Con Roberto Bolaño, Luis Sepúlveda compartió la nacionalidad chilena y el exilio español: “Los dos son huérfanos de la aventura de la izquierda latinoamericana”, le dijo hace unos días a El País de Madrid Gustavo Guerrero, editor de Gallimard, y agregó: “Forman parte de esa generación que sacrificó su vida por ideales de izquierda y que se quedó flotando en los años 90. Bolaño contó parte de esa historia, y hay algo de Los detectives salvajes [1998] en la biografía del propio Sepúlveda”.
Él, que nació “profundamente rojo”, fue el primer caso de covid-19 en Asturias, luego de contagiarse en un festival literario portugués que compartió con su amigo Mario Delgado Aparaín –que a comienzos de marzo cumplió cuarentena preventiva–, y, después de un mes de internación, falleció el jueves a los 70 años.
Si bien a partir de los 90 Sepúlveda fue uno de los autores latinoamericanos más leídos en Europa, todo comenzó mucho antes: hijo de un militante comunista y una enfermera de origen mapuche, Sepúlveda creció en Santiago y estudió en el histórico y combativo Instituto Nacional (que en los años 2000 volvió a sus orígenes, liderando la llamada “revolución pingüina”), en el que una docente lo motivó a publicar su primer poemario. Luego ingresó a la Escuela de Teatro para formarse como director, a la vez que militaba en la Juventud Comunista. Hasta que en 1968 fue expulsado y pasó a integrar una escisión del Partido Socialista.
Como han recordado todos sus obituarios, durante el gobierno de Salvador Allende colaboró con una publicación de bolsillo para que el gran público pudiera acceder a la lectura. Durante el golpe de Augusto Pinochet estuvo detenido por más de dos años, hasta que logró salir gracias al brazo alemán de Amnistía Internacional, y después de pasar por Uruguay, Argentina, Brasil y Paraguay llegó a Ecuador, donde vivió en la comunidad indígena shuar. Allí trabajó en campañas de alfabetización para que los campesinos e indígenas de Imbabura (en los Andes) pudieran leer sus derechos. En 1979 luchó en la Revolución sandinista de Nicaragua, y luego del triunfo decidió viajar a Hamburgo para estudiar periodismo. Hasta que, a mediados de los 90, se instaló en Asturias.
El autor de El mundo al fin del mundo estaba convencido de que, a lo largo del tiempo, a los escritores les tocaba “ser la voz de los olvidados”: la buenas novelas siempre fueron de los perdedores, decía, porque “a los ganadores les escriben su propia historia”. Así, en 1988 ganó el premio Tigre de novela con Un viejo que leía novelas de amor (inspirada en su estadía amazónica con los shuar); si bien pasó un tanto desapercibida al comienzo, cuando unos años después la publicó Tusquets se tradujo a decenas de idiomas y se llegó a editar 18 millones de ejemplares. En 2001 este fenómeno editorial volvió pero en otro formato, cuando el australiano Rolf de Herr decidió llevar la novela al cine, protagonizada por Richard Dreyfuss y guionada por Sepúlveda.
Como Delgado Aparaín –con quien publicó Los peores cuentos de los hermanos Grimm en 2004– y João Guimarães Rosa, Sepúlveda creía que escribir era un acto de resistencia y, al mismo tiempo, una forma de eludir la muerte. Tal vez por eso, además de publicar una veintena de libros de viaje y novelas en las que despunta su humor sencillo, las heridas del pasado y los atropellos a los derechos humanos, luego también se aventuró como guionista y cineasta. En 2001 debutó como director con A ninguna parte, la película que retrató la vida en un centro clandestino de detención, para la que contó con un gran presupuesto y en la que trabajaron Harvey Keitel, Jorge Perugorría y Leo Sbaraglia, pero que no tuvo una buena acogida entre los críticos.
A comienzos de 2012 un periodista italiano le pidió que definiera la muerte, y él le dijo: “La muerte es parte de la vida, es el cierre biológico y necesario de un ciclo. Sería insoportable ser inmortal”. Ahora, cumplido el ciclo, continuarán resonando sus obras y geografías, sus utopías y su memoria viva.