Esta mañana, a los 88 años, falleció Joaquín Salvador Lavado, mundialmente conocido como Quino, en su casa de Mendoza. Poco después de que Daniel Divinsky, su mítico editor, anunciara su muerte, las redes y los medios del mundo se conmovieron con la noticia.
Desde los tempranos 60, Quino se posicionó como un humorista e historietista fundamental del siglo XX, marcando a generaciones con los álbumes de Mafalda (“Si para definirla se utiliza el adjetivo ‘contestataria’, no es sólo para alinearla en la moda del anticonformismo. Mafalda es una verdadera heroína ‘rebelde’, que rechaza el mundo tal cual es”, escribió Umberto Eco en el prólogo a una edición italiana) y decenas de creaciones, entre las que se encuentran Quinoterapia (1985), Potentes, prepotentes e impotentes (1989), ¡Qué mala es la gente! (1996), ¡Cuánta bondad! (1999), ¡Qué presente impresentable! (2005), ¿Quién anda ahí? (2012) y su última obra, Simplemente Quino (2016).
Siempre recordaba que, de niño, cuando su tío Joaquín -también ilustrador- dibujaba para entretenerlo a él y a sus hermanos, él, que lo observaba maravillado, ya había decidido ser viñetista.
Después de la temprana muerte de sus padres y de estudiar unos años en la escuela mendocina de Bellas Artes, se instaló en Buenos Aires buscando un futuro como historietista. En 1973, luego del éxito mundial, decidió abandonar a Mafalda (que se grabó, inmutable, en la memoria colectiva), irse a Milán y seguir trabajando en páginas de humor.
Reteniendo, con su personalísima acidez, el absurdo y la miseria de la existencia, nos enseñó nuevos modos de enfrentar la burocracia, el reduccionismo, los abusos de poder, el humanismo. Siempre con un compromiso creativo sin concesiones, que mantuvo a lo largo de su extensa y consolidada trayectoria, que recibió distinciones como la Orden Oficial de la Legión de Honor francesa, el Premio Príncipe de Asturias y varios Konex argentinos.
“La relación entre los débiles y los poderosos. Eso siempre me ha obsesionado”, decía hace unos años a Página 12, y agregaba: “Esa sensación de impotencia que tienen los pobres frente a los ricos, de los mandados frente a los amos, no sé, a veces pienso que debería dejar de dibujar por un tiempo, para no vivir la angustia o el miedo a repetirme. Pero cuando pienso en que voy a abrir el periódico y no van a estar mis dibujos, me da más angustia y sigo dibujando. Es como ese jefe de estación que se jubila, pero vuelve todos los días para ver si los trenes pasan a horario. No me puedo imaginar esperando pasar los trenes”. Esos que, con certeza, en su vida nunca existieron.