Entre El ABC de Byobu, su texto en prosa más experimental, y volúmenes de estilo más enciclopédico como Entre plantas y animales, se puede ubicar este breve compendio titulado, en alusión a un pasaje de Leonardo Da Vinci, Donde vuela el camaleón, que Ida Vitale viene de publicar en Uruguay por Estuario, su sello habitual desde hace unos años. El libro, en efecto, es, como Léxico de afinidades, una muestra de la erudición de su autora, de su pasión por la cita y el comentario, por la referencia libresca, y, a la vez, de la fina ironía que salpica tanto su obra como su conversación. Si en los otros libros se había centrado en sus relaciones con la fauna y la flora o había armado su propio y caprichoso diccionario, en este, de curioso nombre, editado originalmente en 1996 por Vintén Editor, Vitale crea un bestiario personal que por momentos hace pensar en los desmesurados retratos de monstruos de J Rodolfo Wilcock, en las parábolas crueles de Franz Kafka y a veces, incluso –pero con el agregado de un sentido del humor inhallable en su autor–, en los motivos de José Enrique Rodó.

Los textos, de hecho, parecen imitar el tono didáctico de las fábulas o los cuentos morales, aunque a menudo ceden ante la fantasía y el ensueño y, bellamente construidos, aparecen como miniaturas, dioramas de paisajes evocados o armados con grandes medidas de especulación y observación, como en la ilustración conjetural del bastión norte de la ciudadela de Troya que sirve de ilustración para la portada. Como el francés Hubert Robert, que se deleitaba en pintar en pleno siglo XVIII restos romanos y ruinas, Vitale elabora, a través de estas construcciones que a menudo utilizan de materia prima mitos y figuras de la Antigüedad clásica, un sutil arte de la anacronía, un punto de fuga hacia una aparente atemporalidad o estado “fuera del tiempo”, y perfecciona su manejo de las formas del epigrama y la moraleja. Mediante el uso de una voz a un tiempo concluyente y dubitativa, la poeta imagina la existencia de múltiples minotauros, dibuja a Zenón casi como santo patrono de los procrastinadores, resucita al dodó y da vida a toda una serie de personajes peculiares, piezas de un museo de cera de lo raro.

En su particular aventura literaria, Vitale se permite chistes (“¿A qué edad morían los griegos cuando no se interponía la cicuta?”); sentencias que, como en los ensayos borgesianos, juegan con la linealidad temporal (“Los filisteos no tenían ni la más remota sospecha de lo que alegaría sin embarazo Nicolás de Cusa, algunos siglos más adelante”); y comentarios que, a pesar de sus brumosos referentes, pueden pensarse como críticas apenas veladas al mundo contemporáneo (“en el país de ambas, con excepción de los profesionales de las funciones políticas gravemente afectados por ellas, todos participan opinando” o “Ya se sabe que no fueron la única especie que, por un motivo u otro, mira su propia declinación, paladea el peligro y no detiene sus carreras irresponsables”).

El uso de la cita, de este modo, es un trabajo delicado y lúdico con lo ajeno que produce una suerte de cortocircuito a través de la alusión a cosas distantes yuxtapuestas con ingenio, como por ejemplo cuando, caracterizando a la ficticia familia Berry, la narradora afirma: “Durante un largo período vivieron en un régimen ‘de desplazamiento perpetuo de las intensidades designadas mediante nombres propios’, para valernos de una extrañísima fórmula ajena”, de modo que en una descripción mínima se inserta un contenido inesperado –en este caso una frase del célebre ensayo “Pensamiento nómada”, de Gilles Deleuze– que se comenta con cierta distancia paródica, sin perder el logrado tono general. Hay en estos relatos o ensayos breves o poemas en prosa ideas, esbozos de argumentos que podrían ampliarse, la fabricación de caracteres –la mujer que colecciona palabras como si fueran joyas únicas, por citar apenas uno– y también giros poéticos (la aliteración en frases como “la lisa superficie de loza”, el fraseo sorprendente en hallazgos como “catástrofe solar”) o reflexiones de alcance mayor (“Solo los que están en paz con ellos mismos destinan un poco de esa paz a percibir signos exteriores, a rastrear posibles bellezas, aunque oscuras”): todas modulaciones que encuentran su lugar gracias a la elaboración paciente de un estilo, la creación de un espacio de enunciación seguro en su reservorio de fuentes diversas, en una sintaxis prístina ornada con riqueza léxica, en el ensamblaje de una maquinaria que produce imágenes perdurables.

Como el ser mitológico que se reproduce, según uno de estos fragmentos (que por momentos parecen imitar antepasados tan ilustres como Plinio o Marco Polo), “por concreción de imagen obsesiva”, las páginas de este volumen giran en torno a un conjunto de nociones y fabulaciones que sobrevuelan la obra entera de Vitale, como si a fuerza de pensar las cosas, estas cobraran una existencia más allá de la letra, de las proyecciones colectivas de un deseo de vida que termina por trascendernos. La tensión, siempre atrayente y atemorizante, se establece en consecuencia con el silencio, pero hay ahí, para la poeta, también una oportunidad de creación: “las consabidas posibilidades ilimitadas de un cuaderno en blanco, la hipótesis de la página blanca mallarmeana” son por eso, como estos retratos, “espejo inagotable del inagotable mundo”.

Donde vuela el camaleón. De Ida Vitale. Montevideo, Estuario, 2022, 96 páginas.