Que esto (una visión espantosa), que lo otro (un espectro silencioso), que lo de más allá (un reino de las sombras), escribió Máximo Gorki tras haber visto, por primera vez, las imágenes de Louis y Auguste Lumière en julio de 1896. Sus palabras le valieron la entrada triunfal en las a menudo acomplejadas y masoquistas historias del cine como uno de los primeros escritores en dedicar al nuevo medio unas pocas gotas de su preciosa tinta. La literatura, materializada en este plurinominado al Nobel, estaba hablando de. Menos citados pero seguramente más incitantes fueron los destinos procaces y violentos que el ruso fabuló para potenciales futuras películas. Desde una sórdida pelea conyugal, que se apuró en rotular Las bendiciones de la vida en familia, a la exposición del cuerpo femenino para la diversión del otro, también dándole nombres: El desnudo, La dama en el baño, Una mujer en la intimidad, y la condena a muerte, en la estaca de un “parásito de la actualidad”, para el que no destinó título pero sí un comentario pedagógico: “No es exactamente picante, pero sí muy edificante”.
Si en ese final de siglo Gorki no proyectó un posible cruce entre cine y literatura, los escritores y los empresarios venideros sí lo hicieron y de las maneras más disímiles. La publicación de Cinematógrafo de letras. Narraciones latinoamericanas en el cine temprano (2019), por +Quiroga Ediciones, con textos seleccionados y prologados por Alejandro Ferrari, es una buena ocasión para deambular por parte de esos cruces, además de una excelente excusa para pensar otros.
El cine se mete con la literatura
Las fantasías eróticas de Gorki se volverían realidad en pocos meses con Le coucher de la mariée, de noviembre de 1896, y las tantas otras cintas, cada vez más explícitas, que le siguieron. Pero desde el comienzo el cine se supo destinado no al pasatiempo de plateas erotómanas, sino al arte mayúsculo y sus cultores. En la búsqueda de una especificidad que lo definiera como lenguaje autónomo, el medio probó con la literatura, como también probaría con la pintura y la música, poniendo en escena fragmentos de Trilby, el bestseller hoy raramente mencionado de George du Maurier, ya en 1896, para seguir un par de años después con autores de la talla de Charles Dickens y Lewis Carroll y elevarse ágilmente, a finales de la primera década, hacia el más rancio olimpo para transponer a los mismísimos Homero, Dante, Shakespeare, Boccaccio y Goethe. Todo por esa ansiada legitimación cultural que lo atormentó por décadas, pero también por la pedestre necesidad de saciar de historias al omnívoro público que empezaba a invadir las salas.
Entre cine y literatura el idilio sería equívoco y duradero. De hecho, buena parte de los intelectuales y literatos de principios de siglo calificó en términos amorosos el uso impropio de la letra, la simplificación de las tramas y el olvido de las poéticas. De traiciones e infidelidades se habló, escribió y debatió desde el vamos, marcando para la posteridad una mirada que luego se desarrollaría a nivel crítico como “discurso de autenticidad”, vara necia pero afortunada con la que se pensarían buena parte de las transposiciones cinematográficas de textos literarios. Aunque, a decir verdad, resulta difícil juzgar con demasiada dureza las invectivas contra esas primeras versiones –con la Film d’Art francesa y, poco después la italiana, como embanderadas de la operación– que, para 1908, condensaban los clásicos en pocos minutos, a veces mutilándolos para ajustarlos al divo de turno, como el caso de El mercante de Venecia (1910), cuyo último acto se elimina porque Ermete Novelli, el actor principal, no aparecía. Pero, siempre con Novelli, dignísima de una mirada es la versión coloreada de Rey Lear (Lo Savio, 1910) que, en escasos 15 minutos, contaba la historia del rey y sus hijas. Jugada toda en las elipsis, como muchas de la época, esta versión apuesta al conocimiento del público, invitándolo a un rol activo, a completar los huecos. Durante las primeras décadas del siglo, y con el mismo modelo artístico en el horizonte, de este lado del océano se adaptarían a la pantalla escritores como Enrique García Velloso, Amado Nervo, José de Alencar, José María Vargas Vila, Federico Gamboa, Eduardo Acevedo Díaz, Florencio Sánchez y Juan Zorrilla de San Martín.
Sin embargo, esta complicada relación intermediática no se quedó en el pasaje del libro al celuloide: la industria incorporaría como guionistas a periodistas y literatos a sus filas ya desde fines del siglo XIX. No se trataba de legitimarse sólo a través de las tramas, también se quería poseer los cerebros que las pensaban, las manos que escribían y el lustre que rodeaba a los escritores. Sin una verdadera industria cinematográfica nuestro país quedó al margen de los procesos de apropiación “salvaje” de la literatura voceados por intelectuales de otras geografías y, huelga decir, de incorporaciones masivas de creadores para la elaboración de tramas ad hoc. Pero tibios, muy tibios coletazos de ese amor-odio se instalaron en nuestra ciudad letrada a propósito de Pervanche (1920). La Sociedad de Autores, dirigida por el escritor Edmundo Bianchi, tras su estreno advirtió aterrorizada sobre “los avances alarmantes” de la industria cinematográfica en el país ante la que “nuestros intelectuales habían permanecido perfectamente indiferentes”. Este grito en el cielo y en la prensa se debía a la posibilidad de que esta adaptación de un texto francés, registrada en la sociedad como “asunto original”, fuera a cobrar por derechos de autor, en una noche, “lo que jamás ha recogido ninguno de nuestros autores teatrales en un estreno”. Toda una declaración de guerra. La historia desmintió el avance y las alarmas, aunque orígenes literarios alardearían algunos de los próximos estrenos nacionales como Almas de la costa (1924), adaptación de una “novela perdida” de Borges, no el argentino sino uno nativo, y Del pingo al volante (1929), de Boy, pseudónimo de Antonio Soto.
La literatura se mete con el cine
“Confieso que adoro el admirable juguete. Así como el teléfono nos proporciona la sensación absurda de una distancia que se escamotea, el cinematógrafo, al suprimir el tiempo, nos hunde en el ensueño excitante de una realidad imposible, matemáticamente equivocada [...] Nuestra inteligencia insaciable saca los espectros de la nada, y sacude desesperadamente las cosas muertas, protestando así de la fatalidad que abruma todavía”, escribía el santafecino Benjamín Bertoli de Garay para la edición de febrero de 1906 de Caras y Caretas. Su relato “De la quimera” volvía sobre la naturaleza espectral del cine que había capturado a Gorki, para contar una historia de amor de tintes eróticos consumada, en el tiempo rarificado de la proyección, por dos manos desconocidas entrelazadas. Cinematógrafo de letras. Narraciones latinoamericanas en el cine temprano (2019) inaugura con este temprano texto argentino su antología de 11 hombres seducidos por la pantalla que se completa con Abraham Valdelomar, Amado Nervo, José Carlos Mariátegui, Boy (otro, ¿chileno?), Efrén Rebolledo, Monteiro Lobato, Carlos Noriega, Julio Villoldo, Enrique González Rojo y nuestro Horacio Quiroga. Los enmarca un prólogo en el que Ferrari, de manera sintética y efectiva, da cuenta del surgimiento del medio y de su instalación entre la intelligentsia, fragmentando ingeniosamente el título de la antología para introducir los dos términos de la ecuación: “cinematógrafo”/“de letras”.
La icónica cámara de los Lumière “en modo filmación y en modo proyección” que luce, en tapa y contratapa, este libro de formato cuadrado invita al lector a pensar simultáneamente en los dos medios a la vez, la pluma y la cámara. Y acierta. Porque los relatos no sólo transponen las tramas de celuloide (paradigmática la fatal Elena Rivas, de Rebolledo), encarnan los cruces del latinoamericano con la industria hollywoodiana (centro de la tragedia de Noriega Hope), dan cuenta de prácticas usuales en la época (como las exhibiciones para “hombres solos” centro del relato de Villoldo Bertrán) o escudriñan en el nuevo espectador los efectos amables y deletéreos del cine (más que disfrutable el relato de un Mariátegui muy joven), sino que aspiran a trasladar los mecanismos propios del cinematógrafo al papel. Es el caso de “El sexto sentido”, de Nervo, que superpone la proyección mental a la cinematográfica, incluyendo en su trama bizarras operaciones cerebrales y predicciones del futuro; el de “El beso de Evans (cuento cinematográfico)”, de Valdelomar, que manipula, cortando en cuadros breves, el tiempo y el espacio, y de “El puritano”, en el que Quiroga parte de la preservación post mortem de las imágenes para ambientar su trama. Cinematógrafo de letras ofrece al lector actual (y la lectora que perdone, resignada, la falta de voces femeninas) un excelente repertorio de absorciones y traslados.
Fuera de este libro, pero ineludibles para completar el cuadro de cruce de lo literario con las “tecnologías mediáticas”, como las concibe la investigadora chilena Valeria de los Ríos, son las operaciones del brasileño Antonio de Alcântara Machado, que con su libro Pathé Baby (1926), que ofrece dos narrativas paralelas, visual y verbal, propone al lector un doble viaje, para que el “ojo-mente del lector las vea-lea”, describe otra investigadora, Miriam Gárate; del peruano Carlos Oquendo de Amat, que en sus Cinco metros de poemas (1927) toma el patrón de medida del nitrato y concibe un texto a desplegarse en casi cinco metros de papel para ser leído; del uruguayo René Arturo Despouey que, en su Episodio (film literario) (1930), sugiere una lectura que coincida con “el tiempo justo de la exhibición” y que, en cada escena, se musicalice siguiendo el folleto rectangular (de formato similar al que tenían los programas de mano de la época) con el detalle de 60 composiciones (desde fox-trots a blues y sonatas) incluido, suelto, como complemento del libro y, por supuesto, del conocido chileno Vicente Huidobro, con su novela-film Cagliostro (1931-1934). Casos extremos y deliciosos, los cuatro, de lo que la literatura supo hacer con el cine cuando la alcanzaron las pulsiones vanguardistas.
Cinematógrafo de letras. Narraciones latinoamericanas en el cine temprano. Selección de textos y prólogo de Alejandro Ferrari. Montevideo, +Quiroga Ediciones, 2019. 201 páginas.