Ser niño en los 70 incluía el capítulo de lo que no se podía escuchar, lo que no se podía decir en público, una guía no explícita de cómo administrar los tonos de voz. Entre los silencios y los secretos tan incomprensibles como naturalizados, entre otras cosas terribles y graves que me tendría reservada mi adolescencia en los 80, cuando la información sobre las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura iba saliendo a la luz, en ese universo recortado de lo permitido y lo prohibido las bibliotecas no se salvaban, ni siquiera, por supuesto, las que albergaban libros para niños y jóvenes. A esos libros prohibidos las bibliotecólogas y animadoras de lectura Rosa Paseggi y Débora Núñez les dedican el taller “Un golazo a la memoria. Libros infantiles prohibidos en la dictadura”, que tendrá lugar el sábado y el domingo a las 17.30 en el Museo de la Memoria (Mume) como parte de las actividades por el Día del Patrimonio.
Visto en perspectiva, el tema permite hurgar en la memoria, ir a las pequeñas historias de aquellos años, encontrar las fisuras que podía ofrecer ese muro pretendidamente infranqueable de la prohibición, así como los mecanismos de la autocensura, movidos por el miedo. En diálogo con la diaria, Paseggi cuenta que se trata de un proyecto que emprendió hace unos diez años, producto de un interés personal por la memoria colectiva y, en particular, por lo ocurrido durante la última dictadura cívico-militar en nuestro país. “Es mi granito de arena de hacer algo por la memoria, pero es algo que cada vez que lo ofrecía o preguntaba a nadie le interesaba, salvo en un núcleo muy cerrado. Este año lo presentamos al Mume y Elbio [Ferrario, el director] lo aceptó. Mi idea sería que en algún momento, ya sea en el Museo de la Memoria, en el Museo Pedagógico, en Primaria, alguien generara un proyecto. Que en alguna institución pública hubiera una colección con estos libros, con referencias, a la que los docentes e investigadores pudieran acceder. Durante todos estos años hemos ido buscando, yendo a ferias, metiéndonos en bibliotecas, preguntando”.
Enseguida se sumó Núñez, con quien comparte el interés por la literatura infantil y juvenil (LIJ); juntas son las Caperucitas Cómplices: “Somos parte de IBBY y reconocemos en ellas nuestras maestras. Nos conocimos trabajando en una biblioteca y empezamos a compartir lecturas, pasiones lectoras y libros. En un momento nos dimos cuenta de que teníamos que organizar nuestra biblioteca y en eso estamos: tenemos más de 1.000 libros de LIJ y de teoría sobre LIJ y lectura. Hemos participado en actividades de narración oral y animación. Nadie nos financia y eso es trabajoso, pero, al mismo tiempo, no debemos nada a sponsor alguno. Eso nos da libertad”.
“La infancia siempre es vigilada. Incluso en gobiernos no autoritarios. En los autoritarismos es más visible y directo”, sostiene Paseggi. A diferencia de lo que ocurría en Argentina, por ejemplo, donde había decretos en los que se dictaminaba la prohibición de libros y autores, en Uruguay es excepcional que la censura estuviera documentada de esta forma; menciona un libro del maestro Luis Neira que fue prohibido por decreto. Paseggi y Núñez llegaron a una lista primaria de libros prohibidos, que ofició como hilo del que comenzaron a desenredar la madeja. “La única lista nos la proporcionó una bibliotecaria del Museo Pedagógico. Encontró paquetes de libros y le dijeron que provenían de requisas en Primaria. Hizo una lista y nos la dio. Nadie más se la pidió”, cuenta Paseggi. A partir de allí observaron nombres que se repetían, con causales que iban desde autores de filiación política de izquierda, como Francisco Paco Espínola, hasta libros publicados en editoriales, imprentas o imprentas clausuradas (destaca que en aquella época había muchas imprentas de anarquistas).
En las dos orillas
Las investigadoras partieron de abundante bibliografía de Argentina. En Uruguay es un tema poco explorado hasta el momento, pero dado que en la historia reciente los lazos entre ambas orillas del Plata son muy estrechos, en este asunto también hay conexiones y puntos de encuentro. Para arrancar, hay autores que se repiten, como el ilustrador Ayax Barnes y el mencionado Espínola. A modo de ejemplo, Paseggi menciona Saltoncito, Perico, de Juan José Morosoli, La línea y El pueblo que no quería ser gris, de Beatriz Doumerc y Barnes, y El cachorrito emplumado, de Elena Pesce.
Al no haber una censura por decreto, en Uruguay “había más autocensura, incluso había gente que creía que estaban prohibidos libros de [Horacio] Quiroga, aunque en realidad no lo estaban. Los libros los sacaba la gente de las bibliotecas. Los quemaban, los requisaban”. Esto les daba a las requisas una gran arbitrariedad, dejaba la decisión librada a la interpretación. “Ante la duda, se prefería quitar de la biblioteca”, comenta Paseggi, y agrega: “Las fisuras se daban y algunos docentes, familias, bibliotecas seguían compartiendo con los niños libros censurados, aunque fuera de forma oral. Sé de bibliotecarios que se llevaron libros a su casa, los escondieron y, terminada la dictadura, los devolvieron”.
En esa defensa de las bibliotecas, maestros y bibliotecarios solían hacer un trabajo invisible de no dejar enmudecer esas voces que se censuraba. Mi madre, maestra en aquella época, dice que ella se tomaba ciertas libertadas: “¿Quién se iba a enterar de lo que leía yo en clase?”, afirma temeraria. Paseggi cuenta una anécdota de Ana María Bavosi que le contó, a su vez, el maestro y escritor Sergio López Suárez: “En plena dictadura, Bavosi logró crear la sala infantil de la Biblioteca Nacional, y cuando intentaron retirar material argumentó que debía estar en la biblioteca porque esta debe tener en su acervo todo lo publicado en el país”.
Censura y después
Este fin de semana Paseggi y Núñez expondrán en el Mume, en una actividad que estará dirigida a todos los interesados. En sus comienzos dieron talleres en escuelas y en la Biblioteca Popular de Shangrilá: “Lo que yo hacía era escribir en el pizarrón lo que me respondían los niños a la pregunta ‘¿qué fue la dictadura?’, luego los dividía en grupos, les entregaba los libros y cada grupo intentaba descifrar por qué había sido prohibido ese material. Fue muy interesante porque salían cosas bien lindas. Después, me di cuenta de que cuando les hablaba o les leía cosas sobre los desaparecidos, no entendían qué era eso: lo que tiene un significante para nosotros, para ellos está cada vez más lejos. Por eso me di cuenta de que era necesario ahondar en el tema”.
De ahí, también, a que no se queden en dar cuenta de la prohibición de lecturas en la dictadura, sino que vayan más allá para acercar libros de LIJ que traten el tema de la historia reciente. Paseggi menciona Mañana viene mi tío, de Sebastián Santana, Árboles blancos, de Magdalena Helguera, El capitán tortilla, de Federico Ivanier, Lugar imposible, de Fernando González, y El año de los secretos, de Laura Santullo. Del otro lado del charco se destacan, entre otros, El mar y la serpiente, de Paula Bombara, ¿Quién soy?, de Paula Bombara, Irene Singer, Iris Rivera, María Wernicke, María Teresa Andruetto, Istvansch, Mario Méndez y Pablo Bernasconi, y Abuelas con identidad, de Carla Baredes, Ileana Lotersztain y Eleonora Arroyo.
En Fofoletes, de María Gabriela Belziti y Lucía Mancilla Prieto, la decisión in extremis de la protagonista de quemar su libro preferido, luego de que su padre quemara parte de su biblioteca “por las dudas”, al tiempo que un señor de uniforme caqui y bigote hablaba por televisión, conmueve y deja al lector golpeado ante las llamas que consumen esas hojas que “se van poniendo negritas”. “Sí, mucha gente quemó libros, enterró libros, y seguramente sufrió mucho con ello”, afirma Paseggi. Y cuenta que el propósito que las une con Núñez es “contagiar con lecturas: ‘Leer no admite el imperativo’, dice Daniel Pennac, y es así. Leer nos compromete, porque la palabra es esencial para establecer vínculos; con pocas palabras podemos decir menos de lo que pensamos y, lo que me parece peor, de lo que sentimos”. Así, la mirada a aquellos libros prohibidos lleva, inexorablemente, a su rescate y su encuentro.