El dispositivo de la memoria siempre opera de manera caprichosa: recorta, amplía, evade, expande, selecciona, omite, entrevera y en ocasiones falsea los hechos, de tal forma que, al final del día (o de la página, en caso de que se esté registrando de forma escrita), el momento evocado, el recuerdo en sí, puede ser tan falso como una invención. Asumir la verosimilitud de cualquier evocación es una convención mental en primer término y social cuando se presenta ante los demás, un artificio intervenido por una lógica azarosa y que sirve tanto, pongamos por caso, para tomar por válido el testimonio de un testigo en un juicio como para leer cualquier página autobiográfica. Cámara oscura de la mente manipulada por el tiempo y la propia percepción de los hechos de quien recuerda, la memoria es, en definitiva, tan precisa y confiable como elíptica y engañadora, condición bifronte que la vuelve esencial para el ejercicio de la escritura.

Lo anterior viene a cuento del mecanismo que le da forma y movimiento al libro Un lagarto se desprende la cola, del escritor fraybentino Pablo Silva Olazábal (1964), también autor de las premiadas novelas Pensión de animales (2015) y El run run de las cosas (2020) y a quien todos los que chapaleamos en el medio literario local conocemos por su dilatada trayectoria como periodista cultural radial. Se trata de una novela engañosamente breve, pues las cien y pocas páginas que la conforman incluyen en verdad una importante cantidad de giros, evocaciones, hechos interrelacionados (y no), precisos saltos en el tiempo e historias dentro de historias que determinan que el relato sea puro movimiento, una construcción pautada por el entramado anecdótico pero, sobre todo, por la evocación del narrador que reconstruye y escribe los acontecimientos.

El recurso del que se vale Silva Olazábal no es para nada novedoso, pero bien utilizado, como es el caso, se vuelve por demás efectivo. Se trata del manuscrito que alguien le remite a un primer lector (en este caso un editor), por lo que el pacto de lectura que asumimos al comenzar a leer esta historia se basa en la convención de que también nosotros somos los primeros lectores del texto. El escritor Julio Piedracueva, de 87 años, responde al cuestionario que le enviara el doctor Blas Rivadeneira acerca de quien fuera su amigo de infancia, el fallecido escritor Héctor Corvalán Ramos, de cara a la inclusión de sus recuerdos en la investigación (publicada online) Periferia de una estética: Tarik Carson, Héctor Corvalán Ramos y Juan Introini, tres marginales del Río de la Plata. Nunca conoceremos el cuestionario porque el texto comienza con la propia voz de Piedracueva. Tampoco sabremos cuál es la eventual conexión entre Corvalán Ramos, Carson e Introini, más allá de la condición de “marginales” expuesta en el título del trabajo de Rivadeneira, quedando para el lector curioso trazar una eventual cronología a partir de la posible conexión etaria de los tres autores (Carson nació en 1946 e Introini en 1948, por lo que al asumir que Corvalán Ramos pertenece a la misma generación y teniendo Piedracueva, amigo de infancia del autor ficticio, en el presente de la escritura del manuscrito, que nunca es datado, 87 años, como se dijo, es dable creer que pudo haber nacido alrededor de 1935, siendo entonces un poco mayor que sus colegas). Una suerte de epílogo (“Antes de hablar, unas palabras”) le da paso al desglose de los recuerdos requeridos por el editor de los que, curiosamente, y este es uno de los grandes hallazgos de la novela, prácticamente está elidida cualquier referencia a Corvalán Ramos.

En el mencionado epílogo, Piedracueva, que en algún momento abandonó sus devaneos como escritor para volverse agrimensor, divaga sobre la pertinencia de su aporte a la investigación tras los pasos de Corvalán Ramos, ensambla algunos lugares comunes acerca del oficio y expone la contundente figura que le da nombre al libro (“la gente del campo sabe que un lagarto puede desprenderse la cola para salir corriendo; este libro pretende lo mismo: dejar pedazos de mi memoria en el camino para poder seguir adelante”).

El falso (por inexistente) recuerdo sobre Héctor Corvalán Ramos –y la novela en sí– se despliega a pleno tras el latoso epílogo (en el que Silva Olazábal engaña al lector con el estilo de Piedracueva). La serie de evocaciones de la infancia y primera adolescencia de Julio Piedracueva en un pueblo aparentemente tranquilo del interior uruguayo está pautada por dos fenómenos que corresponden a planos diferentes y que, sin embargo, se relacionan profundamente: la hora de la siesta y la transgresión de los niños para con el mundo de los adultos. Novela de iniciación y de disección de la composición familiar, Un lagarto se desprende la cola dinamita ese falso costumbrismo que tiende a unificar a todos los pueblos “de afuera” como un único enclave monolítico (aparece un primo “de Montevideo” que desestabiliza los hechos a partir de una determinada reacción, otro personaje habla de “esa manía de dormir la siesta”, la prostitución es presentada como un fenómeno anodino pero, al mismo tiempo, espectral, etcétera), al tiempo que se sostiene en un puñado de personajes cuidadosamente trazados, como, por ejemplo, la tía Lucrecia, “condenada por su viudez prematura al limbo inalcanzable de la ‘pobre mujer, tan joven’, a vestir de oscuro y a peinarse como una anciana”.

En conclusión, Un lagarto se desprende la cola es una novela breve y atrapante, un ramalazo de la memoria de un viejo que regresa a sus lejanos años idos y que se lee de un tirón, como puede acometerse, si el tiempo y las circunstancias lo permiten, una buena siesta.

Un lagarto se desprende la cola. De Pablo Silva Olazábal. Montevideo, Fin de Siglo, 2022, 120 páginas.