La XVIII Semana de la Lengua Italiana en el Mundo, organizada por el Istituto Italiano di Cultura de Montevideo (IIC), invitó para esta edición al escritor Edoardo Albinati que, en la sede del IIC (Paraguay 1173), mañana (a las 18.00 y con entrada libre) desafiará al público con su conferencia (en italiano) “¿Los escritores son irrelevantes?”.
Ganador del premio literario más importante de Italia, el Strega, en 2016, por su novela La escuela católica, Albinati nació en Roma, en 1956 y escribió, entre otros (y van mezclados poesías, novelas y relatos), Arabescos de la vida moral (1988), El polaco lavador de vidrios (1989), Sintaxis italiana (2002), Al límite muero (2006), Guerra a la tristeza (2009), Vida y muerte de un ingeniero (2012), Un adulterio (2017); enseñó durante dos décadas en la cárcel de Rebibbia, experiencia que plasmó en Mayo salvaje (1999); tradujo a Vladimir Nabokov, Ambrose Bierce, Robert Louis Stevenson, John Ashbery y William Shakespeare; fue reportero en Afganistán (publicó en el Corriere della Sera, La Repubblica y The Washington Post), y guionó películas de Matteo Garrone y Marco Bellocchio. Sobre su actividad como intelectual –que ya responde, en parte, la pregunta de su charla– Albinati conversó con la diaria.
Me gustaría empezar por el título de la conferencia, “¿Los escritores son irrelevantes?”. ¿Me puede anticipar por dónde va la pregunta?
Los libros y los escritores no tienen una incidencia directa en la realidad que los rodea, al menos en el plano social y político. Pero esto, por ejemplo, puede llevarlos a acercarse aun más a la verdad de las cosas, dado que su objetivo no es lograr el consenso; y tampoco tienen que hacer propaganda para nadie o contra nadie. Los políticos no pueden permitirse el lujo de decir la verdad: tienen el poder, o quieren tenerlo, y para tenerlo –casi todos– están dispuestos a mentir. El escritor, en cambio, siendo impotente, habla y escribe teniendo como fin la belleza y la verdad, pero tiene que ser realmente muy bueno en lo que hace y tener mucho coraje para acercarse, aunque sea, un poco a ellas.
Pero hay excepciones. En la presentación de su libro Ocho días en Níger. Un diario a dos voces, escrito junto con Francesca d’Aloja a partir de su experiencia en una misión de la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados, una declaración suya generó mucha polémica. ¿Cómo se mezclaron, en ese caso, política y literatura?
El de la inmigración es un tema candente sólo porque en él se concentra el fuego mortal de la propaganda, especialmente de matriz nacionalista y racista. Francesca d’Aloja y yo fuimos y hurgamos sin prejuicios, sólo para contar lo que sucede “realmente” en un país de pasaje como Níger, que es extremadamente pobre y, sin embargo, recibe centenas de miles de refugiados y migrantes. Mientras tanto, nuestro gobierno cerraba los puertos italianos y dejaba los barcos con migrantes náufragos a bordo, entre los que se encontraban mujeres embarazadas y niños solos, sin posibilidad de desembarcar, arriesgando la vida. Yo imaginé [durante la presentación del libro en Milán] qué habría pasado si uno de esos náufragos, por ejemplo un niño, hubiera muerto, dejado a la merced del mar, algo que, por otra parte, trágicamente sucede muy seguido. Entonces se me atacó; es más, se me crucificó. Llovió un coro de amenazas e insultos en los diarios partidarios del gobierno y en las redes sociales, ¡relanzados incluso por el ministro del Interior! Esto vale para entender el clima que hay hoy en Italia. Pero a mí los insultos no me van ni me vienen.
Se está traduciendo al español La escuela católica, el libro con el que ganó el prestigioso premio Strega. ¿Puede contextualizar la novela, considerando que mezcla la crónica italiana de los años 70 con eventos autobiográficos?
El punto de partida es un delito muy violento sucedido en 1975, cuando tres jóvenes romanos de buena familia secuestraron a dos muchachas menores de clase baja, las llevaron a una casa de veraneo y allí, por casi tres días, las atormentaron, violándolas y torturándolas, y al final las llevaron a Roma en la valija del auto: una estaba muerta y la otra, milagrosamente, todavía respiraba. Aquel caso, que tuvo una inmensa repercusión y culminó con el proceso contra dos de ellos (el tercero nunca fue arrestado), revolucionó completamente el modo de entender la violencia sexual y las relaciones entre hombres y mujeres en Italia. Fue un evento epocal. La casualidad quiso que ellos fueran mis compañeros de colegio, apenas más grandes que yo, en el mismo instituto católico privado, dirigido por los mismos religiosos de los que habla Mario Vargas Llosa en La ciudad y los perros [los Hermanos Maristas]. Así que partí de esa experiencia común para contar, con muchos elementos de fantasía, la educación en una escuela sólo masculina, las familias, el barrio burgués en el que vivíamos, lo femenino vivido como deseable y al mismo tiempo como amenazante... Los temas de La escuela católica son, en suma, cuatro: adolescencia, sexo, religión y violencia.
En su libro Letteratura circostante, un panorama sobre la última literatura italiana, Gianluigi Simonetti escribió que el ritmo de La escuela católica es deliberadamente lento, a contracorriente con la escritura veloz que caracteriza a la literatura contemporánea. ¿Está de acuerdo? Y, sobre todo, ¿esa “lentitud” fue planificada?
Más que de “lentitud” yo hablaría de “duración”, ya sea de la escritura o de la lectura del libro. Quizá este sea un hecho bastante insólito y a contracorriente. Al lector se le pide paciencia, obstinación y hasta cierto coraje. Acuñamos la expresión “lector extremo” para quien enfrenta el desafío de un libro de 1.300 páginas por pura elección. Por otra parte, estos lectores existen, y son más de los que uno piensa, como lo son quienes deciden ir a pie, por decir algo, en peregrinación de Roma a Santiago de Compostela. Y es, justamente, el gusto del desafío y la búsqueda de una aventura extendida, un placer que deriva del esfuerzo que se hace por realizarla. Esta es, sin duda, la época de la velocidad, pero eso quiere decir que siempre existe un espacio alternativo en el que se cultivan exigencias opuestas, como la de volver a un mismo libro muchas veces, por semanas o meses. Y la novela es el género capaz de crear esta relación duradera.
En su libro de ensayos Oro fundido se refiere a las relaciones entre literatura y autobiografía, un género que en los años 80, dice, se pensaba como “un crimen de autorreferencialidad”, mientras que ahora se ha instalado y es aceptado. ¿Cómo se produjo este cambio y por qué? ¿Cómo lo involucra?
Escribí varios libros que usan el pretexto autobiográfico y están entre el diario, el mémoir y la novela, y hasta soy considerado uno de los iniciadores del género que luego fue definido como autofiction. Siempre usé muy libremente los materiales de mi vida y de la de los demás para construir un relato. En el fondo, creo que nosotros mismos estamos compuestos y somos generados por muchas piezas, muchas cosas tomadas de la existencia de los otros, de los libros leídos, de las películas vistas... Por lo tanto, un escritor puede tomar libremente tanto de la fuente de la realidad vivida como de los recursos de la invención. Por suerte hoy ya no es considerada egotista o umbilical una escritura, digamos, “confesional”. Es posible que, partiendo de nosotros mismos o usándonos en el rol de narradores, se logre crear un mundo todavía más vasto que el de la pura ficción. Pero en mis próximos libros me prometí no usar nunca más la palabra “yo”.
Trabajó como guionista de El cuento de los cuentos (2015), de Matteo Garrone, y en Dulces sueños (2016), de Marco Bellocchio. ¿Cómo trabaja con historias de otros? ¿Cuál es la mayor diferencia entre escribir para cine y escribir narrativa?
Son dos experiencias muy diferentes, empezando por el hecho de que una es solitaria y la otra es colectiva. En cierto sentido, la colectiva puede ser más divertida, y yo tuve la suerte de trabajar con guionistas fantásticos. Partir de una historia preexistente es una ventaja para mí: ya hay una línea narrativa robusta de la que podés alejarte con las invenciones y variaciones que le sirvan a la película. Porque un libro y una película son expresiones artísticamente peculiares, en cierto sentido casi lo opuesto una de la otra. Por ejemplo, en El cuento de los cuentos se trataba de transmitir la belleza barroca de la lengua original de [Giambattista] Basile en un equivalente visual, es decir, por imágenes.
¿Cuáles son sus proyectos? ¿Está trabajando en un nuevo libro?
Sí. Tengo una novela prácticamente terminada, llamada Corazones fanáticos, que saldrá en febrero o marzo de 2019. Debería ser la primera de una trilogía. ¡Esperemos que alguien lea Corazones fanáticos y que yo logre terminar las otras dos!
En algún lado escribió que la suya fue una generación de lectores omnívoros. ¿Cuál es su biblioteca ideal? ¿Contiene algún autor latinoamericano? ¿Alguno de ellos lo influenció?
Mi biblioteca es desordenada y casual. Contiene de todo. Los libros llegan no se sabe cómo y se van, prestados, para no volver más. Además de Vargas Llosa, que cité antes, leí muchísimos autores latinoamericanos cuando, todos juntos, fueron presentados al público italiano a continuación del éxito de [Gabriel] García Márquez. Yo era un muchacho y todavía iba al colegio de los curas. Recuerdo en particular a Ernesto Sabato, Julio Cortázar, Manuel Puig, y muchos otros escritores muy diferentes entre sí. Hace pocos meses leí el formidable La tregua (1960), de [Mario] Benedetti: un libro, ¿cómo decirlo?, perfecto.