¿Qué quiere decir llegar a Malvinas? Buscar la forma del mapa por la ventanilla del avión mientras el piloto se aproxima. Ver el nombre de Falklands en cada cartel. Pensar que eso que se ve en el camino a la ciudad, después de pasar por la aduana de la base militar británica, se parece demasiado a la Sierra de las Ánimas.

Mares de piedra. Así se le decía a algo similar a esas formaciones rocosas en las clases de geografía del liceo. Más bien parecen un delta. Rocas en las que podría navegarse mejor que en el mar encrespado que nos rodea. Hijas de la utopía geológica de Gondwana, hoy, en el mejor de los casos, son una exclamación de asombro en el paisaje. En el peor, se las tritura para hacer el material de la carretera que vamos atravesando.

Nadie me ha invitado a llegar hasta aquí. Soy un viajero más entre los cinco viajeros que vamos en esta camioneta. Estamos recibiendo la primera inducción del hotelero que nos aloja en estas islas donde viven más de 60 nacionalidades. Vamos dos uruguayos, dos argentinos y un canadiense. Ese ingeniero especializado en alguna de esas especialidades que se necesitan en la Antártida es suscriptor de la edición francesa de Le Monde diplomatique. El mundo es pequeño, comentamos, amparados en el lugar común y en la contradicción con la inmensidad que se abre ante nosotros mientras vamos apretados en este Land Rover. Hay lugar, sin embargo, para un pasajero más. Entre todos aquellos que podrían haber venido conmigo elegí traer al cabo de segunda Jorge Eduardo López. Uno de los otros sobrinos de mi tía de San Luis. Uno de los otros nietos de mi abuela de Santiago del Estero. Me esperaba en una celda. La antigua prisión de Ushuaia está reconvertida en un haz de museos. Cada ala del panóptico es un museo diferente. Cada celda, una sala. Jorge Eduardo López me esperaba con su rostro de cabecita negra. Su traje de marinero del guardacostas Río Iguazú, hundido por la armada de Su Majestad en 1982. Su mirada de seriedad que podría esconder la tristeza de un destino. Un inútil rosario de plástico blanco atravesado al portarretratos. Nada sabía de su existencia antes de entrar al diminuto espacio de su celda. Enseguida supe que lo llevaría conmigo a Puerto Argentino cuando aterrizara una semana más tarde.

Pasamos frente al monumento a los caídos británicos. Nuestro anfitrión nos dice que cuando hablemos con los isleños lo mejor es no decir Malvinas. Tampoco es necesario decir Falklands. Alcanza con llamar a este lugar como “las islas”. No me parece inadecuado. Por algo los griegos no necesitan nombrar Constantinopla. Le dicen, simplemente, la ciudad. En esa simpleza está su inmensidad. Todos hacemos como que no lo vemos menos el canadiense. “La bruja”, dice, y señala el busto de la baronesa Margaret Thatcher. La recuerdo. Estaba en las revistas Tal Cual que había en la casa de mi abuela. Las tapas la mostraban con dientes de vampiro o bigotito a lo Hirlet. No es un error de imprenta. Mi abuela sostenía que nunca se debía escribir ese nombre. Ensayo mi variante y corrijo el apellido de la baronesa. Thachter igual se entiende.

Parece guionado. En el árbol más frondoso de la plaza principal se posan cuatro aves rapaces. Tienen el cuello punzó. Diría que se parecen a los buitres. Llega un quinto planeando. Su vuelo está lleno de belleza, igual que esta ciudad modelo en medio de la nada. En medio de una nada que en cierta forma lo es todo. Uno de los argentinos que vienen en el Land Rover es obrero de la construcción. Finalista de obra. Después de alabar la maestría de los albañiles escoceses que han construido estas casas, pregunta si le dejarían llevar una botella de plástico llena de tierra. Está prohibido, le responden. Llevar tierra es una ofensa. La volcarían delante de tus ojos al revisar tu equipaje de salida. Parece que muchos argentinos lo intentan. Pequeñas botellas de gaseosa sacadas de contrabando para recuperar la tierra perdida. Hace dos semanas uno trató de llevar dos casquillos de bala que había encontrado en un antiguo campo de batalla. Se los quitaron. Le dijeron que en otro país eso es un delito. Que incluso aquí, en las islas, puede ser un delito. Que agradezca que no debió quedarse una semana más en la cárcel de Stanley. Podrían haber ensayado una variante. Que agradezca que no está 40 años atrás y que las dos balas no se las lleva en el cuerpo. Como Jorge Eduardo López, cabo de segunda del guardacostas Río Iguazú. Nacido en Troncos del Talar, partido de Tigre. Caído cerca de Puerto Darwin a las 8.25 de la mañana del 22 de mayo de 1982. El primo que no sabía que tenía.