El humor no suele gozar de buena reputación en ciertos ambientes literarios –donde se lo minimiza, boicotea o ignora–, y aquellos autores que lo cultivan tienden a ser reducidos a un rótulo que, muchas veces, oficia como una lápida (“satírico”, “caricaturesco”, “irónico”, etcétera). El gesto no es más que otra de las poses etiquetadoras de las que tanto gusta el mundillo del arte, cinceladas por ejércitos de simplones profesores universitarios, aguados reseñistas de periódicos, mediocres editores y por otros escritores que, ante la falta sostenida de genio en sus propios escritos, optan por pontificar con aires regios sobre el genio de los otros.
Ignorar, reducir o desconsiderar al humor en la literatura es un gesto ridículo si uno enfrenta las obras de Jonathan Swift, Ambrose Bierce o Evelyn Waugh, por nombrar sólo tres casos canónicos (y tan diferentes entre sí) del manejo de la veta humorística como materia literaria. Tomemos por ejemplo ‘Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país, y para hacerlos útiles al público’ (1729), ‘El funeral de John Mortonson’ (1906) y La nueva Neutralia (1946), tres piezas breves que corresponden, respectivamente, a los tres autores antes citados: a través de la sátira Swift describió las condiciones lamentables en que vivían los campesinos y los jornaleros irlandeses de su tiempo; por intermedio del humor negro, Bierce desmenuzó la parafernalia de los vivos ante el negocio de la muerte; y valiéndose de un despliegue voraz de ironía, Waugh machacó las veleidades del estamento académico y las contradicciones internas de cualquier sistema de gobierno de corte dictatorial. Las tres obras son humorísticas, sí, pues se valen del humor para presentar personajes, situaciones e ideas, pero, al mismo tiempo, no pueden ser reducidas a meras piezas de humor, pues el efecto de la risa no es el objetivo último que perseguían los autores al escribirlas, en caso de que algún día sepamos cuál es el objetivo último que lleva a un autor a escribir cualquier texto.
Lo anterior viene a cuento para referir las diversas capas que componen la novela La caja negra, del escritor búlgaro Alek Popov (1966), una pieza magistral que se vale de un humor descacharrante para tratar, en realidad, asuntos más serios y graves como la sujeción del ser humano al vil consumo, el efecto inmoral de la acumulación de dinero, la desaparición de la vida civil a la que son sometidos los locos, y las diversas consecuencias que sobre la gente de a pie provoca cualquier régimen totalitario.
La caja negra del título es la que reciben en su hogar en Sofía, un día de 1990, los hermanos Ned y Ango Banov, y contiene las cenizas de su padre muerto en Estados Unidos, donde se desempeñaba como catedrático de Matemáticas en una universidad de Filadelfia. El episodio que inaugura la novela, un delirante sainete de amor filial que funciona como un relato en sí mismo, es el disparador de la acción que, en realidad, tendrá lugar 15 años después, cuando Ned, instalado en la patria adoptiva de su padre, se convierta en un respetado consultor financiero para una firma que opera en Wall Street, y Ango, tras fracasar como editor en Sofía, viaje a América del Norte para encontrarse con su hermano. A partir de ahí, cada capítulo será contado de forma intercalada y en primera persona por los dos hermanos, con un estilo particular cada uno, pero con un fondo común establecido por su condición de extranjeros en tierra extraña y la omnipresencia asfixiante del padre muerto en turbias circunstancias.
Popov se luce en cada página a través de un prodigioso despliegue de viñetas que actúan como motor de la acción (a modo de ejemplo, y sin ánimo de arruinar el goce descubridor de la trama a posibles lectores, puede referirse acá el espiral de peripecias que atraviesa Ango Banov cuando, para ganarse la vida en Nueva York, se emplea como paseador de perros y se introduce en las luchas intestinas de dos sindicatos de paseadores, uno de los cuales, incluso, cuenta con el apoyo teórico y mediático del mismísimo Noam Chomsky). Ned Banov, por su parte, en un momento del relato es enviado por sus jefes en Wall Street de regreso a Bulgaria para detener, y eventualmente hacer regresar a Estados Unidos, a Kurtz, un socio de la compañía que pretende establecerse por sí mismo, desconociendo la autoridad de los socios mayoritarios. Ese viaje que emprende Ned Banov hacia el corazón de las tinieblas búlgaras funciona, además de como reescritura del Apocalypse Now pergeñado por Francis Ford Coppola sobre el relato de Joseph Conrad, como un periplo alucinatorio (pero no por eso menos creíble y real) al propio nudo de la identidad nacional, pues a través del derrotero que lleva al personaje de regreso desde la primera potencia capitalista a la Bulgaria recién regurgitada de las entrañas comunistas, se leuda y acrecienta uno de los principales conflictos de La caja negra.
Sobre el final, permítaseme destacar la cuidada edición de la española Automática Editorial, de reciente aterrizaje en las librerías locales, que además del fino trabajo de portada, tipografía y papel, destaca en la primera solapa, con el mismo espacio destinado al autor, la biografía de los dos traductores, Viktoria Leftérova y Enrique Maldonado, en lo que representa un noble gesto intelectual para quienes vierten a otra lengua un texto literario, dato que muchas veces resulta minimizado o, lisa y llanamente, escamoteado. Pero esa es otra historia.
La caja negra. De Alek Popov. Madrid, Automática, 2020, 320 páginas. Traducción de Viktoria Leftérova y Enrique Maldonado.