Hoy en día, en el apogeo de la globalización (¿la pandemia no es, entre otras cosas, la primera, amarga experiencia verdaderamente global que tenemos?) y de internet, sería improbable aconsejar a los intelectuales italianos un “paseo a Chiasso”, frase que condensa la necesidad de moverse sólo un poco (hasta Suiza) para salir de la cultura provincial, cerradísima e irremediablemente ombliguista de la Italia de los años 60. Sin embargo, en su momento, la exhortación de Alberto Arbasino, fallecido hace unos días luego de una larga enfermedad, causó revuelo y malestares en el establishment. La fórmula sintetiza perfectamente las inquietudes y forma de vida de este escritor, sin dudas el más sofisticado prosista italiano de las últimas décadas: viajes continuos; amistades de todo tipo de clase social, con predilección por el jet set, al que le tomaba agriamente el pelo; incorporación (pero siempre reelaboradas irónicamente) de las tendencias teóricas de moda; cosmopolitismo extremo. Pese a haberse licenciado en abogacía en los años 50, luego de que Italo Calvino le publicara los cuentos de Las pequeñas vacaciones (1957), su destino fue el del literato, dividido entre una ya mítica “línea lombarda” que se remonta a Giuseppe Parini y llega a Carlo Dossi y a su amadísimo Carlo Emilio Gadda, que unía un espíritu ilustrado al gusto por el chiste lingüístico culto, la despiadada demolición de las modas y los tics culturales a la rebeldía de las vanguardias. De hecho, Arbasino fue uno de los primeros miembros del Grupo 63, el combativo ensamble de poetas y novelistas que trató de sacar a las letras nacionales del piélago posneorrealista en el que estaban metidas, dinamitándolo desde su interior.
De alguna manera, a partir de la novela epistolar El anónimo lombardo (1959), Arbasino inventó un género de escritura, que básicamente no ha encontrado epígonos, en el que parece predominar una oralidad sofisticada, en la que se mezclan lo alto y lo bajo, y en la que la realidad siempre es filtrada por referencias culturales, a menudo desmontadas y tratadas como chisme. Su prosa es un torbellino que licua todo, cada elemento que aparece alude a otro, y el mundo es una interminable serie de conexiones culturales: ópera (una de sus grandes pasiones) y noticias de crónica, arte y chismes reveladores, poesía y aventuras eróticas (también fue uno de los primeros escritores homosexuales en tratar el tema en sus libros, pero nunca como panfleto, siempre con una presteza asombrosa), con lo que desdibuja definitivamente las ideas de novela y ensayo.
“La novela tradicional muere en 1881, a mitad de Los hermanos Karamazov, alrededor de las tres de la tarde”, escribe en el ensayo Ciertas novelas, sintetizando con la agudeza que lo caracterizaba la imposibilidad de perpetuar el género con sus características decimonónicas, como seguía haciendo, impertérrito, Alberto Moravia, en ese momento estrella del género y blanco de más de una flecha del Grupo 63. “No es verdad que cada generación tiene sus [Wystah Hugh] Auden y [Theodor] Adorno, [Ivy] Compton-Burnett o [Jean] Cocteau. Es el fin; y basta formar parte de una Comisión para el Control de la Calidad: si se da el puntaje de cinco estrellas como ‘categoría extra’ a Gadda y [Roberto] Longhi y [Mario] Praz, te encontrás en aprietos para dar cuatro y medio a Cesare Brandi y a Gianfranco Contini, pese a toda la admiración y amistad...’.” “Pero entonces, con toda la generación Moravia, cómo se hace, queriendo ser al menos serios como la Guía Michelin?...”, debaten sus personajes.
De hecho, a partir de los años 70 Arbasino deja de escribir ficción para dedicarse a memorias y cuestiones políticas (por ejemplo, En este Estado, de 1978, se centra en el tema del terrorismo italiano) y, en general, el pasaje no se nota: su estilo casi desde el principio repudia la trama mientras mastica y escupe su “época”, porque los libros tienen que ser, como afirma en Hermanos de Italia, “profundamente ambiguos, vale decir, polimorfos, como ambigua y polimorfa es la época”. O, para quedarnos con Hermanos de Italia (el original “Fratelli d’Italia”, es cita del comienzo del himno nacional, en clave, por supuesto, no patriótica), la novela que mejor sintetiza su proyecto y su poética, nunca abandonó la ficción, sino todo lo contrario: a Hermanos... lo atestigua con su reescritura treintenal: las 532 páginas de la primera versión, publicada en 1963, se transformaron, para 1967, en 536, para pasar a 663 en 1976 y explotar en 1993 con 1.371.
Ahora que la muerte concluyó su obra, ¿se encontrará un nuevo manuscrito? ¿Un Hermanos... más extenso, más atiborrado de materiales culturales digeridos, parodiados, deformados? ¿Cómo podemos pensar hoy el fin de esa trama escueta, es decir, el viaje iniciático y cultural de dos jóvenes homosexuales por Italia y el extranjero, que le permitió forjar una estructura abierta y porosa en la que la reseña de una noche en la ópera se codeaba tan bien con el ensayo sobre la situación de los intelectuales italianos de los años 60, o el chisme más o menos banal?
El lector hispanohablante cuenta con una versión de este Hermanos..., y aunque los horrores del régimen franquista llegaron hasta él para asestarle más de un arañón a sus escenas osadas, la prosa del italiano pudo más y trascendió traducción y censura. Menos problemática acaso es la más reciente de El anónimo lombardo; la biblioteca en español de nuestro prolífico Arbasino es pequeña (Off-off, Barcelona, Anagrama, 1971; Hermanos de Italia, Barcelona, Seix Barral, 1973; Super-heliogábalo, Barcelona, Seix Barral, 1973; El anónimo lombardo, Buenos Aires, Eudeba, 1999). Ojalá su muerte despierte a las editoriales que quieran ocuparse de la mejor literatura italiana y empiecen a traducir esta voz ineludible para desmontar, divirtiéndose, la cultura y sus contradicciones.