La madre y los hijos se colocan unas cacerolas en la cabeza. Son cascos improvisados. En una escena se esconden debajo de una mesa. En otra se protegen en el vano de una puerta. En vano. Es probable que vuelen por los aires. Ese final no está en ninguno de los bordados que se presentan en sus bastidores circulares, como si fueran una exposición de usos y costumbres de tiempos idos. Así están presentados en la vitrina de bordado palestino en el museo Victoria y Alberto, de Londres. Está en la misma sala de las pinturas y cerámicas iraníes. Una exhibición es contemporánea. La otra de un imperio ya caído. Con ojos enormes, demasiado grandes para sus caras, las figuras barbadas de las pinturas iraníes miran, asombradas, lo que ha ocurrido en Palestina.

“No dejen que la hermosa Teherán se convierta en Gaza”, dice un reporte de prensa que dijo un llamamiento de unos habitantes de la capital iraní (BBC, 17-6-2025). Como si la belleza fuera un escudo. No se les debe pedir cuentas por ese equívoco. Es la tabla de salvación a la que buscan aferrarse cuando escuchan el sonido del naufragio: aviones pasando por encima de sus cabezas. “Ahora mismo comiendo en una animada terraza de Beirut, escuchando el zumbido perpetuo del dron israelí que viola de forma permanente el espacio aéreo libanés, a la búsqueda de su próxima víctima mortal”, escribió el periodista español Javier Espinosa en su cuenta de X (18-6-2025). Es otro de los frentes abiertos por Tel Aviv. “Israel, la fuente principal de terror e inestabilidad en Medio Oriente”, apuntó Owen Jones en su columna de opinión de The Guardian (18-6-2025).

Pero estábamos hablando de belleza. ¿Puede la belleza de una ciudad servirle de escudo? En la memoria de Occidente todavía se conserva el gesto de Dietrich von Choltitz, el general nazi que se negó a dinamitar París el día de la retirada. Pero no deben mezclarse las épocas. Sobre todo, no debe mezclarse el genocidio de ayer con el genocidio de hoy. No es necesario. Lo que está ocurriendo en Gaza tiene su propia ebanistería del horror. La forma propia moldeada en los despachos donde se juega el ajedrez del mundo. “Puedo atacar Irán o puedo no hacerlo”, dijo el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, cuando todavía era el único que podía parar los bombardeos de Israel y detener la escalada. Su duda no era la de Hamlet, sino la de Yago. Ni siquiera eso. No es Shakespeare sino Ionesco el que ha diseñado estos personajes del absurdo.

Todo está mezclado en este mes lleno de acontecimientos. España parece ser el único gobierno europeo, junto con Irlanda, que se planta firme frente a Israel. Acompañado de varias organizaciones de la sociedad civil del viejo continente, reclama que Bruselas suspenda el vínculo de asociación comercial con el gobierno que está cometiendo ese genocidio en curso y que está atacando, por fuera de la legalidad internacional, a un país vecino. “Es que puede hacer la bomba –se dice desde Tel Aviv y sus embajadas– y usarla contra nosotros”. Una vez más, como en la tormenta sobre Bagdad, armas de destrucción masiva penden en sombras en un juego de los espectros. Como si fueran viejos autómatas renacentistas, golpean las campanas mientras las figuras de piel de madera y alma de metal herrumbrado salen a hacer la danza de la muerte por delante de los ojos de los turistas. A dos pasos de la sala de Irán, en el Victoria y Alberto, queda la del viejo raj británico en India. Ahí se exhibe otro autómata. Es un tigre despedazando la yugular de un soldado imperial. Cuando se pone en movimiento, se abre el cuerpo de su víctima en uniforme rojo y suena una música monótona, casi siniestra, de su interior. Un espejo permite que los visitantes vean el horror de su mirada. El miedo del dominador que a primera vista permanece oculto a ojos del dominado.

Todo se mezcla en un mes lleno de acontecimientos. España, decíamos, se ha parado firme en medio de las dudas de Europa. Sin embargo, también en Madrid han estallado los misiles. Metafóricos, en este caso. Una trama de corrupción en el corazón mismo del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) hace temblar más que cualquier acción de la derecha la legislatura de Pedro Sánchez, el incombustible. Los socios del gobierno más progresista de Europa (ahora que los laboristas británicos han olvidado la identidad que alguna vez tuvieron) miden con expectativa hasta dónde –y hasta cuándo– sostener a Sánchez. “Un poco de corrupción contenida o un mucho de ultraderecha”, parece decirles el PSOE. Peligroso dilema. La corrupción siempre es de derecha, porque quema en las hogueras del interés egoísta de unos pocos los recursos públicos que deberían usarse para todos. Es de derecha, aunque se haga desde la izquierda. Ni siquiera importa que “se robe para la corona”, como se decía en Argentina en tiempos del menemismo (1989-1999).

La palabra corrupción tiene otra acepción en los registros del idioma. Es también la degradación de los cuerpos. El fin de la belleza por efecto de la muerte. Después, pasado un tiempo, la naturaleza hace su trabajo y se regenera vida a partir de esos detritos. Todo se transforma. Mejor dejar morir lo corrupto para que luego surja lo nuevo antes que preservar el cadáver maloliente en el ropero. Tirar el lastre por la borda y buscar de nuevo el rumbo. Si Sánchez puede, que lo haga pronto.

Junio ha estado lleno de acontecimientos. Frente a otro de los museos de Londres hay un viejo pub que alguna vez se llamó El Perro y el Pato. Ahí libaba sus jarras espumosas Carlos Marx, después de quemar sus pestañas enfrente, en la biblioteca del Museo Británico. Toda Londres está llena de sus pasos. En especial ese barrio. Pero hay que tomarse un ómnibus y llegar al norte de Camden para ver el lugar de sus últimas dos casas, de las muchas en las que vivió a causa de la pobreza perpetua. Donde estaba la última, en la que dejó su último aliento, se ha levantado un pequeño complejo de viviendas. Hogares de clase obrera que guardan mejor que cualquier otro sitio el espíritu del viejo aguafiestas. Una ventana que da sobre un callejón interno tiene tres gastadas calcomanías del Partido de los Trabajadores, de Brasil. Rastros de una lejana derrota (la de la candidatura de Fernando Haddad cuando perdió con Jair Bolsonaro en 2018) que son, metidos en la máquina del tiempo, el augurio de una victoria que era el impensado porvenir de entonces. Hoy es Luiz Inácio Lula da Silva el que puede decir, desde este Sur global en construcción permanente, que todos los acontecimientos de este mes lleno de acontecimientos deben leerse en la dinámica de un mundo que busca su lugar entre los escombros. Una jarra de cerveza en la mano izquierda de un economista de hace dos siglos, cacerolas en las cabezas de una familia debajo de un bombardeo, papeles quemados de un gobierno que se tambalea a causa de sus propios enemigos internos, las calcomanías de unos inmigrantes brasileños en Londres. Todo eso sucede al mismo tiempo. Nada se pierde. Todo se transforma, aunque parezca que perece.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.