Se escurría su adolescencia cuando Jorge Lafforgue le dijo a su padre que iba a cumplir estudios superiores de Filosofía en Buenos Aires. El atónito padre, un médico que entonces ejercía en la provincia de Córdoba, le pidió que alternara eso que creía una distracción o un error pasajero con el estudio del Derecho, que el muchacho pronto se ingenió para abandonar. Transcurría 1953. En ese tramo final del primer peronismo, la Universidad de Buenos Aires no era, precisamente, un centro de excelencia, como algo airadamente su amigo Tulio Halperin Donghi remarcaría en su historia de la institución y en sus medidas memorias.
Tal vez como reacción a un clima escasamente propicio, los jóvenes manifestaron su rebeldía intelectual de manera creativa, con el precoz empuje, entre otros, de David e Ismael Viñas, Noé Jitrik, Oscar Masotta, Adelaida Gigli. A esas aulas llegó el joven Lafforgue. Por los corredores de la vieja facultad, por un sótano donde planeaba la palabra de Jean-Paul Sartre supo de respuestas que fomentaban el inconformismo y el deseo de hacer un país y un mundo nuevos, aún confusamente delineados.
Tarea cumplida
Jorge Raúl Lafforgue –así firmaba– escribía y quería publicar; leía y quería discutir. Para eso, con otros compañeros, siguió la huella de sus inmediatos predecesores y empujó la revista Centro, en la que se puede hallar alguno de sus pocos poemas, de los que no abjuró, pero a los que dejó en segundo plano. Discreto, algo tímido, seguro que amable y sonriente –así puedo imaginarlo sin dificultad, a partir de mi conocimiento que se remonta al invierno de 1987–, desde el principio supo combinar diversas vocaciones: el trabajo crítico sobre literatura, sobre pensamiento (político y filosófico) y la tarea editorial. Como nadie, por estos rumbos, sintetizó ese trípode conceptual en la segunda mitad del siglo XX.
De a poco, y con precisa constancia, pudo vérselo como el primer gran revisor y compilador de la obra de Florencio Sánchez; como el estudioso tenaz de la narrativa de Horacio Quiroga, al que dedicó una notable antología publicada por Castalia, en Madrid (1987), y junto a quien esto escribe construyó una edición de su obra en cuatro tomos, ahora inconclusa para siempre, en la editorial Losada. Además, a fines de los años 60 articuló la primera gran antología de trabajos críticos sobre nueva narrativa latinoamericana, en un espacio donde siempre fue difícil salir del paradigma de la argentinidad visto desde el cristal porteño; también se preocupó por la literatura policial, junto a su gran amigo Jorge B Rivera (Buenos Aires, 1935-2005), con quien preparó el libro Asesinos de papel (1977; 2ª edición ampliada: Buenos Aires, Colihue, 1996), en el que se ocupan de la inexplorada zona uruguaya del género. A Lafforgue debemos la primera gran recopilación de estudios sobre Rodolfo J Walsh, originalmente aparecida en Nuevo Texto Crítico, la revista que Jorge Ruffinelli publicaba ya en la Universidad de Stanford (números 12-13, 1993-1994) y que más tarde se reprodujo en libro por Alianza Editorial, en Buenos Aires. Se le adeuda, también, la menos atendida y no menos importante antología Explicar la Argentina. Ensayos fundamentales (Buenos Aires, Taurus, 2004), que reúne y examina trabajos, desde Mariano Moreno a José Luis Romero. Este último llegó al rectorado de la Universidad de Buenos Aires en 1955, gracias a que un grupo de jóvenes, Lafforgue entre ellos, ocuparon la casa de estudios para forzar su nombramiento por parte del régimen que derrocó al general Juan Domingo Perón.
Lafforgue vivió siempre según sus convicciones, ecuánime y abierto, liberado de jacobinismos y de la no menos frecuente prepotencia de su generación y la de cualquiera, en su país o en donde sea. Fue maoísta en su juventud; recibió una beca que le permitió vivir un tiempo en China y hasta el mismo Mao lo condecoró, junto a una larga fila de jóvenes que provenían de distintas partes del mundo, como alguna vez recordó con melancólico humor. Luego, descreído de toda solución maximalista, confió en un destino republicano y social en un país donde tanto cuesta encontrar ese equilibrio. A diferencia de otros que se rehusaron, esa misma apertura lo llevó a publicar en la revista Centro “La narración de la historia”, de Carlos Correas. Sucedió en la Argentina posperonista, y quiso el destino que el cuento fuera leído por un juez ultramontano, quien procesó al autor y también al editor bajo la acusación de inmoralidad, porque en esta pieza se relata una furtiva relación homosexual.
Letras y medios
El editor tiene muchos antecedentes, pero no semejantes entre sus coetáneos. Además de circular por experiencias de corta vida, Lafforgue trabajó largo lapso en una de las editoriales más importantes de la lengua, Losada, que a mediados de los años 30 había fundado en Buenos Aires el español y exgerente de Espasa-Calpe don Gonzalo Losada. Allí, en su etapa formativa, conoció a todas las figuras imaginables de la vida cultural del mundo hispanoamericano, desde Rafael Alberti a Augusto Roa Bastos. Estuvo, luego, en Legasa y en Alianza, o algo más de paso en el Centro Editor de América Latina, mientras alternó sus tareas en la revista Siete Días, donde se ganó la vida redactando notas sobre libros y vida cultural en las mismas páginas que difundían artículos (e imágenes) sobre la farándula argentina (alguna vez contó que le tocó levantar el teléfono y escuchar la voz de la glamorosa Susana Giménez, quien precipitadamente ofrecía a la revista la primicia sobre un escándalo personal para su mejor publicidad).
En otro plano, que en sustancia es otra cara de la misma profesión, este siete oficios de la cultura letrada recibió la encomienda de auxiliar a Borges en la preparación de una antología de poemas de Leopoldo Lugones. Recordaba, divertido y asombrado, que en su apartamento de la calle Maipú el anciano y ciego Borges ya en la primera sesión de trabajo,recitaba de memoria casi todos los poemas de Lugones, que él había tenido que estudiar días y noches.
Como profesor en distintas universidades (Lomas de Zamora, El Salvador), Lafforgue supo capitalizar su rica experiencia en el mundo editorial, con lo cual inauguró líneas de estudio algo laterales en el campo académico. Por ejemplo, dirigió un seminario sobre revistas literarias y culturales, experiencia de la que surgieron trabajos propios pero, sobre todo, los de sus principales discípulos, como Sylvia Saítta, estudiosa de Roberto Arlt y su amplio contexto de producción. Con todo, Lafforgue no circuló con mucha comodidad por ese medio, quizá porque se sentía más aclimatado en la actividad cultural, siempre curioso por las novedades, siempre atento escucha a lo que el otro –sea quien fuere– tenía para decir. A eso se entregó en todo momento con pasión, generosidad y riesgo, incluso en los años más crueles. Cartografía personal. Escritos y escritores de América Latina (Buenos Aires, Taurus, 2005) es, más que una disfrutable colección de ensayos, una equilibrada muestra entre autobiográfica y crítica de esa experiencia larga, ya lejana, de un mundo ahora perdido, que sin su prosa ocurrente y limpia se habría clausurado.
En la mañana del 5 de enero de este mal estrenado 2022, Jorge Lafforgue murió en Buenos Aires. Pocas personas conocí más buenas, sinceras y leales en el complejo ámbito de la vida cultural de donde sea. Su obra, que abrió nuevos cauces, complementariamente, cierra la era de la industria del libro aliada a lo más dinámico de la producción estética y el pensamiento, que en lengua española Jorge Lafforgue contribuyó a crear –como pocos– durante la segunda mitad del siglo XX.