Escribir situándose en los años previos a la mayoría de edad para cambiar nuestra perspectiva sobre el mundo adulto a través del extrañamiento es una estrategia bastante utilizada, desde JD Salinger y El guardián entre el centeno (1951) hasta Cristina Peri Rossi con El libro de mis primos (1969). No obstante, existe una sutil diferencia si nos situamos en la infancia y en la adolescencia. En el primer caso, lo adulto se percibe más lejano, como algo en lo que rara vez se participa, y en el segundo, el o la protagonista sigue manteniendo el extrañamiento pero teniendo, de vez en cuando, que participar, sabiendo que más tarde tendrá que estar en ese mundo.
Obviamente que no nos referimos a la literatura juvenil, en la que los roles protagónicos de las adolescencias cumplen la función de hacer al mundo adulto más inteligible para estas, de acercar más que de separar. En cambio, las adolescencias protagonistas en obras dirigidas a público adulto más bien nos alejan de ese mundo que habitamos, haciendo que lo miremos desde otra perspectiva. Más aún si estas adolescencias, además de protagonistas, son narradoras.
Esta parece ser la estrategia que adopta la catalana Xita Rubert en Mis días con los Kopp, su primera novela. Virginia, de 17 años, viaja con su padre desde Madrid hasta una innombrada ciudad en el norte de España para encontrarse con Sonya y Andrew Kopp, una pareja inglesa que a su vez viaja para que Andrew reciba un premio de la Corona por sus trabajos históricos. Más tarde se sumará Bertrand, un personaje muy extraño, con rasgos entre esquizoides y autistas, y que no sabemos hasta el final si realmente es un artista, como dicen Sonya y Andrew, o simplemente una persona con una neurodivergencia severa. Virginia desarrollará hacia Bertrand un afecto incómodo, una mezcla de atracción y repulsión que dará la tónica a todo el relato.
El viaje, además, es un momento disruptivo. Poco sabremos de la vida de Virginia y su padre fuera de esta circunstancia particular, lo cual da aún más fuerza al efecto extrañado de lo que se cuenta. Al encontrarse lejos de su cotidianidad, la narradora-protagonista está atenta a cada detalle, como si tuviera que reaprender todo lo sabido. Además, se encuentra sola en un mundo adulto; ningún chico o chica de su edad aparece aquí. De hecho, todos los personajes se encuentran arrancados de su vida cotidiana: todos están de viaje y la familia Kopp, además, no se halla en su país de origen.
Bertrand es, en sí mismo, la fisura de este mundo adulto. La negación de Sonya y Andrew y, en un punto, de Juan, el padre de Virginia, de lo extraño de su comportamiento, en los ambientes formales y estereotipados del hotel y de la ceremonia de premiación de Andrew, acentúa todavía más, a los ojos de Virginia, el hecho de que ciertas cosas no encajan. A sus 40 años, acompañados de una complexión corpulenta que acentúa el contraste, Bertrand es un niño que no ha terminado de crecer. El resto de las personas a su alrededor pretende ignorar este detalle y hacer de cuenta que Bertrand es “normal” (con todo lo relativo que pueda tener este término), lo cual será cuestionado por Virginia en diálogos con su padre. Pero parte de la transición de Virginia a la madurez tendrá que ver con que sus respuestas no le satisfacen. Juan continúa comportándose como si nada pasara, aunque, en forma cómplice, le pasa a Virginia pequeñas informaciones que la ayudarán a ir armando el rompecabezas de la familia Kopp.
La relación es ambivalente no sólo con Bertrand, sino también con Sonya (“Sonya. Me negué, incluso entonces, a aceptar mi resentimiento hacia ti. Era el germen, también violento, de mi amor. Y el desdén que tú dirigías silenciosa hacia mí: era germen de otra cosa, también”) y también con Andrew (“Pero en cuanto hablé y comprobaron que yo no aceptaba las palabras, las invenciones y los disfraces de Andrew, cuando vieron que yo no entraba en su juego así como así, pasaron a ignorarme de nuevo”). Con Juan tampoco serán pocos los momentos ambiguos, en los que los roles de padre e hija comienzan a confundirse.
Pese a que la anécdota es mínima, el relato es dinámico y atrapante. Rubert maneja sabiamente las intrigas y las revelaciones, generando una narración sólida y bien concebida, aunque ciertos detalles podrían percibirse como cabos sueltos; por ejemplo, la enfermedad que sabemos que va a sufrir su padre luego del momento en el que se sitúa la narración. Pero el relato, en balance, funciona.
El tono general es entre nostálgico y desencantado, sin idealizar el momento de lo que se cuenta y también con cierta añoranza de alguna forma de inocencia que se perdió entonces. Quizá fuese esa idealización de las personas adultas que se pierde entre la infancia y la adolescencia. Quizá se trate de la pérdida de la ilusión de vivir auténticamente, sin mantener apariencias ni mentirse a sí misma (“Y uno lo aprende luego, más tarde, que es un gran arte fingir no oír la mayoría de las cosas que uno, pese a sí mismo, ha escuchado; entonces yo todavía no sabía negar la palabra a quien me la ofrece”). En todo caso, se opta por dejar lo que está fuera de este momento en una zona difusa, descrita con trazos muy pequeños, tanto en lo que refiere al pasado como al porvenir.
Con excepción de un “espectáculo” montado por Bertrand cuando es introducido como personaje, la mayoría de los caracteres y las situaciones son explicadas a través de gestos mínimos. La narradora se encuentra especialmente atenta a lo que esconden las acciones más nimias, esos pequeños detalles que a veces pasamos por alto y nos revelan una realidad profunda y, por momentos, escabrosa.
Xita Rubert ha recibido varios galardones con relatos y obras teatrales, es licenciada en Filosofía y Literatura y colabora como lectora editorial en Penguin Random House.
Mis días con los Kopp. De Xita Rubert. Barcelona, Anagrama, 2022, 152 páginas.