Vida trunca y obra abierta. La combinación agiganta el nombre del argentino Salvador Benesdra, el autor de la novela-mundo El traductor (1998), que se quitó la vida días antes de que se supiera que había conseguido una beca que lo ayudaría con la edición.
Aun sin la publicidad de ese final trágico, la creación y la figura de Benesdra habrían merecido documentales como el que Ariel Borenstein y Damián Finvarb realizaron en 2018. Entre gatos universalmente pardos se mete en la tradición judía de la familia de Benesdra, en su “díscola” militancia trotskista, en su formación en psicoanálisis, en sus brotes psicóticos, en su incursión en el periodismo, entre la gente que lo rodeó, la que inspiró su obra y la que se ha dedicado a interpretarla.
Políglota, errático, brillante, Benesdra murió en 1996, a los 43 años, y dedicó el final de su vida a escribir y a tratar de publicar El traductor. Su protagonista, Ricardo Zevi, trabaja en una editorial que difunde textos de pensadores marxistas, aunque actualmente se encuentra trabajando sobre los ensayos de un –ficticio pero premonitorio– ideólogo de la nueva derecha. La editorial misma está mutando para volverse más redituable: son los años 90, los del menemismo en Argentina, el herrerismo en Uruguay y el avance neoliberal global. Zevi resiste y se transforma en protagonista de las asambleas de trabajadores. Pero, por otro lado, se refugia en una relación obsesiva y despareja con una muchacha poco preparada y absolutamente tomada por un radical dogma protestante. Como Pigmalión, Zevi la transforma, en este caso en una máquina sexual que pronto lo subyuga. Como Benesdra, Zevi entra y sale de manicomios.
El primer párrafo de la novela, que apareció en 1998 y permaneció casi inconseguible hasta que en 2012 la reeditó Eterna Cadencia, aprieta mucho de lo que se verá en las casi 700 páginas que le siguen: “Me dije que tal vez era cierto después de todo que las ideologías están muertas; me regodeé mirando por la ventana del bar cómo el sol caliente de la primavera de Buenos Aires comenzaba a fundir todas las convicciones del invierno. Sospechaba por primera vez que podía haber un placer en el vértigo de flotar en ese caldo uniforme que se había adueñado hacía tiempo de todos los espacios del planeta. El sol volcaba su fiesta de distinciones sobre todos los objetos de esa esquina, pero yo sentía que por todas partes estaba drenando una noche gris de gatos universalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación que por primera vez no lograba despertarme miedo”.
Este fragmento explica el título y gran parte del encare que Borenstein y Finvarb le dieron a su película. Borenstein fue compañero de Benesdra en Página 12, donde el escritor integraba la sección Internacionales. “Junto con él fuimos despedidos en el conflicto que relatamos en la película, y pude tener un trato más directo. Unos meses después fue su suicidio. Apenas salió El traductor, lo compré. Como el libro tiene muchos elementos autobiográficos, me costó leerlo como una novela, distanciarme de lo que sabía de Salvador”, cuenta ahora Borenstein.
“Cuando Eterna Cadencia lo reeditó, le pasé el libro a Damián y empezamos a pensar que tanto el recorrido trabajoso de la novela hasta su publicación como la novela en sí misma y la historia de Salvador daban para un proyecto de documental. Terminamos de decidirnos cuando en Argentina empezó a haber un marcado giro a la derecha que terminó con Macri en el gobierno. Algunos planteaban que eran los nuevos 90. Y si bien es cierto que entre el macrismo y el menemismo hay puentes, los 90 fueron mucho más profundos: marcaban el fin del siglo abierto con la revolución rusa, de las utopías de otra sociedad que recorrieron el mundo. Era el triunfo aplastante del capitalismo. En cambio, la vuelta de cierta derecha hoy es sobre la base de una sociedad más movilizada, con fenómenos como el movimiento de mujeres, que es mundial, con sectores que se plantean anticapitalistas. En esa tensión nos dimos cuenta de que en realidad los 90, de los que se habló mucho, merecían un nuevo intento de abordaje desde Salvador y su obra”, explica el director.
¿Cómo consiguieron realizar el documental? ¿Por qué lo liberaron?
Ariel Borenstein: Hicimos la película con un subsidio del INCAA [Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales] que se otorga por concurso; es una conquista del documentalismo independiente, conseguida con la lucha. De todas maneras, lo que no logramos es un circuito de exhibición. Hubo muy buen respuesta de la crítica y de los “benesdrianos”. También de gente sensible a este tipo de películas que no había leído a Salvador. Eso nos permitió recorrer varias provincias de Argentina y cuestiones muy gratificantes, como esta nota en una ciudad en que no hemos podido presentarla en cine, como Montevideo, o en La Razón de México, a donde tampoco llegamos a proyectar. Decidimos liberar la película porque, si bien el centro de nuestra pelea es que este tipo de películas se pasen en cine, había gente interesada en verla en lugares a los que no podemos llegar. En definitiva, lo que queremos es que se vea y que nos hagan llegar sus comentarios para profundizar el intercambio que abrimos con la realización del documental.
Uno de los logros del documental, creo, es evitar el aire dramático. Pero sin duda, todo lo que rodea a su final es muy triste. Igual que lo que ocurre con el desfile de sellos que lo rechazan, y que ustedes presentan con testimonios de los propios editores. Pero lo muestran sin golpes bajos. ¿Cómo manejaron esto?
Damián Finvarb: Nuestra concepción es que del propio contenido del documental se desprendan los climas, no forzarlos. En nuestros trabajos no usamos música incidental, salvo alguna excepción. En este caso, la vida de Salvador tiene la suficiente densidad como para que potenciáramos adrede las cosas. Sin perder la especificidad de lo que tratamos, en este caso para nosotros eran importantes los rechazos editoriales a una novela finalista de un premio importante, contextualizar y hablar sobre el tema en general: el mercado editorial, que tiene su especificidad, pero que funciona con las reglas del mercado. Nos resultó interesante indagar, por ejemplo, cómo en Rosario, en un mismo espacio, Nora Avaro considera a Benesdra el sucesor de Roberto Arlt, y a la editorial Beatriz Viterbo le pareció que el esfuerzo económico que significaba editar una novela del volumen de la de Salvador no ameritaba intentarlo ni aun con el autor dispuesto a pagar.
Desde Uruguay, resulta llamativo que Benesdra viniera seguido a Arachania. ¿Qué encontraba ahí?
Finvarb: Le gustaba el mar desde chiquito, cuando veraneaba en Mar del Plata. Su grupo de amigos solía ir a La Paloma, y en uno de esos veranos encontró su lugar en una casita de Arachania, por entonces aislada, para escribir, para “atravesar” sus dolores físicos y mentales, y para poner a prueba sus técnicas, como nadar en invierno. Siempre que podía se escapaba a Arachania.
Una de las cosas que iluminan el documental es la relación entre El traductor y esa especie de cruce entre autoayuda y esoterismo que también escribió Benesdra, El camino total (2012), que normalmente no está tan marcada. ¿Les quedó algo afuera sobre esto?
Borenstein: Salvador registró los derechos de autor de las dos obras, pero no encontramos evidencia de que con El camino total fuera hasta el final, como sí lo fue con El traductor, en su pelea por que se publicara. De hecho, cuando se edita El traductor, a nadie se le ocurre hacer lo mismo con El camino total. Después de los años que estuvo parada la reedición de la novela tras el incidente con la película de Oliverio Torre, un integrante de la familia de Salvador, que no quiso ser entrevistado, exigió que también se publicara El camino total.
Claro, cuando filmó su versión de El traductor, Torre cometió el “error” de cambiarle el nombre al protagonista de la historia y ponerle Salvador, lo que propició la confusión entre ficción y biografía. Ahora, en ese mismo sentido, el documental se puede ver como una “explicación” de las fuentes de El traductor: la familia, la formación, los intereses, las relaciones de Benesdra. De manera muy cuidadosa, aparece la pareja de Benesdra que habría inspirado al personaje Romina. ¿Qué precauciones debieron mantener al abordar su participación? Porque, por ejemplo, en la novela se cuentan cosas muy intensas y que en muchos casos chocan con la moral imperante.
Borenstein: Es importante tener en cuenta que la novela cuenta con elementos autobiográficos pero al mismo tiempo es una novela. Pero, por supuesto, la relación que Ricardo Zevi establece con Romina requería un tratamiento cuidadoso. En primer lugar, darles la palabra a sus parejas. Susana nos dice con mucha seguridad que en algún momento le dijo a Salvador “qué va a pensar la gente”, en relación con lo que se cuenta en el libro, y Salvador le dijo: “es una novela o quizás una fantasía”.
Sorprende mucho verlo a él mismo en movimiento en un video casero. ¿Quién lo filmó? Tiene algo doméstico pero también parece que respondiera a preguntas de alguien que lo conoce.
Finvarb: Es un video que filma él mismo. En varios momentos, se acerca a la cámara para chequear si estaba grabando o no. Cuenta que le prestaron la cámara y que quiere aprovechar el tiempo. Durante toda la filmación problematiza la experiencia que está haciendo.
¿Encontraron algo más sobre su novela distópica que continuaría a El traductor?
Borenstein: De Puntería sólo hay un bosquejo y un primer capítulo.
Un hijo
Como El traductor, la película de Borenstein y Finvarb construye un microuniverso. También allí hay pasajes que cobran autonomía: el editor (Daniel Divinsky) que se convence de publicar luego de saber del suicidio, el crítico (Elvio Gandolfo) que alienta pero recomienda recortar, el paciente (Benesdra mismo) que convence a los demás internados en el psiquiátrico de pelear por la desmanicomialización. Sobre todo, hay testimonios inolvidables, como los de las ex parejas y el grupo de amigos de la facultad del Turco, que mantienen una asombrosa complicidad con el ausente.
En otro plano, es la académica Nora Avaro la que brinda claves de lectura para El traductor. Por ejemplo, sitúa la escritura de Benesdra, politizada y angustiosa, en las antípodas de la del también noventero César Aira. “La caída de la Unión Soviética y yo” es para ella la consigna de la novela.
Y es un viejo compañero el que recuerda que “Román”, el nombre del hijo en El traductor, es casi “roman”, la palabra que en francés –Benesdra se fue a París tras ser apresado por los militares- designa el torrente que en español llamamos “novela”.
Entre gatos universalmente pardos, de Ariel Borenstein y Damián Finvarb. Argentina, 2018. 94 minutos.