La forma en que un escritor lee a otro escritor está siempre teñida por las particularidades propias del oficio. En el primer volumen de Los diarios de Emilio Renzi (2015), Ricardo Piglia cuenta lo que le ocurrió en su primer encuentro con Jorge Luis Borges, cuando el novelista en ciernes visitó al admirado autor maduro en su casa. Luego de varias horas de conversación, cuando ya se despedían, el joven Piglia, que aún no había publicado una sola línea y que había leído y releído los libros del otro, se animó a señalar un problema en uno de los cuentos del anfitrión. Se refirió, en concreto, al final de “La forma de la espada”, la segunda gema de la segunda parte de Ficciones (1944). Para Piglia, cuando el lector descubre que el traidor, identificado por la cicatriz de una espada curva en la cara, es quien está contando la historia, el cuento termina, volviendo innecesario el famoso final (“Yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme”). Tras un silencio y una sonrisa entre compasiva y cruel, apunta Piglia, Borges le dijo: “Ah, usted también escribe cuentos...”.
El comentario de Borges, entendería Piglia con el tiempo, quería decirle, en realidad: “Usted ya lee como si fuera un escritor, entiende el modo en que los textos están construidos y quiere ver cómo están hechos, ver si puede hacer algo parecido o, en el mejor de los casos, algo distinto”. Escribir, comprendió entonces Piglia, cambia por completo la manera de leer.
Acercarse a la forma en que un escritor lee al otro, desde la admiración o desde el rechazo, ensancha siempre las perspectivas de las dos obras, de la del que es leído pero también de la del que lee. A diferencia de los abordajes académicos y de la crítica periodística, un lector escritor hunde el estilete del análisis en zonas poco atendidas o invisibles para otros exégetas. La forma en que el escritor santafesino Juan José Saer (1937-2005) leyó al montevideano Juan Carlos Onetti (1909-1994) ilustra estos asuntos.
Lecturas
Con los años, la obra de Onetti ha merecido innúmeros abordajes. La escritura, el espacio creado por sus historias, el trabajo con el lenguaje y con las formas, los vínculos entre los géneros y la permanente reelaboración de su universo ficcional han provocado variadas aproximaciones. Leído, analizado, diseccionado, desmontado y vuelto a montar, el mundo onettiano desconcierta a los cartógrafos de las letras, esos que gustan reducir cada expresión del arte al cómodo registro en los casilleros de sus inútiles sistemas. Por fuera de toda esa morralla que las aguas entintadas van sumergiendo a su paso, se destacan libros poderosos y necesarios, que lejos de agotarse en un fugaz chisporroteo, giran cual satélites alrededor del planeta mayor. Allí está, desde luego, Onetti. Los procesos de construcción del relato (1977), de Josefina Ludmer, junto a Onetti: el ritual de la impostura (1981), de Hugo Verani, Un posible Onetti (1992), de Ramón Chao, Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti (1993), de María Esther Gilio y Carlos María Domínguez, y Onetti: la novela total (2009), de Omar Prego Gadea y María Angélica Petit, por nombrar algunos.
En 2008, Mario Vargas Llosa publicó El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, mientras que en 2019 apareció Teoría de la prosa, de Ricardo Piglia, el libro que compila las clases que el escritor argentino le dedicara a las novelas cortas del uruguayo en un seminario dictado en 1995 en la Universidad de Buenos Aires. Juan José Saer, por su parte, no escribió ningún libro sobre Onetti, pero se refirió a él en diversas entrevistas y en varios textos, siendo el más importante (por extensión y por las ideas que desarrolla) “El soñador discreto”, la lección inaugural de un coloquio sobre el autor de El astillero, realizado en diciembre de 2001 en París, y que apareció publicado en el póstumo volumen Trabajos, de 2006.
Tanto Vargas Llosa como Piglia y Saer, aunque de formas notoriamente diferentes, no pueden evitar, al escribir sobre la obra de Onetti, que su propia condición de escritores de ficción se filtre en el análisis. El hecho, lejos de desmerecer el trabajo, es más que bienvenido, pues pone en acción aquello que el viejo Borges, con socarrona sonrisa, le dijo al joven que lo visitaba. Y así como los tres autores parten desde estéticas y sistemas de lectura diferentes, también son muy distintas sus aproximaciones: mientras que Vargas Llosa emprende un documentado viaje por los albores del escritor, desmenuzando su entorno hacia la consolidación de un estilo y la concreción de toda su obra, concluyendo que “Onetti fue el primer novelista de lengua española moderno, el primero en romper con las técnicas ya agotadas del realismo naturalista”, y Piglia organiza su seminario (y luego el libro) alrededor del ciclo de novelas cortas del uruguayo, en un arco de casi 50 años que va desde El pozo (1939) a Cuando entonces (1987), Saer, en cambio, se centra en La vida breve, la novela en la que es fundada la ciudad de Santa María y a partir de cuya prodigiosa explosión se organiza el resto del universo.
Fundación
La rareza que significó la aparición de La vida breve, en 1950, fue tal que hasta la propia editorial Sudamericana se vio obligada a calmar a eventuales confundidos lectores a través de una idiotizante solapa: “No se tema que se trate de un experimento literario, como suele calificarse despectivamente a todo abandono de los moldes notorios. Es, pura y simplemente, una novela con todas las de la ley: un relato fluido, coherente y ameno, que el lector ha de seguir con la misma intensa curiosidad, desde la primera hasta la última página”. En una compacta paradoja el texto aúna la incomprensión del material literario y la inteligencia del lector promedio con la valentía y el eventual suicidio comercial que podía significar la publicación de la novela. Leída desde el presente, y a la luz de lo que La vida breve terminó significando para el universo onettiano, cerrado ya, la solapa parece una negación de cada presupuesto que expresa: la noción de experimento, el abandono de los moldes conocidos, la fluidez del relato y hasta el propio transcurrir cronológico; es como si el redactor del texto no hubiese apreciado, o prefiriera no ver, cada uno de los elementos que convierten a La vida breve en un libro único, tan raro como incomprendido para su época. Y ampliando un poco el marco metaliterario que el propio libro permite, la solapa parece desprenderse de algo que afirma un personaje de la novela, Julio Stein, cuando al encargarle un guion de cine a Juan María Brausen le dice: “Un argumento, vamos, algo que se pueda usar, que interese a los idiotas y a los inteligentes, pero no a los demasiado inteligentes”.
Lo cierto es que la aparición de La vida breve constituyó una suerte de giro dentro de una obra que se había iniciado 11 años antes con la publicación de El pozo, y que continuara con las novelas Tierra de nadie (1941) y Para esta noche (1943), libros en los que si bien aparecen ciertos tópicos y situaciones adheridos a una marca del autor, terminarían de cuajar en el auténtico libro fundacional. El adjetivo no es gratuito, desde luego, pues en La vida breve se asiste a la fundación de Santa María, ese misterioso enclave geográfico y existencial que servirá de espacio para prácticamente toda la obra posterior de Onetti.
La fundación de Santa María, como escenario del guion que le han encargado a Brausen, es un prodigio narrativo y sensorial que hasta el día de hoy, siete décadas más tarde de su aparición en letra de molde, asombra por su precisión en el manejo de los diversos planos. En una habitación pobremente iluminada, mientras su mujer enferma duerme de cara al balcón, Brausen deja que la mente divague en un entrevero de pensamientos, en el que se empastan ideas para la historia que escribirá, mientras hace partícipe de sus devaneos a la mujer dormida, que a su vez le prestará alguno de sus rasgos a uno de los personajes imaginados: “Hay un viejo, un médico, que vende morfina. Todo tiene que partir de ahí, de él. Tal vez no sea viejo, pero está cansado, seco. Cuando estés mejor me pondré a escribir. Una semana o dos, no más. No llores, no estés triste. Veo una mujer que aparece de golpe en el consultorio médico. El médico vive en Santa María, junto al río. Sólo una vez estuve allí, un día apenas, un verano; pero recuerdo el aire, los árboles frente al hotel, la placidez con que llegaba la balsa por el río. Sé que hay junto a la ciudad una colonia suiza. El médico vive allí, y de golpe entra una mujer en el consultorio. Como entraste tú y fuiste detrás de un biombo para quitarte la blusa y mostrar la cruz de oro que oscilaba colgando de la cadena, la mancha azul, el bulto en el pecho”.
La edificación de un espacio imaginario recurrente en el que se sitúa la acción de diversas obras no era una novedad cuando Onetti creó Santa María. Su admirado William Faulkner ya había creado y poblado de Sartoris, Stupen, Compson y Bundren el condado de Yoknapatawpha, propiciando esa recurrente asociación que suele realizar la crítica entre la ficticia zona al noroeste del estado de Misisipi y la ciudad provinciana a medio camino entre Buenos Aires y Montevideo. En el ensayo ‘Sobre Onetti y La vida breve’, aparecido en Trabajos, Saer le adjudica cierta superficialidad a la identificación que muchos críticos hacen de ambos autores: “En primer lugar, la invención de un territorio propio para implantar en él sus ficciones no es una exclusividad faulkneriana: es la condición necesaria de casi todas las empresas narrativas. A esa condición, apenas si dos o tres casos diferentes la predican: o bien el territorio es representado con su propio nombre (Flaubert, Svevo, Joyce), o bien el nombre es modificado (Faulkner, Musil, Onetti), o bien el nombre es elidido, como sucede con Kafka”. Saer agrega luego que “el territorio en el que un narrador instala sus ficciones sólo tiene un parentesco lejano con el espacio o la geografía habitados por los seres de carne y hueso que chapaleamos en lo empírico. Inventando su propio territorio, Onetti no hace más que adoptar una de las variantes en la que se resuelve esa premisa fundamental (pero no única) de toda narrativa”.
Cuando Saer, atento lector de Onetti, escribió las reflexiones antes citadas, ya había escrito la mayor parte de su obra, que al igual que sucede con las del uruguayo y el estadounidense, se ubica en un territorio inventado y en la que, de la misma manera que lo hace Brausen con Santa María, un personaje imagina dentro de un párrafo.
La zona
Saer entró en contacto con la obra de Onetti en 1955, cuando en una librería de Santa Fe compró un ejemplar de Los adioses, publicado un año antes por la editorial Sur. Al año siguiente, cuando viajó por primera vez a Buenos Aires, asistió a un banquete literario en el que se encontraba Borges. Maravillado por la reciente lectura de Los adioses, el joven santafecino le preguntó a Borges si conocía a Onetti, a lo que el poeta consagrado le dijo que no, preguntándole a su vez si se trataba de un amigo de él. “Me llamó la atención que no lo conociera, pero bueno, podía ser. Después me volví a Santa Fe y seguí buscando material de Onetti: encontré, entre otros, Tierra de nadie, que había ganado el segundo premio del concurso de novela en Losada. La solapa decía que Borges formaba entonces parte del jurado. Borges sabía perfectamente quién era Onetti”, contó en una entrevista en la separata Insomnia, en diciembre de 1999.
La anécdota, además de poner en escena la consabida tirantez entre chacritas literarias, habla de cierta obsesión de un lector joven con un autor recién descubierto, que leería y releería con fruición con el paso de los años. Pero una lectura más profunda de la anécdota permite atisbar la argamasa con la que Saer comenzaba a construir su propia obra, que cuajaría en la publicación de su primer libro, En la zona, en 1960.
Casi la totalidad de los cuentos de En la zona, al decir de Beatriz Sarlo, “le rinden tributo al altar borgeano”. Los relatos agrupados en la primera parte, “Zona del puerto”, son piezas breves, ambientadas en los suburbios, que respiran un aire orillero y que si bien exhiben cierta destreza en el lenguaje, aparecen algo desinfladas, demasiado atadas a la anécdota. Todo cambia, sin embargo, con el último cuento, “Algo se aproxima”, el más extenso del volumen, verdadera piedra fundacional en la obra saeriana, donde ya no es Borges el que aletea en las sombras, sino, de una manera mucho más sutil e inaprensible, Onetti.
“Algo se aproxima” sitúa la acción en uno de los escenarios recurrentes de la ficción de Saer: un asado. Dos parejas conversan y toman vino mientras en la parrilla se dora la carne, luego comen mientras siguen hablando, y la charla continúa, claro está, durante la sobremesa. Aunque nunca es mencionado por su nombre, uno de los comensales es Carlitos Tomatis; otro, el que más habla, es Horacio Barco. Ambos se convertirán, a partir de este cuento, en caracteres recurrentes de los libros de Saer, entrando y saliendo de escena, al igual que Pichón Garay, Marcos Rosemberg, Washington Noriega, Ángel Leto y algún otro. Pero lo más interesante ocurre al promediar el cuento, cuando en plena sobremesa, durante una larga disquisición, Barco dice: “En cierta medida, el mundo es el desarrollo de una conciencia. La ciudad que uno conoce, donde se ha criado, las personas que uno trata todos los días son una regresión a la objetividad y a la existencia concreta de las pretensiones de esa conciencia. Por eso me gusta América: una ciudad en medio del desierto es mucho más real que una sólida tradición. Es una especie de tradición en el espacio. Lo difícil es aprender a soportarla. Es como un cuerpo sólido e incandescente irrumpiendo de pronto en el vacío. Quema la mirada. Hablando de la ciudad, decía. Me gusta imaginármelos. Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, ni de una provincia: de una región a lo sumo”.
Como Juan María Brausen atisbando el consultorio del doctor Díaz Grey en la difusa creación de Santa María, Saer proyecta en la voz de Horacio Barco a la zona, el ambiente donde sus personajes comenzarán a chapotear en los libros por venir, una suerte de híbrido de la ciudad de Santa Fe y sus alrededores, que va desde el mismo río de El limonero real (1974) y Nadie nada nunca (1980), pasando por las calles céntricas de Glosa (1985) y Lo imborrable (1993), y la difusa zona de los márgenes de La pesquisa (1994) y La grande (2005), la última e inconclusa novela que cierra, al igual que “Algo se aproxima”, con un asado.
En la misma entrevista en la que refiriera la anécdota de Borges desconociendo a Onetti, Saer reflexionó sobre la forma en que la lectura de los maestros delinea la estética y la propia idea de la literatura que construye el escritor en ciernes: “Yo creo que las influencias de un escritor deben estar representadas en su literatura; no porque se los ha copiado, sino en el modo en que la propia literatura trasunta respeto, equivalencia, con el objeto de nuestra admiración. Aquello que uno considera como rigor, como logro, en ese autor admirado, debe tener su equivalente en nuestro propio trabajo. Por ejemplo, en todos mis relatos no hay un solo monólogo interior. ¿Y por qué? Porque yo tengo una profunda admiración por Joyce; y creo que allí donde Joyce llevó el monólogo interior, no se lo puede llevar más lejos. [...] Nosotros estamos lejos de eso, lo reconocemos y buscamos otros caminos: esa es nuestra forma de serles fieles a Joyce. No basta con declarar una influencia, hay que merecerla”.
A partir de aquel ejemplar de Los adioses hallado en una librería de Santa Fe, Saer leyó y releyó cada libro de Onetti con admiración y atención pero, también, con un lúcido distanciamiento. La conexión entre Santa María y la zona es, apenas, un vínculo superficial, que se difumina cuando el lector avanza por ambos territorios. En la forma en que los dos construyeron sus sistemas narrativos, adaptando la complejidad de la experiencia de lo real en la escritura, las conexiones se vuelven más sutiles.