La historia editorial de El último samurái (2000), primera novela de Helen DeWitt, parece interesante en sí misma. Tras un proceso larguísimo de idas y venidas con un agente, un editor que demandó varias veces que se cambiara el título (no convenía sugerir parecidos con la película protagonizada por Tom Cruise, aparentemente) y una primera edición agotada rápidamente y jamás reimpresa pese al éxito de crítica, al momento de la reedición de 2016 el libro ya había alcanzado cierto estatus de obra de culto.
Un cliché crítico sería señalar que no se trata de “una novela para cualquiera”, pero esto es decir poco y nada: como todo libro fascinante y exigente, la primera novela de DeWitt sin duda termina por crear a sus lectores, por producirlos página tras página, del mismo modo que repelerá a los menos pacientes o a las sensibilidades que se saben refractarias a ciertos modos de novelar. ¿Cuáles son esos modos? Bueno, basta con hojear la novela. Ecuaciones, listados de declinaciones y conjugaciones, traducciones del japonés, un enciclopedismo permanente que abarca desde las obras para piano de Charles-Valentin Alkan a la antropología, pasando por la gramática del japonés, el latín, el griego y el finés, y la música de Arnold Schönberg. Más, especialmente, el clásico Los siete samuráis (1954), de Akira Kurosawa.
Así listado parece fácil espantar a los lectores potenciales, pero lo curioso es que El último samurái, pese a su ambición enciclopédica, en ningún momento deja de fluir y entretener (y maravillar, por cierto). Hay algo extrañamente leve en su escritura (ensamblada de alguna manera con diarios que se proponen libres de toda pretensión literaria simple), que parece deslizarse sobre la superficie de las cosas (de ciertos saberes en particular) y acelerar hacia la configuración de una historia tan emocionante como perfectamente calibrada en su expresividad y sus efectos: la de Sibila, una mujer brillante con evidentes carencias a la hora de funcionar en sociedad, y su hijo Ludo, un niño prodigio que aprende alemán, latín y griego a los cuatro años para leer La Odisea y los más importantes tratados de exégesis homérica (así como también, de paso, Harmonielehre, de Schönberg).
El nudo básico del asunto es que a Ludo le falta un padre, y su madre lo sabe. Como para ella el padre biológico es un verdadero imbécil, un escritor cuyo trabajo pobrísimo no merece respeto alguno, Sibila decide que su hijo encontrará una figura masculina a imitar en la película Los siete samuráis. A su vez, sabe que a su corta edad Ludo no está preparado para entender del todo de qué va la trama de la obra maestra de Kurosawa, pero aun así lo somete a un visionado diario y a un análisis constante, con bibliografía incluida.
Al principio todo esto se ve desde la narración de Sibila, pero a medida que Ludo va creciendo su voz toma el control de la novela. El proceso por el que la escritura de Ludo va volviéndose más compleja y su inteligencia se desarrolla sobre la página es, simplemente, asombroso, y si hubiera que elegir un rasgo de la novela para poner en evidencia el virtuosismo de su autora, bien podría ser esa construcción, ya no sólo de un personaje sino de una inteligencia, del funcionamiento o desenvolvimiento de una mente.
Samuráis hambrientos
Ludo ya no se pondrá en busca de su padre biológico (cuya identidad descubre por sí mismo) sino de su sustituto, su padre espiritual, por decirlo de alguna manera. Aprovechando los relatos que le hace su madre sobre hombres a los que admira, el niño pasa revista a siete candidatos, descartándolos uno por uno (excepto al último, evidentemente). La novela, narrada ahora por Ludo, se expande en las historias de vida de estos siete samuráis: a la manera de Moby Dick y de toda novela maximalista que se precie de tal, pronto la imaginación y las digresiones y tramas secundarias proliferan, tanto que sentimos que el narrador se ha vuelto algo más que un personaje concreto de la historia; un mecanismo conceptual. El efecto es similar al de las modulaciones de narradores en Contraluz (2010), de Thomas Pynchon, pero aquí siempre volvemos a la peripecia de Ludo y su búsqueda, como si se tratara de un nivel específico de energía al que el libro vuelve y desde el que despega para alcanzar los momentos más deslumbrantes.
Podría hacerse un listado más o menos completo de temas y procedimientos. La tensión entre repetición (la madre de Sibila, por ejemplo, era una aspirante a virtuosa musical que podía tocar 40 veces la misma pieza sin variar un solo énfasis) y variación (de a poco vamos entendiendo que los siete hombres buscados por Ludo son variantes del modelo de padre que ha hecho suyo; o, también, que una de las historias que proliferan hacia la mitad del libro es la de un pianista japonés que daba conciertos de seis o siete horas, en los que la misma pieza era recreada con variaciones sutiles), por ejemplo, o la pregunta con la que insiste Sibila (¿Ludo es un niño prodigio o apenas uno de intelecto normal al que se le ha enseñado cosas que todos nos resignamos a no enseñar a los niños?), que va desde las ideas de Stuart Mill hasta las reflexiones sobre la naturaleza de la conciencia y la inteligencia, son ejemplos más fácilmente visibles. Pero la novela, que también habla de la pobreza, la adversidad, la naturaleza del genio, la aventura, la ética, la paternidad (por supuesto) y la maternidad es tan rica que cualquiera de los hechos culturales a los que alude o sus “grandes asuntos” trabajados parecen reclamar un lugar central, para después deslizarse de nuevo hacia el paisaje de fondo y volver a sugerir un ágil desfile de variaciones comparable a las 30 de Johann Sebastian Bach o a las otras tantas mencionadas por Ludo y su madre en sus diálogos vertiginosos. O, también, a la sucesión aparentemente inagotable de variaciones/recreaciones de Los siete samuráis –Sibila comenta Los siete magníficos (1960) con buen humor, pero la sabe inferior a la de Kurosawa–.
Ciertas obras de culto llegan a convertirse en clásicos; no hay manera de saber si ese será el destino de la primera novela de Helen DeWitt, pero su reciente traducción al castellano y su éxito creciente en su lengua original empiezan a confirmarla como una referencia ineludible de la narrativa del siglo XXI. Usted no puede, no debe dejar de leerla.
El último samurái, de Helen DeWitt. Literatura Random House, 509 páginas.