La defensora de un insistente rescate del pasado y de una poesía “para todos” ganó el premio Cervantes 2018. Ida Vitale, con su personalísimo rigor formal, siempre acompañado de precisos versos eruditos, despojados de efectismos, se convirtió en la quinta mujer en ganar el premio más importante de la lengua española –antes lo obtuvieron María Zambrano (1988), Ana María Matute (2010), Dulce María Loynaz (1992) y Elena Poniatowska (2013)–. En 1980, Juan Carlos Onetti fue el primer uruguayo en recibirlo, y 30 años después lo obtuvo Ida, otra referente de este “lejano suburbio de la lengua española”, quien también, como Onetti, conoció la libertad, su escasez y su ausencia.
A sus 95 años, Vitale fue la primera sudamericana en obtener el premio francés Max Jacob, además de recibir –poco antes– el Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el Octavio Paz, el Alfonso Reyes y el Reina Sofía. Y pensar que, durante años, se sintió relegada del medio cultural uruguayo: “La verdad es que, por mucho tiempo, aquí leí una sola vez, en el Instituto Español. Y eso debe de haber sido en 1995. No doy opiniones, sino hechos. Quizá es un medio que espera que la gente se coloque. Pero más bien que de eso aquí no me he ocupado”, admitió en una entrevista con la diaria.
Como siempre sucede en torno a Ida y su capacidad de transformar la poesía en experiencia, con ella se rompió una regla: hasta ayer, hacía más de 20 años que el Cervantes alternaba un autor español con uno latinoamericano, y en 2017 lo había recibido el nicaragüense Sergio Ramírez. “Los españoles están igual de locos que en la época de la conquista”, le espetó a José Guirao, el ministro de Cultura, cuando le comunicó que había recibido el premio, y que el jurado había elogiado su lenguaje por ser, a la vez, intelectual y popular, transparente y hondo, universal y personal. A lo largo de su obra narrativa y poética –que abarca, además, crítica, traducciones y ensayos–, Vitale ensaya un riguroso trabajo sobre el desmoronamiento y la pérdida, las inquietudes del desarraigo y lo que se desmorona, consciente de que no se “pierde sin castigo al pasado / no se pisa en el aire”. Así, la poesía se vuelve acontecimiento, condensación extrema; una permanente búsqueda de perfección (“Por no seguir caminos fraudulentos, / perdí quizás imagen y relieve, / perdí la prisa, quise pisar leve / en la historia, sin arrepentimientos”), aunque la duda esté desde el principio, y la frustración siempre llegue después. En “Fortuna”, uno de sus poemas más citados, se admite, “Por años, disfrutar del error / y de su enmienda, / haber podido hablar, caminar libre, / no existir mutilada, / no entrar o sí en iglesias, / leer, oír la música querida, / ser en la noche un ser como en el día [...] Descubrir por ti misma / otro ser no previsto / en el puente de la mirada. / Ser humano y mujer, ni más ni menos”. De este modo compone una personal resonancia poética, y un ser que resiste en la tierra ajena, alejada de la solemnidad y la desmemoria.
Es que, para ella, “la memoria no es memoria para el futuro”. “Supongo que soy práctica”, dice, y plantea que confía más en lo que rescata del pasado que en el futuro. En esta operación de extraordinarias aventuras ella se ha convertido en una sobreviviente, “quizá porque en parte tenemos que poner de nosotros para sobrevivir”. Mientras aguarda “mañanas de hojas nuevas bajo la lluvia / y tardes donde un canto futuro, / que hoy no alcanzo, / comience”.