Considerando el panorama de la literatura latinoamericana, en general fermental y explosiva, especialmente después de los 90, quizá la colección de autores argentinos es la que encabeza la lista de lo más interesante relacionado con la producción. Desde hace algún tiempo, el costado femenino/queer de lo escrito en el país de Homero Manzi ha dado una selección que, consecuente con la historia del arte de nuestros vecinos, puede salir a competir con cualquiera en el mundo, con resultados airosos (algo similar pasa con las mujeres que escriben en este país, aunque eso es tema de otra nota): lo cierto es que Argentina ha soltado al mercado nombres como Mariana Enríquez, Claudia Piñeiro, Virginia Feinmann, Elena Aníbali y Samanta Schweblin, entre otras, de manera muy notable.

A la escueta lista que puse de ejemplo sumamos, allá arriba, el nombre de María Moreno como una peso pesado de la obra rioplatense. Jefa máxima, emperatriz y faraona de la lengua escrita en crónica, autoficción, crítica y los géneros “traficados” que tanto le gusta transitar. A todo esto, para ir sumándose al fogón, aparece Mariana Komiseroff con su novela Una nena muy blanca, editada este año por Emecé.

El conurbano bonaerense se convierte en un escenario muy rico para contar historias dentro de las letras actuales. Especialmente, la historia de Una nena muy blanca tiene como protagonistas a tres mujeres –una madre y dos hijas– que plantean una complicada red de afectos o desafectos para la creación de una trama densa en cuanto a informaciones. El lector se mete en un panorama heavy de violentos cariños para el regocijo pequeño de la gente pobre. Es que, por momentos, las oscuridades que salen en cada una de ellas parecen la única forma conocida de brindarse al otro, como si fueran mujeres amputadas a las que la marginalidad volvió abyectas. Son parias de las sensaciones.

Resurrección

Todo comienza con un flashback de resurrección. Como una crista obrera, Ely, una de las protagonistas, muere en un accidente doméstico brutal pero resucita, niñita rea, ante la atónita mirada de su madre, del doctor y de Gómez, su padre, que es nombrado así por todos. Esa lejanía que dan el apellido y el tiempo se deben a que en “el hoy” de la trama el hombre ha muerto, no sin antes dejar instalado sobre las mujeres su fantasma de despotismo patriarcal, al que siempre es mejor tener lejos.

Del mismo modo ha desaparecido Verónica, la hermanastra de Ely y Jésica, que, según la madre de estas dos últimas, ronda la estación de colectivos todos los días, o anda por el barrio evitando saludar, o vive en España confundida en el recuerdo de la madre, una vieja rancia que les roba a los ancianos del geriátrico donde trabaja, para después maquillarlo de “regalos”, como premio ficticio de su buen trato.

La mayor de las hermanas protagonistas, Jésica, es una joven que intenta ganarse la vida sin metáfora. Así, trabaja en situaciones de explotación y acoso en un restaurante de country porteño, comiendo de las sobras y siempre deslizándose sobre el filo de las violencias masculinas de su encargado, sus compañeros de trabajo y su ex novio, Rodrigo.

Rodrigo es un hippie cheto que habla del amor libre y de la revolución desde su comodidad intelectual de progre que pertenece a la clase media baja. No obstante, no le falta tiempo para ejercer sobre Jésica una violencia simbólica y concreta; desde el engaño con otras mujeres hasta el baboseo cultural frente a las cosas que su novia no comprende, o la insistencia para tener sexo cuando ella no quiere. Tampoco le falta tiempo para ir a cenar con una cheta al restaurante donde ella trabaja; una de esas que representan al sistema contra el que el joven, revolucionario de morral, supuestamente lucha.

Sombrías opresiones

La figura de Gómez es fundamental para develar el constructo masculino que aparece en la novela de Komiseroff; violento, abusador, proveedor, dueño de todo, incluso de los cuerpos que lo rodean. Allí se teje una maraña argumental muy intensa, de oscuros recuerdos, de visitas al pasado en la mente o en la boca de las tres mujeres que pintan un personaje sombrío, cargado de tintas para delinear a un perverso.

En la narrativa de Una nena muy blanca, las figuras masculinas aparecen muy bien disecadas, logrando un efecto claro para entender que los hombres no aman a las mujeres y, sin embargo, el texto nunca cae en una manera simplista de hacer la crónica de los machos violentos. La manera de descubrir la sangre que mancha a cada uno, el muerto de cada placar, es sutil e inteligente, y crece sobre las raíces de una prosa atrapante y perfectamente construida. Para esto, la versión de las protagonistas frente a cada historia varona se hamacará desde el deseo al padecimiento en forma constante. Y El Paraguayo será el único hombre que aparezca al frente de situaciones que intentan ser más luminosas en los días de Jésica.

Mariana Komiseroff maneja el thriller literario con maestría, y por eso Una nena muy blanca es una “película” muy atrapante, una forma legible y bella del misterio. Se trata de esa forma única de la literatura de convertir lo brutal en placer; la alquimia de quitarle la culpa al voyeur. La historia se entrega sola y la forma breve es un sopapo muy bien dado. Un crescendo justo hacia un final que sobrepasa todos los bordes. Y como mirones, es el momento justo para huir.

Una nena muy blanca. De Mariana Komiseroff. Buenos Aires, Emecé, 2019. 160 páginas.