Primero hay que descender al subsuelo. Ahí, un solitario funcionario espera en la inmensidad para escanear la entrada. La luz artificial y el blanco intenso, que se repite en el piso, en las paredes y en el techo, hacen pensar en una piscina vacía. O casi. Detrás del náufrago, como única pieza, una canoa de tamaño imperial. Fue un regalo de los habitantes del Congo para la visita del rey belga, Leopoldo II. ¿Fue un regalo? ¿O una imposición al trabajo esclavo? El cartel que la describe lo pone en duda. Todo está cuestionado en el Museo de África Central, de Bruselas. Hasta su nombre. Va en proceso de ser, simplemente –complejamente–, un museo de toda África. Y ni siquiera está en Bruselas, sino en la cercana Tervuren, a la que se llega desde el centro de la capital mediante un viaje de una hora, cinco paradas en metro y el resto en el tranco tranquilo del tranvía 44. Al subir las escaleras que sacan al visitante del sótano de la canoa para llevarlo, ahora sí, a las galerías del museo, aparece un cuadro. Pequeño y naíf. Pero efectivo. Muestra cómo, desde el pórtico de este mismo edificio, unos europeos de traje tironean de una pieza que un grupo de africanos, desde el parque exterior, intenta recuperar.

Bélgica trata de lidiar con su pasado colonial. Al principio se escudó en que el “Congo independiente” había sido una aventura casi personal del monarca Leopoldo II. Luego, al menos en términos museísticos, asumió de forma directa las culpas propias. Desde el renovado Museo de África todo apunta en esa dirección. Exponer la deshumanización que implicó la colonia al tiempo que se profundiza en la humanidad antes negada de los colonizados. El propio emerger de un subsuelo en lugar de entrar de forma directa desde el hermoso parque circundante ya dice que no se trata de un paseo sin complicaciones.

Si todo el edificio fue pensado para cantar la gloria de la metrópoli “civilizadora”, el hall principal es el preludio y el clímax de esa intención. Antes lo habitaba una representación escultórica del propio rey Leopoldo II. El material no podía ser más simbólico: el costoso marfil obtenido de los colmillos arrancados a los elefantes africanos. Hoy se la muestra, apartada, en un ala llamada “la paradoja de los recursos”, donde los metales preciosos se combinan con el coltán y otros minerales para dispositivos electrónicos que reflejan, en su continuidad extractivista, la correlación entre riqueza del suelo y pobreza de sus habitantes. Donde estaba el Leopoldo II de marfil ahora hay un cráneo y una cabeza, ambos de madera. El primero representa el pasado colonial y la segunda el porvenir del África independiente. Así lo explicó Aimé Mpane, el artista congoleño seleccionado para resolver el problema de la célebre rotonda. No representó cualquier cráneo, sino el del jefe de la aldea Lusinga, asesinado por un oficial belga en un operativo en 1884. Preocupado por la ciencia, el civilizado militar cortó la cabeza del salvaje y la llevó a Bélgica con fines de estudio. Casi tan antropológico como los zoológicos humanos que se establecieron en el siglo XIX en el predio circundante del museo. Como si fueran “los últimos charrúas” en París, decenas de congoleños fueron llevados como atracciones de feria. Una costumbre muy europea de su tiempo. Mpane encontró que el problema de la rotonda no era sólo la estatua de Leopoldo II, fácilmente sustituible. Alrededor, en nichos cavados en las esquinas, varias esculturas mostraban el imaginario colonial, violento y paternalista. ¿Destruirlas? ¿Desmontarlas? Mpane, acompañado en este caso por su colega belga Jean-Pierre Müller, optó por cubrirlas con estandartes de tela fina que proponen leerlas de nuevo, con nuevos ojos, lo que aquellas, hoy empañadas por la seda del tiempo pero todavía persistentes en algún sustrato, simbolizaban.

Al regresar en el 44 y conectar con la línea 1 del metro para volver al centro de Bruselas, se desemboca a unas pocas cuadras de Bozar, uno de los centros del arte contemporáneo belga. Allí está la muestra Cuando nos vemos, sobre pintura figurativa actual de raíz africana. Es un complemento perfecto para el museo de Tervuren. Entre los 120 artistas seleccionados hay varios congoleños. Dice la curadora, Koyo Kuoh, que no ha querido centrarse en el dolor, sino resaltar la experiencia vital de ese continente y de su diáspora. Está la sensualidad de los cuerpos más allá de los moldes europeos (“Relojes de sol y sonetos”, 2019, de la keniata Wangarl Mathenge), la elegancia más profunda (“Vista de Yoei William”, 2020, del ghanés Otis Kwame Kye Qualcoe) y la espiritualidad de múltiples vertientes (como el imponente mosaico del haitiano Édouard Duval Carrié llamado “La verdadera historia del espíritu de las aguas”, 2004). Más allá del subtema, toda la exhibición es política. Los congoleños son un ejemplo. Es política la punzante sátira “Obama revolution”, de Chéri-Cherin. Pero sobre todo es política, si se la pone en el contexto de los dilemas actuales de museos como el de Tervuren, “Homenaje a los antiguos creadores”, de Chéri Samba, quien pone sobre la mesa –literalmente– en la figuración de su obra, el problema del expolio colonial del arte africano. También congoleño es Moké, quien en su obra “Pareja a la mesa” (1981) parece hablarnos de la larga espera de África.

Cae la noche en Bruselas. Los emigrados de las viejas colonias vuelven a sus casas después de sus trabajos o salen a la ronda nocturna como otros habitantes de la capital. Quienes los rechazan, como aquellos ultras de Brujas FC que hicieron virales los disturbios de mayo –primos belgas de la española Vox–, no suelen ser habitués de las salas de arte. Pero el arte ayuda. Sobre todo ayudan aquellos tres o cuatro grupos de abuelos que pisaban con sus nietos, casi solitarios, las salas del Museo de Tervuren, deteniéndose en cada vitrina y, en especial, ante cada estación sobre música –una de las cuales profundiza en el candombe montevideano– para transmitir su admiración por un mosaico de culturas de múltiples riquezas.

Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.