdam, piensa en el victimismo como argumento de autoridad de las organizaciones judías ultraconservadoras que operan en Alemania, pero podríamos también mencionar, en Argentina, el rol de Juan Carlos Blumberg como deformador del Código Penal o las opiniones de Hebe de Bonafini sobre diversos temas (los atentados del 11 de setiembre de 2001, la economía, los radicales).
Con una antena muy sensible para captar los excesos progresistas, la derecha actual explota este sobregiro victimista cultivando lo que Mauro Entrialgo, un humorista español que escribió un libro de fina sociología3, llama “malismo”, que es la exhibición de la maldad como instrumento de propaganda. Entrialgo identifica el origen de esta tendencia en España en la escena de la vicealcaldesa de Madrid haciéndose filmar mientras destruía un barrio de chabolas (viviendas precarias), exactamente lo mismo que hace el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, Jorge Macri, cuya gestión habla de “limpieza” mientras muestra a la Policía llevándose la frazada de una persona que dormía en la calle, o ese personaje insólito en el que se ha convertido el intendente de Mar del Plata, Guillermo Montenegro, que sube videos a las redes en los que llama “forasteros” y “zombis” a cuidacoches y linyeras. El “malismo” es también una moda estética, que va desde el tonto que se filma en moto violando los límites de velocidad a los nombres de tiendas y comercios (la peluquería “Rufianes”, por ejemplo). Y aunque no es algo nuevo, porque ya hace años el hoy nuevamente presidente de Estados Unidos, Donald Trump, había afirmado que podía matar a alguien en la Quinta Avenida e igual lo seguirían votando, lo notable es el desparpajo con que se exhibe la crueldad y la idea de compasión como debilidad o incluso defecto. “Si alguien tomaba un rehén, Harry el Sucio no disparaba. Y era Harry el Sucio”, recuerda Entrialgo. La comparación con el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, que antepuso su permanencia en el poder a la devolución de los secuestrados por Hamas, es sugestiva.
El declive del progresismo es un movimiento cultural. Conocida la victoria de Trump, varias corporaciones icónicas del capitalismo norteamericano que habían asumido compromisos con la “agenda woke”, en particular desde el asesinato de George Floyd [joven ultimado por la Policía en Minneapolis, en 2020, cuyo caso dio origen al movimiento “las vidas negras importan”], anticiparon su decisión de cambiar de rumbo. Walmart eliminó los programas de formación en equidad racial para su personal y anunció que dejará de tener en cuenta la raza y el género a la hora de conceder contratos a sus proveedores. McDonald’s canceló los cupos para mujeres y personas no blancas en posiciones directivas. Y Disney, que en la spin-off de Toy Story le había dado dos madres a Lightyear, que había creado una sirenita negra y puesto a un adolescente homosexual como protagonista de la película Mundo extraño, emprendió también un giro, expresado en el anuncio de que eliminará la trama transgénero en la serie Win or Lose. “Ya no haremos activismo político”, señaló su nuevo CEO, Bob Iger, mientras que en su último informe a los accionistas la compañía explicó: “Nuestros negocios dependen sustancialmente de los gustos y preferencias de los consumidores, que cambian de manera a menudo impredecible”.
Pero nada ilustra mejor este movimiento que la defección de Mark Zuckerberg, que durante años había apoyado diversas causas progresistas y cuya empresa, Meta, contaba con moderadores para combatir las fake news y había suspendido la cuenta de Facebook de Trump luego del intento de toma del Capitolio (igual que el viejo Twitter). Dos semanas atrás, Meta comunicó que ya no establecerá objetivos de género en la contratación de gerentes, sumó a su staff de directivos a Dana White, un viejo amigo de Trump, y anticipó que no recurrirá más a verificadores de contenidos. Muy criticados por la extrema derecha, que los considera básicamente censores progresistas, los moderadores de Meta detectaron y eliminaron en 2023, según datos de la misma empresa, 7,2 millones de videos con abusos sexuales infantiles, 6,4 millones relacionados con suicidios o autolesiones y 17,5 millones de discursos de odio4.
En medio de estas adaptaciones oportunistas, una de las cosas que más desconciertan al progresismo es el carácter ambiguo, por momentos paradójico, de la derecha. Por ejemplo, es tan anticientífica como ultratecnológica. La misma semana en la que Trump designó a Mel Gibson como su “embajador en Hollywood” luego de que el actor afirmara en un video viralizado que varios amigos suyos se curaron el cáncer tomando ivermectina, Elon Musk lograba la proeza de recuperar con éxito el propulsor de Starship, un avance en la reutilización de cohetes de gran envergadura que es clave para bajar los costos de los viajes al espacio. Algo parecido sucede con el nazismo. Musk puede hacer el saludo nazi –¡dos veces!– en un acto público y apoyar al partido Alternativa para Alemania, que utiliza eslóganes que evocan claramente al nacionalsocialismo, y sale indemne. No sólo Netanyahu lo perdona sino que la Liga Antidifamación relativiza el gesto: parece que lo hizo sin querer. En Argentina, la diputada Sabrina Ajmechet, acostumbrada a ver amenazas de antisemitismo a la vuelta de cualquier esquina, esta vez prefirió ser indulgente: “El que hace 24 horas están acusando de nazi es uno de los pocos no judíos que usan su voz pública para pedir que todos los secuestrados vuelvan a casa”, tuiteó. Como señaló Pablo Stefanoni: “La versión de Sabrina al menos es honesta: el que están acusando de nazi es nuestro nazi”.
¿Qué puede hacer el progresismo en medio de este desorden, cuando las corrientes profundas de la historia tiran tan evidentemente para el otro lado?
Se me ocurre sólo una idea: dejar de usar la expresión “fascismo”, cada vez más presente en marchas, discursos y posteos, como parte de un esfuerzo más amplio por revisar los excesos y entender aquello que el progresismo hizo mal. Reactualización hiperbólica del fallido eslogan “Macri basura/ vos sos la dictadura”, sobre el que en el pasado escribí bastante, la operación de asociar a la derecha actual con el fascismo histórico de la primera mitad del siglo XX es un problema. En un libro de próxima aparición5, el filósofo Santiago Gerchunoff explica que el sentido de usar una palabra tan cargada es encontrar en el pasado señales de lo que viene, una visión profética de la historia que nos serviría para evitar un futuro abominable, tan peligroso que si no lo frenamos a tiempo terminará en Auschwitz (o en la ESMA). ¿Y quién no quiere evitar un Auschwitz activando a tiempo la alarma antifascista?
Pero llamar “fascista” a Trump, al expresidente de Brasil Jair Bolsonaro o a Milei es un error político6. Sucede que cuando se piensa en estos líderes nadie piensa seriamente en la Marcha sobre Roma, la “noche de los cuchillos largos” o las cámaras de gas (aunque sí, claro, en hijos de inmigrantes separados de sus padres, policías violando los derechos humanos de las personas que duermen en la calle o ataques homofóbicos promovidos desde el Estado). Son cosas terribles, pero no son lo mismo, y entonces confunden. Al ser falaz, el argumento es más que inconducente: es contraproducente. Por eso creo que habría que revisarlo. El progresismo, ya lo dijimos, vive un momento de desconcierto y confusión; evocar imágenes inverosímiles no parece el mejor camino para superarlo.
José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
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“Guerra por la corrección política: ¿peligro rojo o disparate derechista?”, El Confidencial, 20-3-2019. ↩
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“El victimismo se ha convertido en una fuente de autoridad”, ethic.es, abril de 2024. ↩
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Malismo. La ostentación del mal como propaganda, Capitán Swing, 2024. ↩
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“Preocupación por las consecuencias de la estrategia de Meta de eliminar sus verificadores de contenidos”, Infobae, 14-1-2025. ↩
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Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo, Anagrama, 2025. ↩
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El sociólogo Daniel Feierstein escribió un libro (La construcción del enano fascista, Capital intelectual, 2020) en el que advertía, temprana y proféticamente, sobre la movilización reaccionaria de la extrema derecha. Feierstein entiende el fascismo como una técnica, la utilización del odio como herramienta de construcción política que dirige la frustración social contra grupos débiles (judíos, gitanos, inmigrantes, “pibes chorros”). Aunque la perspectiva es interesante desde el punto de vista académico, sigo pensando que políticamente es poco adecuada. ↩