Bruselas desconfía de Moscú. Pero el temor y el error de los europeos no consisten tanto en haber creído en la palabra del presidente ruso, Vladimir Putin, sino en haber imaginado que podían no cumplir con la suya sin que esto tuviera consecuencias. Quizá no sea en Moscú donde deban buscarse los riesgos de un estallido general en Europa.

“Francia no es una isla”, advirtió Emmanuel Macron el 20 de febrero en las redes sociales. “Estrasburgo y Ucrania se encuentran a unos 1.500 kilómetros de distancia; no están muy lejos”. Primero, el Donbás, ¿después, Alsacia? El alarmismo sobreactuado del presidente francés quizá hizo sonreír a su ministro de Defensa, Sébastien Lecornu, quien –como la mayoría de las personas sensatas– descartó este escenario: “Como es lógico, puesto que somos una potencia con armas nucleares, no estamos en la misma situación que un país que carece de ellas”1. Su predecesor, Hervé Morin, se preguntaba en Le Journal du Dimanche del 9 de marzo: “¿Es realmente necesario que preocupemos en exceso a nuestros compatriotas diciéndoles grosso modo que Rusia representa la mayor amenaza para las fronteras de Francia?”.

La cuestión podría plantearse en los mismos términos en Alemania, España o Italia. Pero... ¿más al este y en torno al mar Báltico? ¿Se avecina un conflicto mayor en el corazón del viejo continente? Salvo contadas excepciones, personalidades y líderes europeos ya no se preocupan por usar el condicional: el Ejército ruso se prepara para la acción. En una nota publicada el 1° de marzo en el periódico Le Parisien, Macron explicó que, en caso de un alto el fuego duradero en Ucrania, Moscú va a atacar “sin lugar a dudas Moldavia y quizá también Rumania”. Para Raphaël Glucksmann, eurodiputado por el partido Place Publique, “las tropas rusas van a cruzar las fronteras” de Estonia y Letonia (Le Monde, 22 de febrero). Una versión reciclada de la teoría del dominó expuesta dos días antes en L’Express afirma: “Vladimir Putin [...] no se detendrá hasta poner de rodillas a Ucrania, antes de dirigirse contra Georgia, Moldavia e incluso los países bálticos y Polonia”.

La perspectiva occidental

Visto desde Bruselas o París, existen dos obstáculos que tornan imposible la vía diplomática: la convicción de que Rusia sólo entiende el lenguaje de la fuerza y la certeza de que Putin miente. Esta desconfianza se arraiga en una determinada lectura de las causas del conflicto, cuya responsabilidad recaería enteramente en Moscú. Las tres últimas décadas fueron reinterpretadas a la luz de una serie de guerras rusas: Chechenia (años 1990), Georgia (2008), Crimea-Donbás (2014) y, por último, la invasión generalizada a Ucrania (2022). Puestos en perspectiva, estos conflictos responderían a un plan de restauración de las fronteras soviéticas, o incluso de una zona de influencia en Europa, en especial a través de la manipulación de las elecciones. La invasión generalizada a Ucrania, luego de que Rusia se comprometiera en 2015 a resolver la cuestión de las repúblicas separatistas prorrusas del Donbás por medios diplomáticos, demostraría que el Kremlin sólo estaba aguardando un pretexto para avanzar. Pensar lo contrario equivaldría a ser un “ciego” o, incluso, a tener una “fascinación” por Rusia, ante la cual Occidente habría demostrado una debilidad execrable2.

En realidad, el error de los occidentales no consiste tanto en haber creído en la palabra de Putin, sino en haber imaginado que podían no cumplir con la suya sin que eso tuviera consecuencias. Cuando patrocinaron los Acuerdos de Minsk en 2015, París y Berlín no buscaban en absoluto aplicarlos, tal como lo reconocieron con posterioridad el expresidente francés François Hollande y la excanciller alemana Angela Merkel. Dejaron que Kiev hiciera de la recuperación del control de su frontera un requisito previo para la organización de elecciones locales, pensando que el Kremlin se conformaría con un estancamiento. Por lo demás, algo que han advertido muchos otros observadores: en el pasado, ¿acaso el Kremlin no se limitó a mantener separatismos similares de baja intensidad en Georgia o Moldavia con el objetivo de asegurarse de que esos países no se unieran a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)? Además, tanto Francia como Alemania consideraban que habían hecho una concesión importante al aceptar, sin demasiadas protestas, la anexión de Crimea, cuando ambos países continuaban con sus cooperaciones económicas, especialmente en materia energética.

La perspectiva rusa

Sin embargo, los occidentales olvidaron un detalle: a los ojos de Moscú, Ucrania no es ni Georgia ni Moldavia. Desde 1991, la inclinación de Rusia a considerar Bielorrusia y Ucrania –el corazón “nacional” eslavo y ortodoxo del antiguo Imperio zarista– países íntimamente ligados a ella nunca se debilitó: representan mucho más que una zona de influencia3. La anexión de Crimea tenía como objetivo hacer que los occidentales reconocieran esa línea roja y lograr poner un freno –de manera oficial– a la expansión euroatlántica hacia Kiev. Como ese objetivo no se logró, Rusia decidió retomar el camino de la hostilidad.

La particularidad del caso ucraniano debería evitar que se haga una transposición indiscriminada de esta situación a otros países de Europa del Este. Si bien la geografía sitúa a los países bálticos y a Polonia en las fronteras rusas, su “valor” no es el mismo desde la perspectiva de Moscú. Los riesgos asumidos por el Kremlin para mantener a Kiev a la fuerza dentro de su órbita no tienen punto de comparación con los que debería enfrentar para voltear a otros países, incluso aquellos que albergan minorías rusohablantes, como en Lituania, Letonia o Estonia. Incluso si se le atribuyera a Moscú una sed insaciable de territorios, difícilmente podría satisfacerla. Atacar a los estados bálticos equivaldría a entrar en confrontación con una coalición de la OTAN que incluye, potencialmente, a una treintena de países europeos, sin contar Estados Unidos.

Rusia no es la Alemania de los años 1930, con la que se la compara todo el tiempo. Con frecuencia, para denunciar la conducta de debilidad que hoy dejaría el camino libre a la aplanadora rusa, se invoca el precedente del abandono de Checoslovaquia en 1938 por parte de Francia y Reino Unido. Sin embargo, la blitzkrieg [guerra relámpago de los nazis] de setiembre de 1939 contra Polonia, bajo el pretexto de proteger a las minorías alemanas, resultó en la capitulación de cinco países de Europa occidental menos de un año después. Hoy, el Ejército ruso va ganando –a cuentagotas– algunos cientos de kilómetros cuadrados en el Donbás, mientras se enfrenta a un único ejército (aunque bien abastecido en equipamiento). A pesar de que no ha logrado apoderarse de Kiev, ¿atacaría Riga o Tallin sin un motivo válido? Moldavia, más vulnerable, no cuenta con una garantía de protección de la OTAN. No obstante, si Moscú intentara establecer un puente terrestre desde Crimea hasta Transnistria, o incluso avanzar hasta la desembocadura del Danubio, primero tendría que conquistar toda la costa norte del mar Negro, incluida Odesa, una ciudad con el doble de población que la de Mariúpol en 2022.

La hipótesis del conflicto

Estas consideraciones no descartan en absoluto el escenario de un estallido en Europa. No todas las guerras comienzan con planes de conquista tramados en secreto por los estados mayores. La Primera Guerra Mundial estalló debido al juego de rearme de las naciones y la mecánica de las alianzas que un incidente terminó por desencadenar. La situación actual no carece de esos ingredientes. El peligro podría provenir menos de la potencia militar rusa (muy relativa) que de su vulnerabilidad, sentimiento que comparten los países fronterizos con Rusia más dependientes de Washington. Además de los cientos de miles de muertos y heridos, Moscú perdió cerca de 12.000 vehículos blindados desde el 24 de febrero de 2022, incluidos 3.786 tanques de guerra4. El Ejército agotó sus reservas soviéticas, lo que ha reducido de manera significativa su ventaja convencional. Dependiendo de los modelos, sus reservas de blindados sólo representan entre el 10 por ciento y el 50 por ciento del nivel que alcanzaban en 20225. Hoy en día, en el espacio báltico, Rusia se encuentra en una posición de inferioridad en el plano convencional. Pavel Baev, investigador del Instituto de Investigación sobre la Paz de Oslo (PRIO, por su sigla en inglés), explicó: “Durante la primera fase de la invasión a Ucrania, el alto mando ruso consideró necesario redistribuir sus unidades de combate más efectivas, incluidas su División de Asalto Aéreo y su Brigada de Infantería de Marina, en operaciones ofensivas de gran envergadura, mientras que su flota del Báltico desplegó sus capacidades submarinas en el mar Negro. [...] De este modo, la ‘fortaleza de Kaliningrado’ quedó despojada de la mayoría de sus guarniciones. [...] Sea cual sea el desenlace de la guerra, Rusia no podrá reconstruir una posición de superioridad militar en el teatro báltico ni tampoco establecer un equilibrio aproximado de fuerzas con la OTAN, que está llevando a cabo un nuevo plan para fortalecer su postura en esta dirección reconfigurada”6.

En respuesta al cambio de opinión del presidente estadounidense, Donald Trump, sobre Ucrania, el “pilar europeo” de la alianza atlántica ya se está reforzando en el mar Báltico. A fines de diciembre, Alemania y Polonia se unieron a la Joint Expeditionary Force (JEF) [Fuerza Expedicionaria Conjunta], una iniciativa británica dentro de la OTAN que ahora reúne a 12 países del norte de Europa, sin la participación de Estados Unidos. Durante su última cumbre en Estonia a mediados de diciembre, sus miembros declararon que iban a tomar medidas para combatir la flota fantasma de barcos rusos, incluida Dinamarca, que controla los estrechos de entrada al mar Báltico y el acceso al Atlántico7. Ahora, el segundo pulmón económico de Rusia, San Petersburgo, quedó arrinconado en el fondo del golfo de Finlandia, rodeado por países miembros de la alianza. Además, Polonia, Estonia, Letonia y Finlandia están considerando retirarse del Tratado de Ottawa, que prohíbe el uso de minas antipersona. Cuando Macron enumera en su discurso los objetivos anunciados por Moscú para su propio rearme (1,5 millones de soldados, 7.000 tanques y 1.500 aviones de combate para 2030), hay que imaginar que el Kremlin los formuló luego de haber observado dichos desarrollos militares en sus fronteras con el objetivo de prepararse –él también– para una confrontación a largo plazo.

Obstáculos para la desescalada

Antes de embarcarse por motivos colectivos en un rearme contra la amenaza rusa, los estados miembros de la Unión Europea deberían preguntarse sobre lo que los estrategas llaman el “dilema de seguridad”: ante la ausencia de una regulación internacional, el adversario interpreta las medidas defensivas como acciones ofensivas, lo que lo lleva a reforzar a su vez sus capacidades militares, alimentando así la percepción de un peligro en el bando contrario, y así sucesivamente. Este escenario resulta aún más preocupante dado que las herramientas de control armamentista en Europa se encuentran hoy paralizadas: el Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa (FCE, por su sigla en francés) (1990-2007), el Documento de Viena –que preveía el intercambio de información sobre los ejercicios militares de los países firmantes a partir de un determinado umbral (1990-2020)– y el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (FNI, por su sigla en francés) (1987-2019).

Su lenta desaparición describe de manera implícita la historia de las últimas guerras del continente europeo. Las primeras violaciones del Tratado FCE se le pueden endilgar a Rusia, que en la década de 1990 tardó en retirar sus fuerzas de Moldavia y Georgia, tal como lo había prometido. De ese modo, manifestó su hostilidad hacia la intervención de la alianza atlántica en la guerra de Kosovo, la primera acción militar de una alianza occidental fuera de su zona de actuación histórica y de su postura defensiva. Con posterioridad, en 2004, Moscú invocó la adhesión de los países bálticos (no signatarios del FCE) a la OTAN –y la desestabilización de su flanco occidental– como motivo para desvincularse de sus obligaciones y mantener su ventaja convencional en Europa. También condicionó la actualización del Documento de Viena en 2016 a que la alianza abandonara “su política de contención de Rusia” y exigió que “reconozca y respete los intereses rusos y restablezca relaciones normales con la Federación de Rusia”8. En cuanto a las infracciones del Tratado FNI, Rusia las justificó por el despliegue de un escudo antimisiles estadounidense en Rumania y Polonia, al que respondió con la producción de misiles hipersónicos. Reactivar las herramientas de control armamentista –con su cuota de intercambios de visitas, de información, de coordinación y limitaciones– permitiría evitar una carrera armamentística descontrolada. Lo paradójico: es precisamente cuando las condiciones políticas para su reactivación se desvanecen cuando más necesarias se vuelven.

Otro de los principales obstáculos para la desescalada radica en que Rusia sigue buscando el reconocimiento de la modificación de una frontera internacional mediante el recurso a la fuerza armada, una de las violaciones más graves al orden internacional. Salvo en caso de capitulación, Ucrania nunca lo aceptaría, y los europeos tampoco. La mayoría de los gobiernos consideran que no tienen otra opción más que continuar la guerra para lograr que Moscú renuncie a este proyecto sin retorno.

Otra vía sería ampliar el marco de la negociación a la seguridad europea en general. Esto implicaría evaluar el interés que Moscú podría tener en la garantía de una retirada estadounidense sin vuelta atrás, es decir, el fin del transatlantismo militar que Rusia viene reclamando desde 1991. Los países más dependientes del paraguas estadounidense, como Polonia o los bálticos, se oponen a esta posibilidad. No obstante, Francia, que insiste en la idea de una autonomía estratégica europea, no debería descartarla por completo. Por lo pronto, más bien intenta, al igual que Reino Unido, liderar la confrontación con Moscú –en detrimento de la elaboración de una fórmula que reconozca el control de Moscú sobre una parte del territorio ucraniano– sin validar un cambio de fronteras. Es decir, un primer paso hacia un tratado de paz.

Hélène Richard, de la redacción de Le Monde diplomatique (París). Traducción: Paulina Lapalma.


  1. Sébastien Lecornu, Vers la guerre? La France face au réarmement du monde, Plon, París, 2024. 

  2. Sylvie Kauffmann, Les Aveuglés. Comment Paris et Berlin ont laissé la voie libre à la Russie, Galimard, París, 2024. Elsa Vidal, La Fascination russe, Robert Laffont, París, 2024. 

  3. Ver Juliette Faure, “Qui sont les faucons de Moscou”, Le Monde diplomatique (París), abril de 2022. Ver también Jules Sergei Fediunin y Hélène Richard, “La Russie est-elle impérialiste?”, Le Monde diplomatique (París), enero de 2024. 

  4. Naalsio, Aloha, Dan, Kemal, Alexander Black y Jakub Janovsky, “Attack on Europe: Documenting russian equipment losses during the russian invasion of Ukraine”, www.oryxspioenkop.com, consultado el 17-3-2025. 

  5. Pavel Luzin, “L’industrie et la guerre de Poutine: déconstruire un mythe”, https://legrandcontinent.eu, 21-2-2024. 

  6. Pavel Baev, “Russia faces hard strategic reality in the reconfigured baltic/northern european theatre”, Instituto Francés de Relaciones Internacionales, 14-11-2023. 

  7. Véase Charles Perragin y Guillaume Renouard, “El espejo opaco de la globalización”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, marzo de 2025. 

  8. Representante ruso ante la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, citado por Olivier Schmitt, “Maîtrise des armements conventionnels et sécurité européenne: la montée des périls”, Presses de Sciences Po, Les Champs de Mars, N° 30 y Suplemento, París, 2018.