El 4 de mayo, la Universidad de la República distinguió con el doctorado honoris causa a Lisa Block de Behar, en una ceremonia que se desarrolló en el aula magna de la Facultad de Información y Comunicación (FIC), de la que fue decana. Ahora, ya pasado el apuro de esa circunstancia, pudimos conversar largamente con ella.
En tu discurso en los actos por el honoris causa te concentraste en el papel que jugó el Instituto de Profesores Artigas (IPA) en tu carrera. ¿Qué rescatás de aquella formación?
No tengo más que elogios y agradecimientos para el IPA. Fue un privilegio formar parte de una institución y de una generación excepcionales. Me atrevo a afirmarlo porque después de egresar del IPA, de cursar otros estudios y recorrer itinerarios varios, conocí universidades y lugares de enseñanza superior, incluyendo los más prestigiosos, y en ninguno encontré ese ambiente de rigurosa búsqueda del conocimiento conciliada con el fervor de saber y de cómo transmitirlo, porque eso era decisivo. Creo que quienes integramos esa generación nos aferramos no sólo a aprender los conocimientos disciplinarios, sino a aprender a enseñar. Tuvimos una pléyade, una constelación de docentes realmente excepcionales, que sentían esa responsabilidad, y una obligación gozosa de transmitir el conocimiento sin dejar de ser muy exigentes.
¿Quiénes fueron tus profesores?
Muchos y muy buenos; por ejemplo, a [Carlos] Real de Azúa lo conocí allí. También a [Emir] Rodríguez Monegal, que era del departamento de Literatura Inglesa y a quien conocía desde antes, y a Eugenio Coseriu, que es una de las figuras más conocidas por su resonancia mundial. Un profesor realmente excelente pero hacia quien, como persona, tengo mis reservas, y me importan mucho ambos aspectos.
En algún momento te has referido a las sospechas que generaban las posiciones políticas de Coseriu entre alumnos y profesores del IPA
Él había nacido y estudiado en Rumania, donde vivió durante la ocupación nazi. En ese momento hubo quienes resistieron la ocupación, muy pocos, y hubo quienes adhirieron y colaboraron con entusiasmo con los nazis. Eran períodos difíciles, todos los hemos vivido. Pero justamente, creo que es en esos períodos difíciles cuando se pone a prueba aspectos de la personalidad de cada uno, cuando se revelan actitudes, acciones individuales, y tanto más.
Me estabas contando sobre tus años en el IPA
Me presenté a los exámenes de ingreso a instancias de Paloma, mi hermana, y de Isaac, que ya entonces era mi novio. La exigencia era altísima: entraban diez estudiantes por año en cada asignatura, y había que someterse a tres pruebas: una de Lingüística, otra de Literatura Iberoamericana y universal, otra de idiomas. El doctor Antonio Grompone le dio al Instituto un carácter universitario ejemplar. Había orden y disciplina, pero había también esa sabia flexibilidad que brindan los procesos de creación y, además, el contacto muy próximo entre profesores y alumnos o de los alumnos entre sí. Éramos un grupo de gente muy unida, las horas de clase resultaban sumamente estimulantes. Tengo el mejor de los recuerdos de esos cuatro años de estudio.
Se percibe en tus comentarios cierta idealización de aquel IPA. ¿Es una forma también de idealizar otra época del país?
No veo como algo idealizado lo que te cuento sobre el IPA; lo entiendo más bien como una evocación con pretensiones de reconstrucción de hechos. Que sienta un afecto y un agradecimiento especiales por todo lo que recibí allí… No sé si es otra cosa. Otro ejemplo: el profesor Coseriu daba clases de lingüística de tres horas a la semana en primer año, los martes y los jueves, pero los sábados, cuando el IPA estaba cerrado, lo abrían por él y para nosotros. Desde las 14.00 hasta las 21.00 teníamos que dar cuenta de las lecturas de los libros que él había indicado de la bibliografía. Isaac me iba a buscar a Sarandí 420, donde ahora está el Registro Civil, y me pesaba suponer que me estuviera esperando abajo. Pero la verdad es que, a pesar de que eran ya las siete o las ocho de la noche del sábado, uno quería continuar en clase, porque todos sentíamos la necesidad de dar cuenta de lo que habíamos leído y entendido. Desde mi experiencia, hoy parece mucho más difícil lograr que los estudiantes vayan, fuera de horario de clase, a una institución para continuar compartiendo sus lecturas, pero no lo descarto. No se trata de volver exactamente a esas situaciones, pero sería conveniente y hasta podría sorprender.
¿Qué cosas deberían cambiar para que eso suceda?
Seguramente varias. En primer lugar, creo, habría que cambiar ciertas perspectivas que tenemos con respecto al lenguaje. No me refiero solamente a la formación especializada en idioma español, literatura o filosofía –no hace falta decir que es un factor que conforma culturalmente y que define nuestra posición frente al conocimiento, ya que el lenguaje es su instrumento–; muchas veces siento que hay un desprecio hacia esa riqueza de la que somos responsables. ¿Puedo decirte que cada palabra es un tesoro? Más aun si pensamos que cada palabra antes fue usada por otras generaciones, durante tantos siglos… Es decisiva la responsabilidad hacia cómo disponer de esa preciosa abundancia. Importa todo lo que pueda producir cierta alegría, y el lenguaje la prodiga. Iba a decirte “alegoría”; ambas a la vez. Todo lenguaje configura un universo, una apertura imaginaria articulada por la lógica, pero me salió “alegría”. Lo podés dejar así.
En tu intervención en la FIC, el 4 de mayo, planteaste tu preocupación ante los “desbordes de una comunicación en explosión”, y en particular te referiste a los efectos más nocivos de algunos avances técnicos.
Es algo conocido por todos y, ciertamente, un motivo de enorme preocupación. Debería serlo para la Universidad, para Secundaria, para Primaria, para la jardinera y, antes y después, en la casa. Me refiero, por ejemplo, al uso que pueden llegar a darles los integrantes de una familia, de un grupo, a sus teléfonos celulares en el uso diario, utilitario, y en una reunión de domingo o en cualquier tiempo de ocio. Hay mil ejemplos, pero te cuento uno anodino, el más inocente, el más reciente. En un encuentro, un par de chicos, celular en mano, se reían al mismo tiempo de un mensaje enviado por un tercero, es decir que en una misma reunión algunos se comunican entre sí por esa vía, dejando al resto apenas como testigos al margen de una broma que ignoran. Hay casos bastante más alarmantes. Bienvenidas las prótesis de la comunicación cuando son necesarias, cuando deparan, y muchas, aventuras maravillosas. Hace no tantos años se tenía que viajar para conseguir un libro o información de alguna biblioteca, y ahora es fácil acceder con un par de clics o poco más. Son herramientas que resuelven otras y mayores urgencias; se vive como una suerte de prodigio cotidiano, nada menos. Pero, en forma lamentable y paralela, se da ese abuso de estos dispositivos en oportunidades en las que podríamos prescindir de ellos. La circunstancia de mirarnos mientras estamos conversando ya no se da con tanta frecuencia. Preocupa tanto la sustitución de la relación personal, no mediada o interpuesta, como la dependencia.
También subrayaste en esa ocasión, como queja, que muchas de estas aplicaciones tienen “nombres casi impronunciables en nuestra lengua”
Es que me fastidia cada vez que tengo que escribir la palabra whatsapp. Me fastidia. ¿Qué es whatsapp? ¿Por qué tengo que recurrir a esa denominación? ¿Cómo traduzco pendrive? Se inventan a la vez la técnica y la denominación; mínimamente deberíamos preocuparnos por hispanizar los términos aunque sea fonológicamente, o adaptar una forma que se aproxime a la morfología o al léxico del español. Otra cosa, pero vinculada: ¿por qué usar correctamente los signos de puntuación en una “conversación” por Whatsapp resulta una rareza? ¿No debería ser al revés? Ni te menciono los avances de repertorios predictivos ni de las ausencias del tilde, casi en vías de extinción. Hay una progresiva groserización de la comunicación, o simplificación, por la falta de particularidades o de sutilezas. Es cierto que el uso práctico del lenguaje escrito (no literario, no poético) queda atrás en relación con la expresividad o la calidez del intercambio oral, pero este término medio, ni epistolar ni oral, ni elaborado ni necesario, librado a la mera y aparente espontaneidad, resulta bastante desalentador.
También mencionaste, casi como una paradoja, que a pesar de las facilidades en el acceso a múltiples bibliotecas estemos avanzando hacia un clima de pensamiento único y que, en realidad, terminamos leyendo siempre a los mismos autores.
Existen esas limitaciones que forman el canon. Hace unos años, tuvo su apogeo la transgresión del canon, pero más que una transgresión también ocurrió una sustitución: un canon por otro. Pasa muchas veces con los hábitos culturales: pensás que estás transgrediendo una etiqueta o una convención establecida y en realidad estás imponiendo o afianzando otra, generalmente asociada a la vulgaridad (pero esa es otra historia). Hoy muchos estudiantes terminan conociendo siempre a los mismos dos o tres autores, a pesar de la infinita variedad a la que tenemos acceso. Es más un problema nuestro, de los docentes, una reducción debida a causas de diverso carácter. No se trata de un problema nacional: también se da en instituciones de otros países. Hace un tiempo escuché a una profesora decir que a determinado autor “había que citarlo”.¿Qué significa que “hay que citarlo”? ¿Significa que estás pagando un peaje intelectual o académico para ser admitido? ¿Aceptado dónde? Es una simplificación tanto o mucho más alarmante que esas abreviaturas de la escritura; mucho peor, ya que limita los campos del pensamiento, de la imaginación y más allá.
Esta última parece ser tu preocupación más recurrente
Demasiado tremendista; sé que exagero esto que padecemos. Se da una secuencia de advertencia, indignación y sufrimiento. Agrego, y me pesa, la penosa sensación de impotencia. Advierto, me indigno, padezco y finalmente no sé qué hacer. Me alarma demasiado; es tanto lo que se está perdiendo, y ¿qué se gana? Hay un libro de Víctor Klemperer, que era un judío alemán, comunista; durante la guerra pasó semioculto “gracias a que su esposa era legítimamente aria”. Era un lingüista, o filósofo del lenguaje, y preparó, casi clandestino, un diario que llamó La lengua del tercer imperio (pero lo tituló en latín: Lingua Tertii Imperii), que fue publicado sólo después de la caída del muro de Berlín. Y los nazis o no se enteraron o no se dieron cuenta o no les importó que, en realidad, Klemperer se refiriera a la lengua del Tercer Reich. Planteaba, entre otros temas, procesos de simplificación del lenguaje aptos para un entendimiento... ¿cómo decirlo?... no quiero usar la palabra “fascista”, que está muy gastada y habría que reservarla o conservarla para expresar su execración conceptual. Dicho de otra manera: la simplificación crea una camaradería secuaz entre iniciados. Klemperer anotaba que los nazis habían generado un lenguaje, usado entre afiliados y partidarios, que abundaba en siglas, de tal manera que sólo se entendían entre ellos; es un proceso de simplificación del lenguaje que apunta al mismo tiempo a dejar afuera a los que no participan de complicidades partidarias.
En un principio se asume que es más fácil comunicarse así, pero en realidad se propician vínculos de otro carácter entre quienes se entienden y entre quienes no lo admiten. El diálogo, que es de indispensable interlocución, se convierte entonces en un monólogo de órdenes, que se aproxima a un lenguaje de señales. ¿Cómo adiestran a los perros? Por medio de señales. ¿Cómo tratan los domadores en los circos a sus tigres y leones? No hay una contestación: se da una orden, puede ser un ruido o una palabra, y otro responde, pero no responde con palabras, responde con actos. Es una de las diferencias entre la señal, el símbolo o el signo: un pronunciamiento unilateral, que no espera respuestas. ¿Se entiende por qué me preocupa tanto lo que está pasando con el lenguaje?
En tu intervención vinculaste también el fenómeno de las fake news con Joseph Goebbels. Quizá suene tremendista, pero apenas se piensa un poco, nadie podría decir que es una comparación desatinada.
El dicho más conocido de Goebbels, ese de que una mentira repetida deviene verdad, incluso para quien la dice, es algo que planteaba también [George] Orwell. Él habla del double thinking o double thought. Tú decís una mentira, la repetís, la repiten los demás y la terminás creyendo; es como una especie de boomerang semántico de la falsedad. Catastrófico, casi diría, como estar al borde del apocalipsis. Hace unos días recibí un correo electrónico de un egresado sobre una breve mención que hice el 4 de mayo acerca de nuestra condición de humanos, de mortales, sólo debida a una mentira y a haber creído en el fraude viperino. (Dejo de lado la desobediencia). Diría que eran fake snake news. ¿Quién se habría negado a ser o saber como los dioses?
Las mentiras ahora se asocian a un individuo cuyo nombre no tengo por qué invocar, pero datan de demasiado tiempo atrás. Las mentiras no sólo se dicen. También el silencio es mentiroso, y a veces implica el fraude mayor [se refiere a La retórica del silencio]. Cuando no decís, estás ocultando. Y no sé qué es más efectivo, si la mentira que encubre o el silencio que encubre. Me temo que, a veces, el silencio sea más grave.
Has citado un libro del historiador Marc Bloch, que en la Primera Guerra Mundial advertía sobre las noticias falsas.
Exacto. El libro se llama Réflexions d’un historien sur les fausses nouvelles de la guerre (1921). No es el primero, claro. Los engaños son tan viejos como vieja es la muerte. Tengo por ahí un edicto de King James, Jacobo o Jaime, de 1688, sobre la exigencia de evitar la difusión de noticias falsas. Decía false news, pero es lo mismo que fake news. Maquiavelo decía que si alguien quiere engañar, siempre encontrará a quienes quieran ser engañados, y de eso se trata. Nuestro Juan Carlos Gómez decía, en 1853, que “la calumnia no deja de ser un delito, aunque se presente en letra de moldes”, y [Carlos] Vaz Ferreira hablaba del “espanto y terror” que sentía ante los daños irremediables que podía ocasionar la prensa con sus noticias falsas.
Otra expresión que me llamó la atención es que planteaste que hoy se generan “más reflejos que reflexiones”. ¿A qué te referís?
Tiene que ver con lo que comentábamos recién, con reflejos pavlovianos que no son respuestas. Sinceramente, no veo que estemos aprovechando las posibilidades que brinda la técnica; lejos de eso, me da lástima que todo se reduzca a nada. Habría que resistirse a pensar en los mismos temas y, de igual manera, debemos eludir las mismas referencias. Hoy, por ejemplo, tenemos la posibilidad de acceder con la mayor facilidad a la cultura oriental; antes dependíamos de la exquisitez o la excentricidad de algún librero para apartarnos de la monotonía de los lugares comunes. Pero, ¿en qué medida estamos aprovechando las aperturas de las redes bibliotecarias del mundo? Se habla mucho contra el pensamiento único; sin embargo, es indudable que todos estamos convergiendo hacia esa monopolarización de datos, hacia un único pensamiento/único razonamiento/discurso uniforme o uniformado. Observémonos como individuos de un grupo: usamos las mismas palabras, manifestamos las mismas opiniones y, si alguno se aparta de esa homogeneidad, enseguida la desconfianza cierra la conversación; el diálogo queda interrumpido. Pasa todo el tiempo: si no accedés a determinadas convenciones, si no incurrís en ciertos lugares comunes, preferencias, reverencias, referencias, quedás fuera. Y no sólo pienso en las indicaciones del canon, sino también en el tipo de vocabulario que se emplea. Es peligroso, no sé si no es un paso previo al totalitarismo. Hablando de eso: pocos compatriotas recuerdan que uno de los mejores libros que se escribieron sobre el totalitarismo es uruguayo. Al aludir al tema, lo primero que viene a la mente es la referencia a Hanna Arendt; sin embargo, unos cuantos años previos a sus publicaciones Carlos Real de Azúa escribió España, de cerca y de lejos, que tiene más de 300 páginas dedicadas al tema.
Blanqui, el sosías
Louis-Auguste Blanqui fue un revolucionario francés que vivió entre 1805 y 1881. Filósofo, periodista, socialista utópico, hijo pródigo del Reinado del Terror, más aterrador que terrorista, pasó buena parte de su vida en la cárcel. En uno de sus confinamientos, en 1872, publicó el libro La eternidad a través de los astros, una hipótesis astronómica. Blanqui formula allí una serie de teorías astronómicas vinculadas a la eternidad, sustentadas en el valor de las copias, las reproducciones, los simulacros, las réplicas y los sosías. Más que en los activistas políticos, su trabajo influyó en autores como Walter Benjamin, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. También en Lisa Block de Behar, que el año pasado organizó en París un coloquio en el que participaron investigadores de todo el mundo, especializados en la obra de Blanqui. En pocos meses se publicará en Francia un libro con las actas resultantes de ese encuentro.
¿Por qué Blanqui?
Blanqui hizo una revolución literaria, de la imaginación y de la cultura cuando fue el sublevado o insurgente más temido de su época. Hasta [Karl] Marx le tenía miedo: decía “no hay que hacerle caso a Blanqui; es un fantasma de la burguesía”. Le temían la iglesia, los masones, los positivistas, los bancos y, ni hablar, la monarquía. A pesar de que las cárceles eran muy severas y de que había una sentencia de muerte contra él, en algunas de las etapas de su confinamiento escribió La eternidad a través de los astros, que fue, para muchos, una especie de alegato en su defensa. En el coloquio había una investigadora de Berlín que había estudiado con un arquitecto las dimensiones de la celda en la que él escribió, y también el ventanuco desde el que podía ver el cielo, y habían concluido que era realmente imposible que desde allí lo contemplara. O sea que todo era estudio, erudición e imaginación. Era él consigo mismo y con sus conocimientos. Su salvación eran los libros.
Hablando de salvación, hace poco dijiste, en una entrevista publicada en el portal de la Universidad de la República, que también te imaginabas el Paraíso como una especie de biblioteca.
Pero no es mía esa maravilla, sino una cita. Es del “Poema de los dones”, un poema de Borges que en un pasaje dice: “Yo, que me figuraba el Paraíso/ bajo la especie de una biblioteca”. Y Borges, a su vez, cita a Gershom Scholem, que era un gran amigo de Walter Benjamin, y este, a su vez, a tantos que lo precedieron. Según los judíos, el nombre paraíso puede asociarse a una sigla o descifrarse como tal; pardés (huerto, jardín), en el hebreo actual, se formaría por las letras iniciales del nombre de las cuatro lecturas según las que se deben interpretar las Sagradas Escrituras para acercarse a su comprensión: una lectura literal, otra histórica, otra moral, y otra lectura anagógica, una elevación que, en lugar de finalizar la serie, remite al principio. Me aferro a esa creencia; me gusta pensar en la continuidad como un volver al origen. Y subrayo aquí, de nuevo, la importancia de las citas, que son las que promueven las más deseables afinidades, las coincidencias de la comprensión, la gran ilusión. Quiero creer que suscitan algo así como la suspensión del tiempo transcurrido y de esas distancian que separan. Me interesa estudiar a Blanqui, pero llego a él por Borges, por Bioy y también por Benjamin, que tiene un libro, París, capital del siglo XIX, en el que copia fragmentos íntegros de Blanqui. Fue tal la fascinación que sintió al leer el librito de Blanqui, tanta, que transcribió páginas enteras de la que su única edición hasta entonces.
Volviendo a Blanqui, ¿habría sido posible llevar la imaginación a ese nivel si el tipo no hubiera estado tantos años preso?
Probablemente sea así, como decís. Un filósofo que no me gusta demasiado, Jean-Paul Sartre, decía algo parecido a lo que planteás: cierta condición del hombre se revela en un rincón de su celda solitaria. Me gustaría que fuera así, porque sería una forma de redimirse en las situaciones peores a las que pueda someterse a un individuo. Y también por un aspecto que no siempre se atiende suficientemente: me acuerdo de que mi madre decía: “Es raro; la educación se dedica a socializar a los niños, cuando es más difícil prepararlos para vivir en soledad”. Una vez más, siento que mi madre tenía razón.