En la canción “Morcillo López”, el Cuarteto de Nos imagina las aventuras del “primer uruguayo en la Luna”: arregla la nave con grasa de tortafrita, planta la bandera de Peñarol. Es sólo un ejemplo de cierto tipo de chiste que se burla de la idiosincracia nacional, y que tiene parientes en toda la región y el Mediterráneo europeo (por lo menos). El mecanismo del humor consiste en sacar de contexto costumbres o figuras locales para colocarlas en ambientes internacionales más solemnes o prestigiosos. Locas pasiones, la novela de Diego Recoba, hace casi lo contrario: en ella es el mundo el que se tiene que adaptar a los códigos uruguayos.
La acción –hay muchísima– empieza en Montevideo, y más precisamente en los techitos verdes de Fernández Crespo, en un puesto de venta de videojuegos truchos. La narradora y protagonista es una investigadora francesa que persigue unos manuscritos literarios y se engancha con Humberto, el hombre que regentea el puestito. Son felices por un tiempo en Playa Pascual, hasta que Humberto se esfuma. Su desaparición, descubriremos luego, es parte de una trama conspirativa que involucra una guerra mundial secreta entre Nintendo y Family Game. O sea: original versus copia, legal contra ilegal, y, sobre todo, la maravilla ajena enfrentada a lo que, aunque concebido en el extranjero, se ha vuelto nuestro por derecho de uso. Los personajes se mueven hacia Tailandia, hacia el litoral argentino, vuelven a Pando, pasan por Sarandí del Yi, terminan en Florianópolis, en esa batalla con una mafia belga-japonesa que busca controlar ideológicamente a la juventud latinoamericana (nada menos).
Ese mundo se uruguayiza de dos maneras. La primera, el lenguaje: todos –asiáticos, europeos, americanos– hablan en dialecto rioplatense, y aun más, en un montevideano periférico de hace algunas décadas. Pero no sólo eso: sus costumbres son también las de las clases populares uruguayas. Proliferan los chuveiros, la Freskita, la aspiración a la casita en el balneario, la cumbia en los rincones más disímiles del planeta. Uno se pregunta, entonces, si es un universo paralelo o si estamos ante un tarea de adaptación cultural análoga a la que nos acostumbraron a padecer las traducciones ibéricas. La metáfora de “pintar la aldea para pintar el mundo” acá cobra otro sentido: es el mundo el que aparece pintarrajeado con los colores de la aldea.
Si la transculturación era (o es) el trabajo de los intelectuales para maridar dignamente las culturas locales y las extranjeras, la de Diego Recoba es una variante expansiva, explosiva, atrevida. Y muy divertida: aunque como broma la uruguayización se agota –no porque aburra, sino porque al ser tan consistente se transforma en algo más serio–, el humor aparece en centenas de microhistorias de extravagancia creciente.
En algunas de ellas se puede atisbar el deseo de materializar algunas fantasías infantojuveniles compartidas generacionalmente. Así como en Carlota podrida (2009) Gustavo Espinosa “trae” a Uruguay a una actriz admirada hace décadas, en Locas pasiones Recoba imagina un mundo noventero en el que un querido luchador de Street Fighter (Sagat) tiene carnadura real. Su novela es heredera de la subversión de convenciones paradigmática de la literatura más imaginativa; hay una pista sobre cuál es la tradición de la que proviene en los papeles que viene a buscar la protagonista: serían unos inéditos de Ponsón du Terrail, el creador de las disparatadas aventuras de Rocambole, traídos por el futbolista Ruben Sosa, rival del cantante José Vélez en el afán por coleccionar literatura decimonónica escondida. Como en la mejor narrativa posmoderna, acá se yuxtapone lo que no debe ser yuxtapuesto, pero de una manera novedosa, callejera, terraja, que a nivel local se emparenta con las novelas de Hoski (Hacia Ítaca, 2011; Ningún lugar, 2018).
Vertiginosa, optimista, la novela debut de Recoba (periodista vinculado la diaria y fundador de la editorial La Propia Cartonera) tiene mucho para dar el salto al audiovisual. Si ocurre, habrá que estrenarla en una pantalla Panavox, ese ícono de la reapropación oriental debidamente homenajeado en sus páginas.
Locas pasiones, de Diego Recoba. Montevideo, Estuario, 202 páginas.