Fue cantante, compositor, libretista, profesor, actor, poeta, director de teatro, militante comunista. Fue un agitador político y un activista cultural de enorme impacto, un internacionalista de las ideas y las canciones. Por eso Pinochet lo hizo matar.
Escribir sobre él es escribir sobre mí, sobre nosotros, sobre hoy. Aquí en Chile, a 100 kilómetros de Santiago y entre las montañas del Cajón del Maipo, afirman que el verano “empieza a terminarse”. Hace calor, el sol revienta las rocas y los pastos amarillean, pero ya se percibe en el aire la llegada del otoño. Eso aseguran los que saben. Eso dicen nuestros anfitriones, Juan Lanata y su compañera Soledad Giralt, “la Sole”, dos referentes cajoninos que viven desde hace décadas en un caserío ubicado casi a los pies del cerro El Morado, una mole de roca y nieve de 4.600 metros de altura, en la cordillera de los Andes.
Ya es media tarde. Estamos en el patio de la casa. Hay canteros con flores y hay unas banderitas nepalíes que se recortan contra un cielo sin nubes. Somos un grupo de amigos, hablamos, con Lucy nos reímos. Ha sido un día emocionante y hermoso. Por la mañana, junto a Marta Cisterna y Eduardo Cardoza, hicimos un mínimo homenaje a los tres uruguayos desaparecidos en esta zona tras el golpe de Estado: Juan Povaschuk, Ariel Arcos y Enrique Pagardoy. Pero eso fue hace varias horas, o siglos quizá, junto al monolito colocado en memoria de nuestros muchachos a unos kilómetros de aquí, donde fueron secuestrados. Aquello ocurrió en 1973 y ahora es marzo de 2024.
Me voy de la reunión por un momento, bajo unos escalones de adoquines, camino unos metros hacia una calle de tierra y entonces ocurre la magia. Desde algún lugar entre los álamos, supongo que de una de las cabañas que hay allí, nace la música. Primero es un punteo de guitarra y luego llega la voz de Víctor Jara, su voz plateada, poderosa: “Paloma quiero contarte/ que estoy solo/ que te quiero”. ¿Esa voz reverbera en el aire o apenas está en mi memoria?
Son inciertos algunos datos de su biografía. Nació según unos en Santiago, y según otros en la región de Ñuble, en 1932 o quizá en 1938, en un ambiente campesino marcado por la música. Se ha dicho y repetido que Jara se hizo a sí mismo, que fue un autodidacta, un genio popular y revolucionario. Pero esa consideración contiene un error conceptual, porque entre él y su arte estuvo antes que nadie su madre, Amanda Martínez, que cantaba y tocaba la guitarra y conocía muchas coplas campesinas. Y después estuvo Violeta Parra, y más tarde la Unidad Popular de Allende, y estuvieron también Daniel Viglietti, Silvio Rodríguez y tantos otros. Y su mujer Joan Turner, y su hija Amanda, y su casi hija Manuela. Y estuvimos nosotros, los de entonces y los de ahora, junto con el folclore y el rock, con los Inti Illimani y Malvina Reynolds. En rigor, a Víctor Jara lo hicimos entre muchos, apoyados por esa voz poderosa y una manera de vivir la época.
Algunas de sus letras son himnos de nuevo tipo, cantos que celebran a los dioses cotidianos del amor, el trabajo y la lucha. “Plegaria a un labrador” y “Te recuerdo Amanda” (ambas de 1969) suenan como salmos. Esas canciones se volvieron estandarte mucho más allá de las fronteras de su país. Yo las escuché cantadas en sueco en el festival de Roskilde, en Dinamarca, en el verano europeo de 1983. Diez años antes habían asesinado a Jara en el estadio Chile.
El humor político de Víctor siempre fue afiladísimo, acompasado por una conciencia social de mirada enérgica, casi dolorosa. Él era un conocedor de la vida y las necesidades de los pobres, tanto de los campesinos como de los proletarios urbanos. La versión chilenizada de “Little Boxes” (compuesta por Malvina Reynolds en 1962 con arreglos de Pete Seeger) es un ejemplo de esa mirada demoledora. Convertido por Jara en “Las casitas del Barrio Alto”, el tema se volvió una potente denuncia contra la burguesía de su país. Tuvo un éxito inmediato, cantado y coreado por miles, a veces con sorna, casi siempre con bronca.
El sol declina. La canción de la paloma va y viene entre los álamos. Regreso a la casa de Juan y Sole, al patio con las banderitas nepalíes. No sé si aluciné, si esa música estuvo allí porque sí, o por mí. Nuestros anfitriones me miran. No digo nada pero sonrío porque pienso en la magia de la montaña y en la voz de Víctor que sigue ahí, acá, en todas partes. Él está en nosotros. “Paloma quiero contarte”, dice.
Fernando Butazzoni, escritor y periodista.