Un poema. Un poema sinfónico. Un poema sinfónico barroco. Un poema sinfónico barroco (podría ser Franz Liszt). Un poema sinfónico barroco (podría ser Liszt) con las plantas de los pies sobre el parquet de un club de yates al borde del río. Lleva una túnica blanca que cae sobre su cuerpo que se transforma. Al comienzo, recortado contra la puerta del club de yates al borde del río, es un cuerpo pesado. De paquidermo envejecido. Entonces da un paso. La planta del pie se acomoda sobre el parquet como si no quisiera pisar, como si debajo no estuviera el parquet sino un manto de flores de lis. Entonces la túnica se vuelve casi transparente y el cuerpo adquiere un peso distinto. Se torna la expresión de una danza primitiva que estamos viendo en ese momento primero en que se empieza a trabar en la gramática original del movimiento. Cuando todavía no es la danza sino el borrador de una danza. Da el siguiente paso y con ese paso segundo atraviesa todo el corredor que se había dejado entre las sillas.
Es sólo el albor de los prodigios. Lo principal ocurre cuando coloca el dorso de su mano en la frente, como una heroína melodramática, y emite el primer sonido. Recita. En el sentido castellano del término y también en el sentido italiano, que implica actuación. Recita y actúa, pero ambas acciones se funden en una, como la palabra y la traducción de la palabra. Borda con aguja de plata ese espacio en el que lo por decir, al ser dicho, muestra un doblez más, una capa que no es una adición a la capa original de sentido, sino que es algo nuevo, algo que reafirma, un doblez que dobla el sentido. Lo pliega y lo aumenta.
Quienes están ahí ya la han leído. Ya conocen las palabras que recita. Pero al escucharlas, al verlas colocadas en el pentagrama que ha desplegado con su túnica etérea, se dan cuenta de que nada sabían de ese poema. Así como el cuerpo de Marosa se transformó en delicado junco prerrafaelista, así también las palabras ya leídas de Marosa se transformaron en las palabras dichas por Marosa. Un club de yates al borde del río, en los años 90, puede ser también el escenario perfecto para la poesía.
Tenía tres nombres. Marosa: que parece la invocación de una de esas raras especies vegetales que invocaba en su poesía. Marosa Di Giorgio: que es el nombre que la sitúa como una voz mayor en la cadena interminable de la poesía uruguaya. Marosa Di Giorgio Médici: con esa sonoridad renacentista que la saca de la comarca y del tiempo. Si ese “Marosa” está en la familiaridad con la que se la convoca para convocar con ella al duende de la poesía, como quien dice Delmira o Federico, el “Marosa Di Giorgio” es la concreción de esa invocación, deja de ser etéreo y se materializa en los libros que ha dejado (esos papeles salvajes que admiten una lectura y otra, sin agotarse nunca). Pero su nombre con sus dos apellidos hace pensar en esa sacerdotisa sin tiempo que aparecía, como una Pomba Gira florentina, en las lecturas poéticas. Hay, tal vez, una cuarta, ajena incluso a la literatura, instalada en visiones que, aun estando al margen del momento poético, lo contenían. Velada por el vidrio del bar Los Girasoles, esa cuarta Marosa aparecía cuando el transeúnte, que venía por la vereda de Yi, miraba hacia adentro, distraído, y aunque no sabía quién era esa mujer quedaba imantado por un instante por la rojísima y elefantiásica presencia, por la salvaje mirada. Se preguntaba, desorientado, en qué época estaba, en qué sitio imposible. Se preguntaba, sobre todo, de qué reino aterrador y delicioso acababa de escapar en un parpadeo, salvado a tiempo por un bocinazo, un charco, una moto, que lo traían de nuevo al mediocre mundo de los evitados por la magia.