Antes que nada. Martín Caparrós. Random House, Buenos Aires, 2024. 660 páginas, 990 pesos.

Como todo libro de Caparrós, este, sus memorias, es una lección de periodismo. No tanto sobre cómo se escribe, sino sobre cómo se hace. No el periodismo, sino el periodista. Cuenta cómo se fue haciendo mientras todavía no sabía que esto era lo que quería hacer. Lejos, eso sí, del self-made man. Porque Caparrós narra cómo se fue construyendo siempre con otros. Con la familia, con los condiscípulos del Colegio Nacional Buenos Aires, con los compañeros de militancia, con los cruces minúsculos en una esquina del camino, con los colegas en los medios y en los bares, con los amores que fue encontrando, con las ciudades en las que se hizo sitio.

Tiene, además, un juego permanente con la poesía, que fue su primera escritura y también la penúltima, ya que reproduce el texto en rima gauchesca con el que recibió en marzo de 2023 el premio Ortega y Gasset de periodismo. El libro está salpicado por poemas, que llama “Mis muertes”, sobre momentos extremos en que estuvo por perder la vida. Es un recurso que, con mayor o menor fortuna, también incorporó a sus otros trabajos de largo aliento, generando un estilo propio de crónica. Algunos son textos que no pueden leerse aislados del resto, piezas de un puzle no poético, pero en otros llega a esa rara perfección del verso que permite saber que estamos, también, en presencia de un poeta: “Mis muertes: 2004” es uno de esos casos y podría estar en cualquier antología de la poesía argentina de este primer cuarto de siglo.

Es, también, un libro para escuchar. Caparrós, que quiso ser baterista de jazz entre muchas otras vidas que pensó que tal vez pudo haber tenido, va desgranando a lo largo de estas páginas la música que lo fue marcando. Desde el primer encuentro con The Beatles a los ocho años hasta el “Concierto de Colonia”, de Keith Jarrett, que a veces piensa que podría ser el sonido con el que le gustaría morir. Aparecen “La balsa” de los años 1960, Dizzy Gillespie “y su trompeta chillona”, el sótano de La Mandrágora donde conoció a Joaquín Sabina, pero -sobre todo- a Javier Krahe. Entre esas músicas cuenta su relación con la literatura, con algunos hallazgos filológicos como el párrafo sobre los hermanos Pinzones, rima escolar que es literatura y música al mismo tiempo. Plantea, cuando aborda el tema, la paradoja de que su éxito como cronista quizá haya venido acompañado de su fracaso como novelista, que fue lo que siempre intentó.

Es, por supuesto, un libro enteramente político, sobre los intentos de transformar el mundo para quitarle la injusticia. Pelea contra el peronismo, es radical contra el fascismo, no es condescendiente con el socialismo, fustiga el sistema en que vivimos. En síntesis, se niega siempre a la neutralidad, incluso cuando esta se disfraza de “honestismo” (palabra que dice haber inventado). Al hablar de las experiencias latinoamericanas de izquierda olvida la existencia de Uruguay, un país con el que parece tener un raro vínculo de negación. Está en su derecho, ya bastante mal se lo entiende y se lo caracteriza, idealizándolo, desde la vecina orilla como para no agradecer cuando se lo ignora.

Antes que nada también es, en capítulos que se van alternando con las memorias, una descripción de la enfermedad que el autor padece, la esclerosis lateral amiotrófica. Pero eso, siendo lo más importante de muchos momentos de la vida presente de Caparrós, no es lo único esencial al libro. Está ahí también, como tantas otras cosas esenciales para leer cómo elige recordar su vida uno de los tres o cuatro periodistas más influyentes de la lengua castellana. También poeta y un poco novelista, también.