Fue uno de los más originales escritores latinoamericanos del siglo XX. Nacido en Chacabuco (Argentina) en 1925, supo dotar de hondura y colorido las grises historias cotidianas de cada día, ya fuera de su pueblo o de la metrópoli donde vivía, que recreaba con prosa siempre contenida y a la vez desbordada de humor y hondura.

Fue periodista, piloto de avión, seminarista, navegante, náufrago, nadador de aguas abiertas, vecino del Delta del Paraná y de La Paloma, en Rocha. Fue guionista de cine y docente. Y también fue un militante político de izquierda. Acabó por ser un desaparecido en 1976.

Tuvo una vida breve y desbordante de aventuras materiales y espirituales. Sin embargo, eso no se reflejó de manera explícita en las historias de sus cuentos y novelas, aunque siempre formara parte de las estructuras narrativas y aun de los asuntos. Se puede decir que su alma aventurera es un río subterráneo que corre bajo la espléndida arquitectura de su obra. Está y fluye, pero no se ve. Su novela En vida (Seix Barral, 1971) es un ejemplo de transparencia y ambigüedad, de horizontes infinitos y muros cercanos.

Oreste, uno de sus más entrañables personajes, presente en varias de sus narraciones, lo piensa con una precisión que destila poesía y desencanto: “Oreste se detuvo en la palabra perder, que acarició como a una piedra rugosa, palpando sus bordes sin saber qué hacer con ella”.

Su vida literaria fue apreciada y brillante. Ganó premios internacionales, fue distinguido en su propio país, era considerado uno de los grandes talentos de la literatura argentina junto con un minúsculo pelotón integrado por Rodolfo Walsh, Jorge Luis Borges, Juan Gelman, Alejandra Pizarnik y dos o tres más, si acaso.

En 1976, seis semanas después de comenzar formalmente la dictadura en su país, el general Jorge Rafael Videla lo desapareció y, de paso, lo hizo entrar en la inmortalidad. Como el Oreste de Mascaró, el cazador americano, que fue su última novela, el escritor cabalga desde entonces en una bruma de admiración y rencores. Su militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores de Argentina lo coloca en ese sitio en el que habitan los molestos más intransigentes. Sus libros fueron prohibidos, quemados, desaparecidos, al igual que su autor. De nada valió la intercesión de Ernesto Sabato y Borges ante el dictador. Conti era, en ese momento, uno más de ese montón sin rostro: los desaparecidos en Argentina.

Después de la dictadura, cuando se pudo, llegaron los honores para esa sombra que era su nombre: en el liceo donde fue profesor, en su ciudad natal, en el Delta donde pasó largas temporadas. Una casa museo, una placa recordatoria, un día (el 5 de mayo) consagrado a su memoria. Y el Espacio Cultural Haroldo Conti, un sitio lleno de vida y alegría que funcionó en el Museo de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), en Buenos Aires.

Funcionó sí, pero hasta el 31 de diciembre de 2024. Ahora, el presidente argentino, Javier Milei, lo cerró. Decisión administrativa, dice. Recorte, agrega. Hay que gastar menos plata en boludeces, insiste. Haroldo Conti pertenecía a esa subespecie llamada por Milei “zurdos hijos de puta”, un insulto que dice mucho más de quien lo profiere que de sus innominados destinatarios. Lo cierto es que esa infeliz decisión, oh paradoja del destino, ha vuelto a colocar a Conti en el tapete. A principios de enero, el centro cultural fue cerrado definitivamente. Quizá, después de todo, tal medida acabó por convertirse en una consagración definitiva e incontestable, en una especie de premio Nobel de la dignidad recibido post mortem por Haroldo.

Ahora su nombre está en boca de todos, en Buenos Aires y en las provincias. Ha habido reclamos y manifestaciones, manifiestos, cartas firmadas por cientos de intelectuales. Y sus libros son leídos de nuevo, con cierto asombro, por jóvenes que ni siquiera sabían de la existencia de ese aventurero que escribía con una energía delicada y única, consciente del significado de la fugacidad y la permanencia. Él lo dejó grabado para siempre con pocas palabras en su cuento “Perfumada noche”: “La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas que cabe en unas cuantas líneas. Pero a veces, así como hay años enteros de una larga y espesa oscuridad, un minuto de la vida de un hombre es una luz deslumbrante”.

Fernando Butazzoni, periodista y escritor.