Me invitan a escribir un texto, Alfredo, en relación a tu muerte, y lo primero que me viene a la cabeza es esa pregunta (siempre te gustaron más las preguntas que las respuestas, y lo dejabas en claro cada vez que podías) que formula Borges en su poema “Límites”: “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa/ sin saberlo, nos hemos despedido?”. La casa es ese bar de Colonia y Rondeau donde nos veíamos cada vez que estabas en Montevideo, y donde recién ahora sé que te vi por última vez. En esa oficina improvisada, con servilletas arrugadas sobre platos rojos de plástico, recibías a los amigos, a los poetas, y a los poetas amigos. Después de algunos días en los que contabas algún detalle del hotel de la plaza cercana, donde solías alojarte, o hablabas de cómo veías la ciudad, o a fulano de tal, regresabas a San Pablo y la comunicación seguía. En los últimos tiempos, permanecía en esos audios interminables que a veces escuchaba mientras lavaba los platos o limpiaba la casa. Sólo un audiolarguista comprende a un igual de esa manera.
Debería contar de tus años en el IPA, previos a la destitución y al exilio, de tu temprano dominio del francés, que derivó en varios trabajos de traducción, de tus artículos publicados durante años en la prensa de diferentes países, de tu veintena de poemarios, de los premios, pero de eso seguro se encarguen otros. Yo prefiero nombrar a esos dos Juanes, fundamentales en tu vida, Juan y Jean, el gran amigo y el gran amor; contarte que la foto más vieja que tenemos es del Solís, en el Festival Eñe, en 2010. En la foto yo me río como un niño porque en el momento que van a sacarla vos flexionás las rodillas y quedás de mi altura, vos que has sido el poeta más grande que conocí. Tiempo después nos iban a fotografiar en la calle Rondeau y disimuladamente bajaste del cordón de la vereda para que no se notara tanto la diferencia. Un caballero. Yo no pensé en ese gesto, pero ahora lo pienso y me doy cuenta de que de eso están hablando los poetas de acá y de otras partes de América en las redes: del gran poeta que es por igual un gran tipo. Sabés que no es común, lo hablamos mil veces. Ser leído sin apoyarse en el lobby y en los amigotes, como tantos otros. Dejar que sólo hable la obra.
Igual no todo son rosas, Fressia. Hace un rato me pareció ver en las redes una foto tuya con un poema malo que no te pertenece. ¿Podés creer? Me parece escucharte reír. Es la risa de la consagración.
Me acuerdo de la primera vez que te leí. Rosario Peyrou me extendió un libro tuyo en Trilce. Era Ciudad de papel. Te conocí con un libro de prosa, pero de una fineza tal que volé a leer Poeta en el Edén y me encariñé con la claridad de los heptasílabos, de los endecasílabos que siempre te gustaron, y que aparecen también en La mar en medio y en Última Thule, ese poemario que saldrá acá y en Argentina en poco tiempo, gracias al trabajo de Felipito, como le dijiste siempre, que se enamoró de tu obra de primera y publicó un montón de tus libros en ediciones cuidadas de aquel lado del río.
Vuelvo a tu trabajo y pienso que tuviste tiempo de diseñar el final, de ordenar la obra que dejabas frente a ese cáncer de próstata que parecía detenido (nunca se me va a borrar la imagen de la mujer sin nariz con la que una vez compartiste sala de espera) y uno de estómago que apareció hace muy poco con la fuerza de un eclipse. En octubre me dijiste que ibas a consultar porque te habían dado tres pastillas por día y sufrías un dolor y un reflujo insoportables. Hablábamos de cómo levantar la cabecera de la cama. El poeta joven y el poeta viejo, como una vez nos llamaste, hace muchos años, cuando me propusiste hacer una lectura juntos en el café que tenía la diaria. Aprovecho ahora para confesarte el orgullo que sentí con esa invitación.
El poeta joven y el poeta viejo, todo un verano, hablando de prazoles y dietas blandas a miles de kilómetros de distancia.
Cuando estaba cerca de mi casa de la infancia subía por Marsella y te grababa un ratito de la vereda de tu cuadra con el teléfono. Te lo mandaba enseguida, y vos me contabas cuál era tu casa y quién vivía en cada lado: un idiota que había muerto joven, un hombre que cantaba ópera, una mujer que hacía trabajos de brujería. Yo me había criado a unas pocas cuadras, del otro lado de Garibaldi, y esa coincidencia también me acercaba a vos.
De repente te acordás de que hace unos años imaginé tu muerte para un relato de ficción en un libro que te homenajeaba. El cáncer había aparecido y te di diez años más de vida. Morías a los ochenta y un grupo de amigos conseguía que el Ministerio del Interior cediera las grabaciones en las que caminabas por la calle la última vez que habías estado en Montevideo. Si uno pudiera conseguirlas ahora… Te mandé un mensaje y te pregunté qué música elegirías para ese momento: “Mi último fracaso”, en la versión de Pedro Infante, o en la de Nana Caymmi, dijiste. Que suene entonces, mientras seguimos esperándote ver bajar por la calle Rondeau, o por Marsella, con esa sonrisa plena que tenés en tu foto más luminosa y que parece resumir en un gesto toda tu sabiduría.