Los memes, que diariamente atiborran nuestros celulares y cerebros, se podrían leer, en muchos casos, como postremos y rudimentarios ejemplos de verbovisualismo. En ellos, con excepciones, cuando a la foto se añaden palabras, se produce algo que va más allá de la simple leyenda: mirándolo con un mínimo de atención se vuelve cristalino que un elemento queda totalmente huérfano de sentido sin el otro. Claro está que la función es bien diferente que en lo verbovisual “clásico”, que busca(ba) la ambigüedad poética y la problematización de la unión de aquellos elementos “semióticos” diferentes: los memes buscan en general sólo complacencia y diversión. Sin contar a los logos o, mejor dicho, los isologos –el otro “hecho” icónico-verbal que llena nuestras existencias–, que sólo piden ser inmediatamente reconocibles.
Tal vez sea a raíz de esta familiaridad forzosa con creaciones verbovisuales que, en los últimos años, el fenómeno despertó un tímido robustecimiento de su práctica y, sobre todo, cierto interés académico. Es testigo de eso, por un lado, la aparición de varias antologías: The New Concrete. Visual Poetry in the 21st Century, de Victoria Bean y Chris Mccabe, y Rastros de la poesia visual argentina, de Claudio Mangifesta, Hilda Paz y Juan Carlos Romero, ambos de 2014; la muy cuidada Women in Concrete Poetry: 1959-1979, compilada por Alex Balgiu y Mónica de la Torre, del año pasado, y la novísima Judith: Women Making Visual Poetry, editado por Amanda Earl. Por otro lado, las recientes reediciones de piezas destacadas del género, como los Poemas visuales del catalán Joan Brossa, publicados en 2019 por Visor bajo la supervisión de Marc Audí, y la flamante edición facsimilar del espléndido Poesía visual: proyecto para hacer un libro, del chileno Guillermo Deisler, rigurosamente impresa por Naranja ediciones.
Flamante es también, y parte de este muy bienvenido “renacimiento”, Verbovisualidad oriental. La poesía visual y otras escrituras disidentes uruguayas, 1833-2020. Vol. I, que Juan Ángel Italiano –incansable hurgador de rarezas literarias locales además de, a su vez, sobresaliente versificador visual y sonoro– ha publicado hace pocos meses por Yaugurú (editorial ideal, siendo su motor, Gustavo Maca Wojciechowski, otro poeta muy afín al tema). El libro, en cierta medida, podría verse como una nueva versión de un trabajo de Italiano que nunca llegó a materializarse en papel y que se encuentra en internet, en PDF, al alcance de todos: El ancho margen. Muestra de la poesía visual uruguaya (2015). Primer consejo, entonces, antes de empezar a leer: tener a mano el archivo del Ancho margen, para eventuales integraciones y diferencias, que las hay. Segundo: intentar una progresión lineal en un tipo de trabajo que, necesariamente, al ser antológico, incita a lecturas erráticas. Aquí el encadenamiento, la secuencia de autores y piezas es muy gozosa y vale la pena experimentarla tal como es.
Italiano eligió para el volumen la rapidez y la esencialidad, que condicen redondamente con la mayoría de los experimentos verbovisuales que analiza y despliega –la excepción son los “laberintos”–: un tipo de poesía, por lo general, dinámica. En el prólogo el autor resume sucinta pero escrupulosamente el desarrollo de ese género poético en términos generales, recordando luego, y debidamente, estudios pioneros en Uruguay como los de Clemente Padín y NN Argañaraz. Deja, entonces, espacio (más de la mitad del volumen) a los especímenes nacionales, o más bien territoriales. Subrayo la diferencia, que el mismo Italiano propone, al incorporar la “obra” de un charrúa de principios del siglo XIX: pulsiones a mezclar íntimamente letras e imágenes anteceden, claramente, a los estados naciones (en el campo internacional hay quienes, muy arriesgadamente, consideran como ejercicios verbovisuales algunas prehistóricas pinturas rupestres).
En efecto, la primera parte del libro, “Proto-Poesía Visual” –consagrada a los experimentos que preceden la apropiación del método por parte de las vanguardias históricas, que harán de la poesía figurada uno de sus mayores empujes rupturistas, expandiendo sus límites métricos, formales, etcétera– se abre con un juego de naipes dibujado por Laureano Tacuavé Martínez. Este, más conocido como Tacuabé, fue uno de los “últimos charrúas” vergonzosamente exhibidos en París en la década de 1830 como “salvajes”: sus dibujos fueron publicados por un antropólogo francés un siglo después. Si bien, en rigor, no aparecen letras en estas cartas, impresiona su semejanza formal con experimentos del grupo Poema/Proceso brasileño de los años 60, uno de los más radicales en el marco del verbovisualismo ya que pregonaba una poesía hecha por cualquier tipo de signo, pudiendo prescindir de las palabras.
Una figura estelar del universo poético-visual vernáculo es, sin duda, Francisco Acuña de Figueroa, que detiene el récord mundial de poemas figurados publicados en español en el siglo XIX (casi 40) y que es aquí representado por tres composiciones: si bien el poeta se atenía a formas de la tradición, sobre todo copas y cruces, fue un porfiado y divertido experimentador. Italiano, en el prefacio, recoge varios testimonios del menosprecio crítico que enfrentaron sus poemas más estrafalarios (algo que refleja perfectamente lo que sufrió el género de la poesía figurada en general, marginalizada desde el 300 a.C. hasta hace pocas décadas): paradójicamente hoy es, y no podría ser de otra manera, más estudiado y celebrado el Acuña artificioso que el lado “serio” de su producción. Cabe mencionar un poderoso rescate femenino (y las dos nuevas antologías antes citadas hablan del rol determinante, aunque resistido por mucho tiempo, de las poetas en el desarrollo verbovisual histórico y actual): el primer poema de la antología, un “funerario” acróstico (que de por sí no es un género verbovisual, pero que aquí es “reforzado” visualmente por el ingenio tipográfico), pertenece a Petrona Rosende y proviene del Parnaso Oriental de Luciano Lira (1835), vale decir, uno de los primeros libros de versos publicados en el país. El resto de la selección presenta arquetípicas cruces, botellas y copas (hay encomiásticas de la bebida fuerte, de Acuña por supuesto, y antialcohólicas por mano de Joaquín de Salterain y T. M. González Barbé) y una generosa y sabrosa cantidad de publicidades y juegos rompecabezas que aparecían, sobre todo a partir de finales del siglo XIX, en diarios y revistas: ambos campos, la propaganda y los pasatiempos, deseosos de capturar la atención del lector a través de funambulescos juegos tipográficos que, en algunos casos, vaticinan soluciones futuristas y dadaístas.
En la segunda parte, “La vanguardia oriental”, Italiano propone un enérgico muestrario de la revitalización que el connubio palabra-imagen experimentó en los años 10 y 20 del siglo pasado, sobre todo luego de que Guillaume Apollinaire y Filippo Tommaso Marinetti abrieran camino (siguiendo, a su vez, la estela mallarmeana) liberando la poesía figurada de las ataduras a las que una historia milenaria la constreñía.
En los años 20 Uruguay se dejó seducir sin resistencia por el género, acostumbrado quizá a las proezas visuales acuñanas, aunque no a través de movimientos o grupos –como sí pasó en Europa y en otros países de América Latina, in primis México y Brasil– sino por osadías individuales. Encontramos así nombres que en el medio ya son conocidos, como el pionero y misterioso Alexis Delgado, el futurista y humorístico Alfredo Mario Ferreiro, Antonio de Ignacios –hermano de Rafael y Carmen Barradas– con sus poemas superpuestos a dibujos y, sobre todo, se pueden saborear algunas páginas del volumen más poliédrico del verbovisualismo latinoamericano, Aliverti liquida. Realizado como tomada de pelo al arte moderno por mano de un grupo de teatro goliardesco –la Troupe Ateniense– terminó generando un conjunto de soluciones tan atrevidas en entretejer letras e imágenes que se ha vuelto una de las joyas más resplandecientes del vanguardismo continental. A la vez, aparecen figuras o casos hasta ahora inexplorados o postergados: entre otros, un gustoso retrato de Marinetti “compuesto” por un ignoto Dinamo Tralalá y el tipógrafo Vicente Bilancia, la “falsa” y torcida partitura de Tan-gó de Carmen Piria y, ya a fines de los 40, el anónimo La Y griega con su ¡Pelotas! ¡Pelotas! que anexa fotos a las letras.
Italiano, además de este fino florilegio, hace algo valioso con las notas que siguen a los capítulos: para cada uno de los poemas brinda una serie abundante de datos, explicaciones y derroteros interpretativos que permite un excelente encuadre de un tipo de poesía que a menudo –dejada sin contexto– puede resultar, alternadamente, demasiado sencilla o estridentemente compleja.
Ahora sólo queda esperar que salga el segundo volumen, previsto para el año que viene, dedicado a la contemporaneidad (vale decir, desde los 60 a hoy): el periodo más febril de un tipo de experimentación literaria cuyo pulso es crucial chequear constantemente.
Presentación y muestra en Tribu
Verbovisualidad orientales se presentará el 15 de diciembre a las 19.00 h en una mesa dedicada a la poesía visual en el marco de la feria Cósmica, en Tribu (Maldonado 1858). Participarán el autor, Gustavo Wojciechowski y Riccardo Boglione. En el mismo espacio se inauguró esta semana la muestra Poesía visual, o lo visual en la poesía, curada por TRIBU y Alicia Pérez, que cuenta con obras de Isabel de la Fuente, Martín Palacio, Mane Gurméndez, Sofía Luna, quince autores argentinos seleccionados por Claudio Mangifiesta (él incluido) y una docena de autores brasileños en la que está incluido Secchi, responsable de la selección.
Verbovisualidad oriental. La poesía visual y otras escrituras disidentes uruguayas, 1833-2020. Vol. I. De Juan Ángel Italiano. Montevideo, Yaugurú, 103 páginas.