Es tentador pensar que con la muerte de Susan Sontag, el 28 de diciembre de 2004, desapareció una manera de ser intelectual, al menos en Estados Unidos. Su capacidad casi única de ocupar espacios a la vez en la lista de best sellers y en las currículas universitarias, su toma de posición frente a diversos temas políticos y su rigor crítico hicieron de ella un personaje (y esta palabra es importante) de los que pueden derivar en estereotipo. Su imagen –la ropa negra, el gesto serio, la mirada fuerte, el mechón de pelo blanco–, en efecto, se convirtió con los años en un ícono que sirvió para representar en cierto imaginario no sólo a la mujer crítica sino al crítico en sentido general.
Este proceso de iconificación, que empezó en vida de la escritora (y las etiquetas, ya sea por ser demasiado generales o específicas, siempre resultan insuficientes para quien fuera ensayista, novelista, dramaturga, directora de cine, etcétera), tuvo, como siempre, una serie de efectos positivos y otros negativos. Si bien para muchos Sontag fue un modelo, un verdadero ejemplo de compromiso en su sentido más amplio, otros la criticaron fuertemente. Hoy, varios años después, sus libros mejores circulan y agotan sus ediciones, y su figura sigue resultando tan incómoda como siempre, aunque tal vez no por los mismos motivos, como una biografía que acaba de aparecer en castellano vino a demostrar.
La mente del moralista
Ganadora del premio Pulitzer en su categoría, Sontag. Vida y obra impacta, ante todo, por su volumen: 800 páginas de prosa expansiva y largas notas que aparecen para respaldar prácticamente cada afirmación, casi como si su autor, Benjamin Moser –responsable también de un libro sobre Clarice Lispector editado en nuestro idioma por Siruela–, quisiera estar bien cubierto a cada paso. En efecto, el deseo conjetural de estar “cubierto” no es en vano, porque esta vida de Sontag tiene mucho de iconoclasta: apoyado en sus muy numerosas entrevistas con gente más o menos cercana a la escritora, Moser llena una buena cantidad de espacio con anécdotas íntimas por momentos terribles, en las que abundan la violencia verbal, los malos tratos, la mezquindad y el resentimiento, y se ampara en sus fuentes (que incluyen ex novias de hace 50 años) para crear una contrafigura, por decir poco, antipática.
Lo cierto es que por más duro que pueda ser Moser con Sontag, lo que ya hay publicado de sus diarios revela que nadie peor que ella para hablar de sí misma: “Todas las cosas que desprecio en mí misma son X: ser una cobarde moral, ser una mentirosa, ser indiscreta sobre mí misma + los demás, ser una farsante, ser pasiva”, escribía por ejemplo en febrero de 1960. Lo interesante, en todo caso, es ver cómo estas cosas que ella veía como defectos marcaron su vida pública: la indiscreción que según Sontag la definía dio en público una prosa que enmascaraba siempre lo personal, que rehuía a la anécdota íntima, que distorsionaba la autorreferencia (su crónica “Peregrinaje”, por ejemplo, donde cuenta su visita a la casa de Thomas Mann en California, se contradice, como lo prueba Moser, con las entradas en sus diarios de la época); ese carácter de cobardía moral, esa pasividad (en otro pasaje de sus cuadernos íntimos define: “‘ser pasiva’ significa dos cosas. Dejarse hacer. No responder”) dieron también a una intelectual que, en el error o en el acierto, no se dejó nunca amedrentar por sus interlocutores y se expresó con valentía sobre temas acuciantes de su tiempo, como cuando viajó a Sarajevo en pleno sitio, cuando en Bogotá exigió a Gabriel García Márquez su pronunciamiento frente a la represión de intelectuales disidentes en Cuba, o cuando advirtió sin titubeos sobre los horrores que haría la administración Bush en nombre de la libertad tras los atentados del 11 de setiembre de 2001.
Si bien Moser da cuenta de estos momentos en la vida de Sontag, la presencia de chismes es tan abrumadora que por lo general pierden sustancia en comparación con todo lo otro. Como bien distinguió Janet Malcolm en su reseña al libro publicada en The New Yorker, sus principales pasajes problemáticos son, en resumen, dos. El primero gira en torno a Freud: the Mind of the Moralist (1959), considerado un verdadero clásico en la materia en Estados Unidos y firmado por Philip Rief, en el momento esposo de Sontag. Si ya la crítica había, siguiendo ciertas declaraciones de la propia escritora, puesto en duda su autoría y el biógrafo Jerome Boyd Maunsell (por citar apenas uno) ya vacilaba entre Sontag y Rief al citar fragmentos del libro, Moser parece dar el tema por zanjado y le adjudica a ella directamente los pasajes reproducidos, todo en base a especulaciones, afirmaciones matizadas (como la de Sigrid Nunez en su libro Sempre Sontag) y a una inconclusiva carta.
El otro punto conflictivo (y no en un buen sentido) es en torno a la sexualidad de Sontag, que Moser elige ver desde el punto de vista identitario y vuelve el centro obsesivo de su biografía. En efecto, su postura se hace notar muchas veces y en pasajes incluso adquiere un tono francamente agresivo con la biografiada, a quien no le perdona no haberse declarado jamás lesbiana públicamente.
Fueran cuales fueran las razones de la negación de Sontag a “salir del clóset”, en ningún momento queda tampoco demasiado claro cómo se identificaba a sí misma. Sin tomar en consideración sus propias palabras, Moser insiste en ver su “bisexualidad” (a la que ella aludió alguna que otra vez en público) o bien como una etapa, según el lugar común habitual, o bien como una máscara tras la que se escondía una Sontag “auténtica” y lesbiana. Persiguiendo un fin supuestamente noble, así, Moser culpabiliza a su biografiada post mortem y llama la atención sobre su aparente irresponsabilidad.
Su motivo manifiesto es que durante los años de la crisis del sida habría sido importante “dar la cara”: no bastaba, para el biógrafo, escribir un ensayo como El sida y sus metáforas (1989), en el que Sontag cuestiona la asociación entre la enfermedad y la homosexualidad, sino que debía “poner el cuerpo”. A este “poner el cuerpo” Moser lo define exclusivamente, en base a Adrianne Rich (con quien Sontag tuvo una sonada polémica en torno a uno de sus mejores ensayos, “Fascinante fascismo”), como un decir yo, una autorreferencia digamos lineal que implica no sólo decir lo que uno piensa, defender sus ideas y ponerles su firma, sino además hacer de la vida íntima una suerte de ejemplo, a pesar de todo.
En el momento, ese “a pesar de todo” significaba mucho, lo que debería ser comprensible para Moser, que se detiene en las dificultades que sufrían (sufren) las lesbianas para lograr (y mantener) un espacio en el medio público, sobre todo en el mundo más ligado a lo específicamente intelectual y, además, en el miedo de Sontag de ser “acusada” como homosexual, que fue especialmente fuerte durante sus peleas por la custodia de su hijo David. No obstante, Moser insiste en hacer de su propio objeto de estudio una especie de cobarde y una oportunista: si admitir su homosexualidad habría sido renunciar a gran parte de su público, según el biógrafo, Sontag no estaba dispuesta a poner en juego su fama.
Esa negativa, ese aferrarse a una parte de lo íntimo (incluso poniendo en juego el eslogan feminista de que “lo personal es político”), puede en cambio ser leída de otra manera. Como aseguraba hace un tiempo Cornelia Möser en un programa de France Culture, si bien por un lado se le puede recriminar no haberse unido a organizaciones feministas o LGBT, hay en eso algo profundamente político en tanto demanda individual: así, según la autora de Féminismes en traductions: théories voyageuses et traductions culturelles (2013), Sontag “fue política en la medida en que se negó a dejarse encasillar de acuerdo con lo que se espera de una mujer, una madre, una lesbiana, una bisexual, una judía”.
Más interesado por su negativa a ser encasillada o por las críticas que se le hicieron en tanto madre, Moser omite además otras discusiones mucho más interesantes y fértiles con respecto a su accionar, como la de Jean Baudrillard a su ida a Sarajevo, que el francés consideró irresponsable. Ella, más adelante, lanzará (sin decir nombres) un ataque que se convertirá en una suerte de cliché contra el pensador francés y Guy Debord, en una crítica a su teoría del espectáculo que cometerá la debilidad de blandir contra ella una “realidad” tan inmediata como conjetural.
Sontag y sus metáforas
A propósito de los deslizamientos de la identidad, el tema de la máscara tendrá muchas variantes a lo largo de la obra de Sontag: la máscara será tomada en un sentido muy literal en sus notas sobre “camp” (dedicadas, además, a Oscar Wilde), en ensayos como “Sobre el estilo”, en los reunidos en el precursor Sobre la fotografía (1977) o en La enfermedad y sus metáforas (1996), por citar apenas algunas de sus piezas más importantes.
Según Moser, esta obsesión tiene un paralelo en la propia conformación de su “persona” autoral, que empieza a tomar forma cuando la joven Susan Rosenblatt se apropia del sonoro apellido del segundo marido de su madre. Así, entre Sue, Susan y “Sontag”, por decir algo, se ven las idas y vueltas de una mujer cuya complejidad excede al biógrafo, que hace lo posible por explicarla, contenerla, a menudo sirviéndose para eso de una psicologización muy precaria o de recursos sociológicos y la ve como “un caso”, como cuando interpreta su comportamiento con amigos y parejas en base a un libro de Janet Geringer Woititz que estudia a las personas hijas de padres alcohólicos. No obstante, más allá del interés que pone Moser en la vida en sociedad de Sontag, no hay relación más fértil que la que tuvo con las imágenes y con las palabras.
El biógrafo, por su parte, vuelve muchas veces sobre el tema y cita, de manera a veces antojadiza, las reflexiones de la crítica para ilustrar su propia visión, a veces simplista, sobre el tema. En primer lugar, uno podría pensar que hay cierta ingenuidad en la crítica cuando defiende la posibilidad (tal vez en línea con una tradición del pensamiento estadounidense que tiene como expresiones la poesía de Walt Whitman y los ensayos de Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau y que dejará una fuerte marca en el hippismo) de un acercamiento no medido con las cosas, sobre todo a través de los sentidos.
Explicando la “aversión por las metáforas”, Moser cita unas palabras de Sontag que se encuentran en una entrevista famosa, en la que reflexiona a partir de la frase “El camino es recto como una cuerda”. A partir de ese ejemplo, Sontag asegura: “Hay una parte muy profunda de mí que siente que ‘el camino es recto’ es todo lo que necesitas decir y todo lo que deberías decir”, frase que Moser utiliza como una supuesta declaración de principios, olvidando la continuación: “Pero ahora empiezo a sentir más placer por una escritura que dice ‘El camino es recto como una cuerda’. Sin embargo, aun así, decir ‘Ahí está el camino’ y ‘Ahí está la cuerda’, en realidad, ¿qué tienen que ver el uno con el otro?”. Así, la frase parece mucho más compleja que lo que Moser sugiere, fundamentalmente porque no se está hablando en este punto de metáforas (en primer lugar, porque se trata de una comparación, pero además, ¿por qué debería haber una relación más íntima con la “verdad” en una palabra tan arbitraria como cualquier otra?), sino de estilo. Y ahí, como Sontag recuerda en su ensayo sobre el tema, siempre hay algo más.
A ese respecto, el libro clave es el célebre Contra la interpretación (1969). Escrito en un diálogo muy activo con el mundo cultural neoyorquino del momento, marcado por la experimentación artística (el cine que promovía Jonas Mekas desde las páginas de Film Culture, la música de vanguardia, el teatro y los happenings, el arte pop, etcétera), su espíritu parte de una idea que está ya en Wilde, pero que tomará mucha fuerza en ese tiempo. Si el escritor irlandés aseguraba, en El retrato de Dorian Gray (1890), que “Son sólo las personas poco profundas las que no juzgan por las apariencias”, Andy Warhol postulaba con su obra, más de medio siglo después, una poética de la superficie (se definiría, haciéndose eco de Ava Gardner, como una persona “profundamente superficial”) y el verso de John Ashbery afirmaría, desde su poema “Autorretrato en un espejo convexo” (publicado en 1974), que “todo es superficie”.
Este tema de época no debe, por supuesto, debilitar los argumentos de Sontag, que aunque deben ser leídos con ciertos reparos y pueden por supuesto ser criticados, a menudo son más fuertes de lo que parece a simple vista y, sobre todo, son mejores cuando más irreverentes. En efecto, si bien muchos han querido ver en estos textos una apología del “vale todo” culturalista, en realidad no hay nada más ajeno al impulso que les da origen, que es el de comprender las artes llamadas “populares” y la “alta cultura” pero sin mezclar las cosas ni hacer concesiones.
Sontag, etcétera
En su prólogo al libro póstumo Al mismo tiempo (2007), su hijo David Rieff cuenta: “Solía tomarle el pelo a mi madre diciéndole que si bien había mantenido casi toda su biografía al margen de su obra, sus ensayos valorativos –sobre Roland Barthes, sobre Walter Benjamin, sobre Elias Canetti, por citar tres de los mejores– revelaban más de ella misma de lo que acaso imaginaba”. En efecto, eso se ve con claridad en su texto “La escritura en sí misma” (publicado en español en el volumen Cuestión de énfasis, de 2001), sobre Barthes, a quien conoció personalmente y consideró desde temprano como uno de los grandes escritores franceses del siglo XX.
Si “Bajo la metacategoría de representación”, como afirma Sontag en ese texto, “no sólo la línea entre autobiografía y ficción queda diluida, sino que también lo hace la que existe entre el ensayo y la ficción”, sus textos cobran otro sentido. Según la crítica, para Barthes “escribir se convierte en el registro de compulsiones y de resistencias a escribir” que encuentran su forma en listas, en órdenes, como las que hará ella misma.
Sin embargo, al contrario que el francés, Sontag tendrá muchos problemas, muchas vacilaciones, para aceptar a su yo esquivo e integrarlo de forma plena en el texto: ser queer, dice en sus diarios, “Aumenta mi deseo de ocultarme, de ser invisible”. Si bien se hace cargo de la primera persona desde temprano (uno de sus libros de cuentos, publicado en 1978, se llamará Yo, etcétera), lo cierto es que la experiencia personal aparece siempre matizada, oscurecida. Más allá de este oscurecimiento, Sontag parece querer adherirse a ese linaje que ella reconoce profundamente francés y que tiene sus orígenes en Michel de Montaigne, para quien el yo aparece “como vocación” y “la vida como una lectura del yo”.
Así, cita en su ensayo sobre Barthes a Paul Valéry, que sostiene que “La obra no debe dar a la persona a la que afecta nada que pueda ser reducido a una idea de la persona y el pensamiento del autor”, pero agrega que “este compromiso con la impersonalidad no excluye la confesión del yo; es sólo otra variación del proyecto de autoexamen” que es siempre ambivalente, como atestigua el ejemplo de Gustave Flaubert “declarando ‘Madame Bovary, c’est moi’ pero también insistiendo en sus cartas sobre la ‘impersonalidad’ de la novela, la ausencia de relación con él”.
Este es el gesto, se podría decir, que Moser no le perdona a su biografiada, cuyo proyecto es clarísimo y está todo presente ahí, en su disección del estilo de Barthes: “en una era de conciencia hipersaturada”, lo que caracteriza a la sensibilidad “formalista” es, entonces “su confianza en el criterio del gusto y su orgulloso rechazo a proponer algo que no lleve el sello de la subjetividad. Confiadamente firme, insiste sin embargo en que sus aseveraciones no son más que provisionales”. En ese sentido, Sontag parece responder también a las críticas que se le hicieron, luego, desde todos lados: los “conservadores” que la tildaban de dilettante y posmoderna; los “posmodernos” que la despreciaban por esnob.
Su postura, no obstante, se rebela consistente en sus mejores obras: lejos de lo que algunos críticos han asumido, no existe una ruptura entre la Sontag que en “Sobre el estilo” afirma “Llamar obras maestras a Triumph des Willens y Olympia, de Leni Riefenstahl, no supone encubrir la propaganda nazi con tolerancia estética. La propaganda nazi existe. Pero también hay algo más, que rechazamos en nuestro detrimento” y la que años más tarde destruye con un ensayo cualquier proyecto de limpieza de imagen de la cineasta. Su carácter de esnob que se mueve tras la novedad es, también, explicado en el texto sobre Barthes, de quien pondera su “compromiso no escrito a encontrar algo nuevo y desconocido que alabar (lo que requiere tener la disonancia adecuada con el gusto establecido), o alabar una obra conocida de un modo diferente”. En eso, su gesto se entiende también como parte de la experiencia sesentista, pero va más allá: en la imperiosidad de “ver más, oír más, sentir más” se esconde su deseo de “sustituir significados gastados por otros nuevos”. De esa manera, a pesar de su tono profundamente sensualista, que podría entenderse en clave de una contraposición entre “intelecto” y “sentidos”, lo que propone Sontag es simplemente dejar atrás, en la crítica, los grandes sistemas explicativos (en su época, el marxismo y el psicoanálisis) y buscar una experiencia nueva, que a veces se pretende ilusoriamente pura.
En eso se cifra su deseo de “estar ahí”. Siendo una mujer que aprendió a leer a los tres años, se graduó de la escuela secundaria a los 15 y se casó con un académico de reputación a los 17, su vida estuvo marcada por la hiperactividad intelectual, que ayudó por momentos con el consumo de anfetaminas. Como prueba de ese mismo “triunfo de la voluntad”, Sontag se pasó la vida buscando. No pocas fueron las veces que encontró.
Sontag. Vida y obra. De Benjamin Moser. Barcelona, Anagrama, 2020. 832 páginas.