A los 93 años murió, sentada en un sillón en su casa de Rosario, la escritora Angélica Gorodischer, nacida en 1928 en Buenos Aires como Angélica Beatriz del Rosario Arcal. Compuso su seudónimo literario con su primer nombre y el apellido de su marido, el arquitecto Sujer Gorodischer, Goro.
Había superado un cáncer -experiencia que recogió en Diario del tratamiento, de 2011- y consideró que debía dejar escritas las instrucciones para cuando llegara el momento de la muerte: “No quiero morir en terapia ni en un sanatorio. Espero hacerlo en mi cama, tranquila, con alguien que me agarre de la mano. Tampoco quiero un velorio, y sí ser enterrada en un cementerio jardín, con flores, en un cajón ordinario, que se pudra pronto”. El sábado, cuando se conoció la noticia de su fallecimiento, su hijo Sergio informó que el deceso se debió a causas naturales y que su voluntad fue respetada: “No entró al sanatorio ni a terapia ni a nada de eso; se murió tranquila como ella quería, en su amada zona sur de Rosario, con una mano apretada que la despidió”.
Angélica llegó a Rosario a los siete años, con su familia, originaria de esa ciudad. Allí, estudió en la Escuela Normal de Profesoras e ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional del Litoral. Dejó la carrera para dedicarse a la vida familiar, pero al mismo tiempo empezó su carrera literaria. En 1964 su cuento policial “En verano, a la siesta y con Martina” ganó un concurso de la revista Vea y lea. En 1965 se publicó Cuentos con soldados, su primer libro, y en 1967 la editorial Minotauro publicó su primera novela, Opus dos, una distopía ambientada en las ruinas de una ciudad muy parecida a Buenos Aires. La sucesión de publicaciones ya no se detendría: de 2014 es su última novela publicada, Palito de naranjo, y en 2017 salió el último de sus libros de relatos, Coro cuentos. Dejó inédita una novela, que se llamaría Preciosa cabellera.
Dueña de una prosa cuidada y precisa, humorística, en varias oportunidades dijo no sentirse atraída por el realismo. En primer lugar, desconfiaba de la realidad y creía que en las sombras y las medias tintas había más verdades que en la luz plena. Pero, además, el realismo la aburría, y solía recordar que los autores más interesantes de la literatura, incluyendo a Borges y a Cervantes, se habían valido de la imaginación y la fantasía para escribir historias que hablaban de los grandes asuntos humanos. Ella misma se paseó tanto por la novela histórica como por la ficción futurista y el misterio, para plantear asuntos que tenían que ver con acontecimientos cruciales del presente. “Nací cuando caía Yrigoyen. Crecí con aquella crisis. Entré en la secundaria con la Segunda Guerra. Fui a la facultad con Perón. Me casé cuando la quema de las iglesias. Bailé boleros con Pedro Vargas, fox-trots con Benny Goodman, y tuve mi primer hijo cuando Lonardi decía ‘ni vencedores ni vencidos’. Empecé a escribir profesionalmente con los hippies y el Di Tella. Seguí escribiendo con los milicos. Tuve mis nietos con la democracia. Tengo cuarto propio pero no quinientas libras al año. Sigo escribiendo”, decía de sí misma hace algunos años. A lo largo de su extensa carrera recibió numerosos premios (el último en 2018, cuando se le otorgó el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes), becas y reconocimientos a su trayectoria, integró jurados y dictó cursos y conferencias en su país y en el exterior. Fue traducida al inglés (su novela Kalpa imperial, de 1983, fue llevada a esa lengua por Ursula K Le Guin), francés y portugués y era considerada una de las grandes de la literatura argentina y un nombre imprescindible de la escritura de ciencia ficción.