Un escritor que lleva diez años sin escribir, y que notoriamente es una proyección autobiográfica del autor (sus libros anteriores coinciden en título y fecha de publicación con los que se nombran en el texto), recibe, de una amiga que trabaja para una importante multinacional editorial, una propuesta muy extraña y llamativa. Según su amiga, una categoría muy vendida es la de los “libros espirituales”. Evidentemente, se refiere a una espiritualidad new-age, al estilo Paulo Coelho o Alejandro Corchs. El escritor le dice a su amiga que no tiene ninguna visión trascendental que ofrecer al público, pero ella insiste en que con un mínimo manejo del lenguaje y la ficción no es difícil hacer el papel de iluminado. Él promete pensarlo.
Este comienzo es apenas una excusa, pues no va a lograr siquiera ponerse a escribir su “libro espiritual”. Todo el texto es el relato de una empresa fallida: el narrador buscará en sus memorias, en principio hurgando en busca de iluminaciones que alimenten un libro que no tendrá otra finalidad que arrimarle algún ingreso, y, poco después, este objetivo inicial se irá olvidando. Recordará lecturas de Castaneda, único autor visionario que considera respetable, luego retornará a su infancia y adolescencia y a su educación mormona, que recordará poco menos que como una realidad paralela, con cierta nostalgia pero sin arrepentimiento por haber perdido su fe en la pertenencia a ese grupo de los que alcanzarían la vida eterna luego de los últimos días. Luego recordará su vuelco hacia la escritura, en su primera juventud, como una nueva fe que también irá desacralizándose. Recordará también sus años en la cosmopolita Nueva York, siempre como un extraño en ese mundo multicultural y variopinto, recuerdos en los que se respira la particular serenidad de saberse un ser sin historia y sin lazos afectivos cercanos.
Una bisagra particular es la aparición, como personaje, de Mario Levrero. Es en la figura de Levrero en que se concentra la vocación desacralizadora del libro. El autor, poco antes de publicar su primer libro, con veintipocos años, es un ferviente admirador de Levrero. Consigue una charla con él y queda devastado por lo deplorable de su aspecto y ánimo; se entera además de que este brillante escritor está crónicamente sumido en una depresión profunda y de que, incapaz de sostenerse materialmente, es mantenido por su mujer. Más tarde, el narrador le recomienda a un amigo con aspiraciones de escritor que vaya al taller literario de Levrero.
La imagen del Levrero de los últimos años no podía ser más triste y más contrastante con cierta mística que generaron sus discípulos en relación con su taller. El Levrero de la novela se encuentra vacío de ideas como escritor y se dedica simplemente a narrar hechos banales, con lo que obtiene unos magros vintenes al publicarlos en la revista Posdata; está convertido en un viejo muy desagradable que ocupa sus noches en consumir pornografía y, notoriamente, se “hace el bocho” con las jóvenes talleristas, que lo sacan a caminar y lo idolatran acríticamente, que ven unos simples ejercicios de creatividad como grandes y trascendentales revelaciones y los elogios del maestro hacia sus obras como una suerte de unción divina, creyendo ciegamente en sus consejos no sólo sobre sus escritos, sino también sobre sus vidas (el amigo al cual el narrador había recomendado asistir al taller renuncia por estos consejos a buscar trabajos estables para dedicarse solamente a escribir). Hasta los momentos más brillantes de Levrero comienzan a ser percibidos por el narrador como poco más que unas lecciones bien aprendidas de Kafka.
No obstante, esta desmitificación resulta, de algún modo, más un homenaje que una diatriba. El retrato humaniza a Levrero, y a la vez a cierta imagen del escritor como portador de algún tipo de verdad o conciencia extraordinaria, y es allí donde la peripecia original (el proyecto, finalmente no abordado, de escribir un “libro espiritual”) cobra sentido; más que en la trama, en las indagaciones que el texto contiene. Conmovido, finalmente, con las últimas 90 páginas de La novela luminosa, que Levrero comenzó en su juventud cuando temía morir en una complicada cirugía de vesícula, las reflexiones de Mella nos conducen hacia lo que verdaderamente hay de milagroso. La prosa de La novela luminosa fue gestada en un enérgico esfuerzo por aferrarse a la vida, energía que Levrero, en sus últimos años, ha perdido. Al igual que con otros maestros, literarios o espirituales, como el escritor norteamericano Paul Auster o el fundador de la iglesia mormona José Smith, a través de Levrero el narrador comprende que no hay ninguna verdad, ninguna revelación que pueda encontrarse en un ser humano concreto, en una práctica o en una fe. El verdadero sentido de la vida consiste, simplemente, en seguir viviendo; el sentido de la escritura, en seguir escribiendo; y el de la fe, en seguir creyendo.
No sería justo decir que Visiones para Emma es simplemente un libro desencantado. Hay algo muy vital y muy agridulce en este desencanto. Pese al tono ácido y malhumorado, se desprenden una serenidad y un desapego hacia el afán de trascendencia que acaban por resultar un alivio. No sólo para quien, exponiéndose a decepciones y frustraciones, busque la verdad en un guía, sino también para los simples mortales a los que nuestro afán de buscar verdades coloca en ese incómodo e imposible rol.
Visiones para Emma. De Daniel Mella. Montevideo, Hum, 2020, 160 páginas.