En 2016 la editorial Hum publicó Los ojos de una ciudad china, de Gabriel Peveroni. El libro fue en su momento anunciado como la primera entrega de un proyecto narrativo más vasto y ambicioso, cuyas líneas estructurales quedaban trazadas desde las intensas 215 páginas de esa primera entrega. Había códigos literarios evidentes y también núcleos temáticos: desde David Bowie y su Ziggy Stardust hasta la maquinaria narrativa de César Aira, pasando por la ciudad de Shanghái y la obra de Roberto Bolaño. Bastaba con unir los puntos y prolongar las líneas o tensores de la narrativa para adivinar que el proyecto total (que en la reciente segunda entrega pasó a ser denominado Proyecto Shanghái) sería una novela de largo o larguísimo aliento: una verdadera obra maximalista (en el sentido que da el crítico Stefano Ercolino al término, empleado para dar cuenta de las peculiaridades de novelas como 2666, de Bolaño; El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon; Submundo, de Don De Lillo, y La broma infinita, de David Foster Wallace) que, por lo que podríamos llamar “comodidad editorial”, o “realismo editorial”, dadas las características de nuestro mercado literario, quedó dividido en tres entregas o tomos, con la única salvedad de que la publicación del primero permitiría a Peveroni modificar, reescribir o reconcebir las entregas sucesivas, en una suerte de proceso cibernético o retroalimentado.
No hace falta dedicar demasiadas líneas a explicar por qué un proyecto como este es anómalo y hasta diría “monstruoso” en el contexto de la narrativa uruguaya reciente, dominado por novelas más bien cortas o cortísimas (Las arañas de Marte, de Gustavo Espinosa; El hermano mayor, de Daniel Mella; Washed Tombs, de Mercedes Estramil, etcétera); sin embargo, dos años después de la salida de Los ojos de una ciudad china, aparecieron dos libros que también, cada uno a su manera, apostaban por esa suerte de “maximalismo oriental” hasta entonces relativamente ausente de la escena literaria. Tanto Mil de fiebre, de Juan Andrés Ferreira, como Te odio, eternidad, de Nicolás Alberte, propusieron textos desafiantes, intensos, enciclopédicos y desbordantes, que empezaron a desplazar el centro de la escena literaria local hacia zonas notoriamente menos pobladas (es de rigor, por supuesto, nombrar antecedentes recientes: desde Dodecamerón, de Carlos Rehermann, hasta El infinito es una forma de hablar, de Horacio Verzi, pasando por El señor Fischer, de Ana Solari: libros que, si bien no encajan en realidad en el molde maximalista como propone Ercolino, sin duda, aunque algunos más que otros, pasaron por “aberrantes” en el contexto en que fueron publicados). Ese movimiento, entonces, parece preparar el campo para una mejor recepción del Proyecto Shanghái, y es en este contexto algo mutado que Hum acaba de publicar la segunda entrega, Viajar no lleva a ningún sitio.
El futuro y la ciudad de los clones
Las coordenadas temáticas y literarias no han cambiado, pero puede verse en este segundo tomo cierto recrudecimiento o intensificación de algunas pautas ya esbozadas en Los ojos..., así como una proliferación nueva hacia zonas no exploradas en la entrega de 2016. Por ejemplo, la trama de clones y conspiraciones sugerida por Los ojos... aparece tratada de manera mucho más intensa en Viajar..., que por momentos juega a acercarse (mucho más que su precedente) a un verdadero thriller neociberpunk. A la vez, el ámbito marcadamente internacional o cosmopolita de Los ojos... empieza a replegarse hacia un punto de partida uruguayo: gana foco la historia de Maria Zauber y la banda protopunk uruguaya Los Suicidas, y ciertas reflexiones sobre los años del pospunk uruguayo (maravillosamente expuestos en el reciente La era del casete, de Tabaré Couto) empiezan a reclamar un primer plano tanto narrativo como temático.
Tanto Zauber como Los Suicidas remiten a ficciones anteriores escritas (u orquestadas) por Peveroni, del mismo modo que algunos de los personajes de Los ojos... podían ser rastreados hasta las primeras novelas de su autor. En Viajar..., sin embargo, el efecto de lectura trasciende el mero gesto intratextual e incluso la creación de un universo ficcional más o menos coherente (al estilo de, pongamos, el Juan Carlos Onetti de El astillero, Jacob y el otro y Juntacadáveres, o el Larry Niven del ciclo El espacio conocido), sino que se vuelve sobre sí mismo, como parte de ese proceso cibernético de retroalimentación al que hacía referencia más arriba. Esto será complementado, a juzgar por los avances del tercer tomo incluidos a modo de apéndice en Viajar..., por la resignificación del autor real Gabriel Peveroni en tanto personaje: así, las novelas La cura, El exilio según Nicolás y Tobogán blanco, junto a obras dramáticas como Groenlandia, quedan convocadas y resignificadas: como el proceso por el que los sistemas estelares se forman a partir de nubes de polvo en rotación, aparece un astro principal (el Proyecto Shanghái en sus tres tomos, que podrían eventualmente ser publicados como un solo libro) y una serie de cuerpos “menores” en órbitas: planetas, satélites y asteroides. No se trata, entonces, solamente de escribir una macronovela en tres partes sino, más bien, de reformatear la obra literaria de una vida: así, el Proyecto Shanghái crece en fascinación y ambición.
Pero quizá hay más. No sólo cabe pensar que la publicación del segundo tomo encaja perfectamente con un momento de cambio en la escena literaria uruguaya, tanto por la emergencia de una nueva promoción que publica en editoriales alternativas o artesanales y también en las ya instaladas Estuario y Fin de Siglo (escritores como Fabián Muniz, Carolina Cynovich, Gonzalo Palermo, Gonzalo Baz y Matias Mateus) como por esa notoria expansión hacia los territorios de la macronovela o la novela maximalista propuesta en los libros de Alberte y Ferreira, sino porque además el Proyecto Shanghái, desde la escenografía convocada en su título, da cuenta de un proceso en curso que vuelve a conferir un surplus de significado a la noción de futuro, cuya potencia parecía perdida en la primera década y media del siglo XXI (los años del “realismo capitalista” expuesto por Mark Fisher, con su ascendencia ballardiana). En Viajar... (y también en Los ojos...), entonces, Shanghái es un lugar cargado de futuro (como el Uruguay de buena parte de los 80 se aparecía como un lugar de caminos muertos), de potencialidad histórica; lejos del gastado “fin de la historia” del perimido discurso posmoderno, estamos ingresando a una nueva época, a un nuevo zeitgeist, que encuentra en novelas como las del Proyecto Shanghái su carne, su sangre y sus circuitos.
Viajar no lleva a ningún sitio. De Gabriel Peveroni. Montevideo, Hum, 201. 266 páginas.