Positivista y republicano en tiempos de monarquía, se ocupó de asuntos militares, de geografía, botánica, hidrografía y otras disciplinas. Pero es sobre todo el autor de Los sertones, un libro rarísimo que prefiguró, hace más de un siglo, la esencia del Brasil contemporáneo. Murió joven, por bala.

Entre los muchos textos publicados por el fluminense Euclides da Cunha, resplandece cada vez con más fuerza ese libro apasionante que es un compendio de conocimientos acerca del Brasil profundo del nordeste, de sus habitantes, de su fauna y su flora, sus miserias y pasiones. Los sertones (1903) es una obra cumbre de las letras latinoamericanas que admite ser leída como novela, como tratado antropológico, estudio histórico, reportaje de guerra y análisis crítico.

Ese híbrido inclasificable y apasionante tuvo un gran éxito entre los sectores ilustrados de la novísima república y ayudó a conformar la conciencia cívica de ese inmenso territorio como unidad política, en toda su extensión y complejidad. Se dice, con acierto, que el devenir de la historia pudo haber deparado “dos, tres o cuatro Brasiles”. Sin embargo, acabó por ser uno solo, enorme, casi inabarcable. Domar semejante fiera fue, en parte, una tarea a la que contribuyó de manera destacada la escritura y difusión de Los sertones.

Cuando habían pasado 80 años de su publicación, Mario Vargas Llosa se apropió de ese relato, lo saqueó como sólo él podía hacerlo y escribió una de sus novelas más ambiciosas y logradas, La guerra del fin del mundo. Tal era la deuda que el escritor peruano sentía por su par brasileño, que no dudó en dedicarle el libro, en lo que puede considerarse no sólo un homenaje, sino también una confesión anticipada de lo que cada lector encontraría en sus páginas.

Los sertones relata de manera minuciosa la campaña militar emprendida por tropas del ejército brasileño contra un minúsculo grupo de fanáticos religiosos y monárquicos, afincados en el remoto pueblo de Canudos en el estado de Bahía, un villorrio que ni siquiera figuraba en los mapas. El líder de la revuelta era un misterioso predicador itinerante de nombre Antônio Mendes Maciel, a quien todos llamaban el Conselheiro.

Da Cunha participó como corresponsal de guerra para el diario O Estado de São Paulo de la cuarta y definitiva expedición militar contra Canudos en 1897, episodio culminante de la violencia salvaje de los militares y de la sangrienta resistencia de los rebeldes. Las cifras oficiales, que son aproximadas (y es muy probable que retocadas a la baja por el Ministerio de Guerra de entonces), aún hoy resultan estremecedoras: 25.000 muertos entre soldados y civiles sertaneros, más otros miles de heridos que fueron muriendo de infecciones y gangrena en las semanas que siguieron al fin de los combates.

Cinco años se demoró Da Cunha en convertir sus notas periodísticas, investigaciones y apuntes personales en las 500 páginas del libro. La principal dificultad que enfrentó fue su propia conciencia: mientras participaba en la expedición consideró lícitos y justificados los excesos cometidos por el Ejército, los bombardeos incendiarios contra el poblado, los ataques incesantes con ametralladoras, cuyas ráfagas hacían blanco casi siempre en civiles desarmados que no participaban en los combates.

Los hechos no tenían vuelta atrás y la memoria fue implacable: Canudos era sinónimo de una masacre cometida en nombre de la república y la civilización. De modo que Da Cunha corrigió sus versiones previas ya publicadas en periódicos y contó los hechos tal cual los recordaba, al detalle. Él era un testigo. Básicamente narró los infames pormenores de una prolongada carnicería, festejada en su momento por los sectores urbanos de un país que recién se asomaba a la modernidad.

La publicación del libro estremeció a la sociedad. La opinión pública consideró al autor un cronista valiente además de docto, y los poderes políticos evitaron males mayores ofreciéndole distinciones y altos cargos, los que Da Cunha aceptó sin chistar: su obra ya estaba hecha.

El fin de su vida fue terrible y parece salido de otra historia. Acabó muerto a balazos por el amante de su esposa, a quien él mismo había ido a matar, pues si era cornudo quería por lo menos ser honorable. Se trató de un episodio digno de algún teleteatro de TV Globo, acontecido mucho antes de que existiera la televisión. Una pena.

Fernando Butazzoni, periodista y escritor.