Casi nadie estaba al pie del televisor viéndolo en directo, pero casi todo el mundo occidental lo vio en sus teléfonos el mismo día. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tendía una emboscada ante las cámaras al mandatario ucraniano, Volodímir Zelenski. El tono, el sentido profundo del contenido, el carácter dramático de la tensión entre los personajes (el comandante en jefe del ejército más poderoso del mundo y el debilitado líder de un país en guerra que depende de la ayuda del primero) tenían la potencia suficiente como para que olvidásemos que el naipe más amenazante no estaba a la vista en esa mesa del 28 de febrero. Podría pensarse, con razón, que peor que la perspectiva de tener por delante cuatro años de Trump es el potencial de continuidad del trumpismo por otros ocho años que implica el vicepresidente, J. D. Vance, un Trump peor que Trump, y agazapado. Pero la amenaza real proviene del naipe ausente.

Así como el nazismo del siglo XX no hubiera sido más que una caricatura sin sus dos apoyos fundamentales, las masas y los industriales, ahora la participación sin tapujos de los nuevos dueños de la técnica en la formación de esta internacional reaccionaria que Trump encabeza ha logrado perfeccionar aquel viejo instrumento de la oligarquía. No sólo son dueños del avance técnico que sostiene sus medios de producción, sino también de la arena comunicacional y política que los defiende. Gustav Krupp, el industrial del acero al servicio de los nazis, ya no necesitaría aportar su dinero para que Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda de Adolf Hitler, hiciera su magia. Hoy Krupp y Goebbels se encarnan en la misma persona. O mejor sería decir que se encarnan en la misma función, porque cuando se trata de condiciones sociales el nombre propio clarifica y enmascara al mismo tiempo. No sólo fue Krupp. Ni siquiera fueron solamente alemanes. También Henry Ford recibió, en 1938, la Gran Cruz del Águila de manos “enemigas”. Era, en el sentido último, una cuestión de clase.

Pero volvamos al futuro. Elon Musk no estaba en la mesa de la emboscada, pero está en cada movimiento de Trump. Dueño de X para alinear a la opinión pública, de Starlink para dar o quitar conectividad, de Tesla para monetizar todo lo anterior y también sus opuestos (porque el coche eléctrico no deja de ser, con sus matices, una aspiración del progresismo), Musk encarna la verdadera carta nueva de la configuración del fascismo del siglo XXI. Y la más vieja al mismo tiempo. Ya decía Rodney Arismendi –el principal teórico de la caracterización de las dictaduras latinoamericanas como fascistas– que el terrorismo de Estado nacía de un matrimonio bien avenido entre las oligarquías y el imperialismo1. Ambas palabras fueron tachadas del diccionario con el fin del campo socialista. Sin embargo, ese mismo cambio de era volvió a insuflar vida en una de ellas, con el advenimiento del capitalismo salvaje de la transición en el mundo exsoviético. Sólo que el sustantivo no salió sólo del quirófano después del lifting, ahora el oligarca era “oligarca ruso”, una suerte de empresario mafioso de malos modales que usaba su fortuna para formar parte de manera descarada del primer círculo del poder político y así aumentar aún más su riqueza. Una definición que calza sin mucha dificultad en el pie derecho del dueño de Starlink. Y en cuanto a la segunda palabra, “imperialismo”, Trump se ha encargado de que recordemos que quizá nunca se había terminado de ir del todo. Si Arismendi ponía el acento en la oligarquía financiera como parte del entramado fascista, hoy serían las fortunas del mundo tecnológico, tan tentaculares como aquellas pero con un potencial incluso mayor. No sólo las incluyen (piénsese en el fenómeno cripto) sino que se ensanchan hacia lo que todavía aparece como inimaginable.2

El anuncio de que Musk estaría ofertando para comprar OpenAI (la gran empresa de inteligencia artificial, IA), sumado al éxito de Grok (el componente de IA de la red social X), pone a uno de los principales jugadores de este nuevo fascismo a las puertas de la cancha grande de una inminente revolución tecnológica.

Conectar este último dato con el video que puso a circular Trump sobre su distopía para la Franja de Gaza no es nada tranquilizador, aunque sea sólo un juego cruel de un hombre añoso que nunca maduró emocionalmente. Porque transformar un escenario de genocidio en una riviera kitsch no sólo revela un macabro mal gusto estético, sino que envuelve el concepto de limpieza étnica en el celofán de la desvergüenza. Es posible acabar con un grupo humano, destruir sus hogares y quedarse con su tierra ya no con un objetivo bíblico, sino para lucrar con la masacre a través de un gran proyecto inmobiliario. Todo eso dicho en un video creado por la misma herramienta con la que se puede crear versiones alternativas de lo real. Potencialmente (porque estamos en sus albores) tan perfectas que no sólo enmascaran lo verdadero, sino que lo transforman al incidir en su percepción sin que pueda distinguirse de lo falso. La IA en manos de esta internacional reaccionaria no sólo va a sustituir puestos de trabajo, también nos va a convencer de que eso nos hará más felices.

Epílogo

Suenan las sirenas. El día amaneció nublado aunque sin la lluvia apocalíptica que se había venido anunciando en la última semana. Mientras este editorial termina de escribirse un presidente extranjero se dirige a la plaza Independencia. Quizá sea el jaqueado Gustavo Petro, de Colombia. O Luis Inácio Lula da Silva, que desde Brasil volvió a poner al continente en el concierto del sur global. O Bernardo Arévalo, de Guatemala, nacido en Montevideo cuando su padre tuvo que exiliarse. Quién sabe. Las motos de la policía de tránsito le abren camino. En unas horas Uruguay tendrá un nuevo gobierno. Lo votaron para que esté en las antípodas de Trump. Lo más lejos posible de esa política del matón desquiciado que impone el presidente de Estados Unidos y que arrasa mucho más que los consensos de los socios occidentales: abre una tinaja de Zeus –porque ni era caja ni la había creado Pandora– de la que van saliendo, ya sin pudor, todos los males. Suenan más sirenas. No se sabe si se desatará la tormenta o si el tiempo se mantendrá apenas amenazante. Comienza un día más en la aldea de Astérix.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique edición Uruguay.


  1. Rodney Arismendi, “Conversación con estudiantes latinoamericanos”, en Sobre la enseñanza, la literatura y el arte, Ediciones Pueblos Unidos, Montevideo, 1989. 

  2. Ver Claudio Scaletta, “El imperialismo tecnológico”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, febrero de 2025.